Índice

Presentación 11

Dossier

Nacionalismo, petróleo y estado en América Latina

Coordinado por Claudio Castro y Milagros Rodríguez

Nacionalismo, petróleo y estado en América Latina

Claudio Castro, Milagros Rodríguez 15

Acumulación de capital y particularidades en el nacionalismo petrolero argentino

Fernando Germán Dachevsky 23

A Petrobras e o nacionalismo econômico no Brasil

Giorgio Romano Schutte 55

“En defensa de lo que nos pertenece”: Estado e industria petrolífera en Chile

Carlos Donoso Rojas 99

La relación entre PDVSA, Estado y nacionalismo económico en Venezuela (1976-2003) desde el institucionalismo

Rita Giacalone 137

Parte abierta

Aristas de la cuestión social: La Miseria en la República Argentina (1900) y La Fatiga (1922) de Alfredo L. Palacios

José César Villarruel 177

Reseña

Un diablo en Pilcaniyeu: cómo se logró la producción de uranio enriquecido en Argentina

Facundo Deluchi 215

Nota crítica de eventos académicos

Nota crítica sobre las III Jornadas de Investigadores
en Formación del CEEED-IIEP

Agostina López, Emma Álvarez y
Darío Machuca 223

Directrices para autores/as 229

Parte Abierta

Aristas de la cuestión social: La Miseria en la República Argentina (1900) y La Fatiga (1922) de Alfredo L. Palacios

José César Villarruel1

Resumen

En 1900 Alfredo L. Palacios (1880-1965) presentó la tesis La miseria en la República Argentina en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Inscripta en una serie de artículos muy diversos que exploraban los oficios en la ciudad de Buenos Aires en talleres, manufacturas, fábricas y servicios fue la primera exploración que se interesó por las enfermedades de etiología profesional y las condiciones de vida de los trabajadores en la Argentina. En ella se advierten varias influencias contemporáneas. Un grupo de ideas solidarias entre sí originadas en el modelo del higienismo social desarrollado en Francia desde 1860, la recepción en Buenos Aires de la crítica de la economía política de Marx y las concepciones del movimiento anarquista de los años 1890. Estas primeras reflexiones serían continuadas décadas más tarde con las investigaciones que, tras la primera guerra mundial, estimularía la Organización Internacional del Trabajo en torno de la jornada de ocho horas. La Fatiga y sus proyecciones sociales, publicada en 1922, se realizó gracias a un vasto dispositivo experimental instalado en un laboratorio en el Riachuelo con el que se demostró cómo la fatiga laboral resiente la salud del trabajador y origina múltiples enfermedades, evidencias que permitieron rechazar la ofensiva de las corporaciones para aumentar la jornada de trabajo o impedir su reducción a ocho horas y que, por último, arrojaba dudas sobre la organización científica del trabajo del ingeniero Frederick W. Taylor que, interesado en los rendimientos, formuló una metodología al margen de la fisiología y la higiene.

Palabras clave:

Miseria, fatiga, enfermedad, higienismo, anarquismo, socialismo.

Edges of the social question: La Miseria en la República Argentina (1900) and La Fatiga (1922) by Alfredo L. Palacios

Abstract

In 1900 Alfredo L. Palacios (1880-1965) presented his thesis La miseria en la República Argentina at the Faculty of Law and Social Sciences of the University of Buenos Aires, part of a series of very diverse articles that explored the trades of the city of Buenos Aires in workshops, manufacturing, factories and services. At the same time, it is the first exploration of occupational diseases and the living conditions of workers in Argentina. It reveals the influences of the model developed in France since 1860 by social hygienism, in the analyses that the reception of Marx’s critique of political economy aroused in Buenos Aires, and in the ruptures that originated in the anarchist movement of the 1890s. These early reflections would be continued decades later with the research that, after the First World War, the International Labour Organisation would stimulate around the eight-hour working day. Fatigue and its social projections, published in 1922, was carried out thanks to a vast experimental apparatus installed in a laboratory in the Riachuelo, which demonstrated how work fatigue damaged workers’ health and caused multiple illnesses, provided evidence to reject the corporations’ offensive to increase the working day or prevent its reduction to eight hours and, finally, cast doubt on the scientific organisation of work of the engineer Frederick W. Taylor who, interested in performance, formulated a methodology outside of physiology and hygiene.

Keywords:

Misery, fatigue, disease, hygienism, anarchism, socialism.

Introducción

La tesis manuscrita presentada en 1900 por Alfredo Lorenzo Palacios en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, La miseria en la República Argentina, fue la primera indagación interesada en las enfermedades profesionales y las condiciones de vida de los trabajadores en la Argentina2 . Una agenda que incluía los problemas que se derivaban del agotamiento laboral: “los fisiólogos han demostrado que el organismo en la jornada de trabajo desarrolla sustancias tóxicas que producen el cansancio y aniquilan al obrero” (1988, 89). Ese temprano interés por la fatiga laboral culminaría, tras una dilatada acción parlamentaria interrumpida en 1915 con su alejamiento del Partido Socialista, en las investigaciones que la Revista de Ciencias Económicas publicó como un adelanto de La Fatiga y sus proyecciones sociales en 1922. 2

El curso de Sociología de 1899

Desde su tesis, Las causas del delito, aprobada en 1892 en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Antonio Dellepiane (1861-1939) se interesó por la criminalidad, un fenómeno social en el que intervenían cuestiones étnicas, económicas y sociológicas. Observaba que la estadística criminal de la ciudad de Buenos Aires del período 1881-1891 exigía responder la pregunta por el origen del crecimiento de los delitos que no se explicaban ni por el aumento de la población ni por la escala cultural del “cuerpo social”. Esa conclusión lo orientó en dirección de otras causas y la respuesta que ensayó se asoció con las crisis contemporáneas, moral y económica, que se alimentaban una a la otra cooperando en la producción del delito. Una coyuntura en que ambas tensiones contribuían a “engrosar las filas de esa funesta agrupación conocida con el nombre de ejército del crimen” (1892, 284. Subrayado en el original) que, en 1894, serían analizadas en El idioma del delito y un extenso diccionario del lunfardo que exploraba la comunicación y los recursos lingüísticos de los delincuentes.

En 1895 Wenceslao Escalante (1852-1912) dictó su último curso de Filosofía del derecho inaugurado en 1884. En 1896 Dellepiane se hizo cargo de esa asignatura planificando una sección racional no identificada con la metafísica y otra destinada a una Sociología que constataba y explicaba los fenómenos (1907, 9). En ese libro, Dellepiane reproducía algunas notas de los temas de crítica sociológica que le interesaban desde 1890. Una de ellas, “El biologismo social en la Argentina” abundaba en interrogantes en torno del análisis de la crisis realizado por Carlos Rojo en El noventa. Reflexiones que continuaban con “El suicidio en Buenos Aires” donde indagaba las influencias sociológicas que lo provocaban, una ecología de las dificultades de la vida durante los inviernos o en pleno verano cuando las pérdidas en los negocios aparecían en los balances de fin de año.

Hasta allí, Dellepiane encarnaba la reacción contra el positivismo y el surgimiento de una sociología idealista opuesta a las concepciones naturalistas del hombre que hasta ese entonces aparecía como un agente de transformación de la naturaleza (Herrera Carassou 2006, 56). Recién en 1904 cuando Ernesto Quesada fue elegido para dictar Sociología dentro de una terna que integraba junto con Juan Agustín García y José María Ramos Mejía, esos estudios alcanzarían legitimidad universitaria (Altamirano 2004, 40).

Ya en esa época, persistía en Dellepiane su interés por la criminología. Así, en un comentario bibliográfico se lee que “si mal no recordamos, escribió entre nosotros artículos llenos de interés y de talento inspirados, probablemente, en las ideas de Sighele, observando por primera vez en el país que las influencias relativas a la criminología, no había que limitarlas a las taras psicopáticas individuales de orden puramente patológico, sino a una serie extensísima de influencias externas que ocupaban un rango tanto o más importantes que las primeras causales del crimen” (Zeballos 1905, 631). La referencia aludía a Scipio Sighele (1868-1913) que había publicado en 1891 una obra de psicología colectiva, La multitud delincuente, cuyas traducciones francesas y alemanas lograron una enorme difusión que precedió a la misma Psicología de las masas de Gustave Le Bon (1841-1931) en 1895. La polémica con Le Bon, a quien acusó por plagio, aún se mantenía hacia el fin de siglo en el plano de las argumentaciones. Su contribución fue pionera, a pesar de sus afirmaciones reiteradas y volubles frente a Le Bon que se expresaba con un enfoque ajustado a los parámetros científicos de su tiempo (Pireddu 2018, LXV).

En esa época Dellepiane impulsó varias investigaciones. Entre otras, aconsejó a Palacios un trabajo de laboratorio con el tema “La condición de la clase obrera en Buenos Aires” en el curso de grado de 1899 al que asistieron trece estudiantes a lo largo de 74 clases (Vila 2014, 39). Esa monografía fue el borrador de la futura tesis rechazada por sus expresiones hacia las instituciones, una cuestión prohibida por las ordenanzas universitarias. Si bien exploraba numerosas ramas de actividad, el trabajo de campo se encontraba a medias documentado y aunque desarrollaba conocimientos originales, a menudo la exposición acudía a las formas de la propaganda política, al panfleto. El autor intentaba un estudio sociológico abandonando el gabinete y codeándose con el obrero en el taller y en la vivienda observando su género de vida, las horas de trabajo y los salarios que percibía. En la edición de 1901, Palacios, que ya había defendido otra tesis sobre Quiebras, denunciaba la intolerancia con que se rechazó su trabajo por expresar principios socialistas, una cuestión que no ocultaba las debilidades de la obra, pero que surgía de algunas notas agresivas de Raymond Wilmart (1850-1937), el antiguo emisario de Karl Marx y la Asociación Internacional de Trabajadores en el río de La Plata, miembro informante del tribunal. Esos obstáculos ideológicos no eran aislados. En 1889, Víctor S. Guiñazú presentó un extenso trabajo, “Separación de la Iglesia del Estado”, que fue desestimado por desarrollar “propaganda religiosa”, problema que se solucionó con un segundo texto breve de otro tema (Ubertone 1996; Dolabjian y Martínez 2020, 191).

Elvira Virginia López, también alumna del curso de 1899, presentó una tesis dirigida por el mismo Dellepiane y Rodolfo Rivarola en 1901 (Denot 2006, 206). Su análisis del movimiento feminista arrojaba luces acerca de las estrategias para sostener el cursus honorum en un medio que desacreditaba esa propuesta. Tras un primer rechazo y tres mesas examinadoras, a lo largo de una Introducción y dieciséis capítulos, la autora se ciñó al canon de las investigaciones y las normas implícitas de la institución. Con acierto se afirma que se trataba del “programa político de una vanguardista prudente” (Gago 2008) detallando la historia universal de la mujer y los movimientos europeos y americanos. Si bien evitaba la defensa de la ampliación de los derechos políticos, bregaba por una inserción social de la mujer que la emancipara de la ignorancia que la esclavizaba.

Las librerías de Buenos Aires y el circuito anarquista

Las exploraciones de Palacios y el objeto de su estudio, la miseria y los trabajadores, guardaban una estrecha relación con las preocupaciones del movimiento anarquista de los años 1870 cuando se formaba una nueva hegemonía política que, a la postre, se traduciría en una estrategia diferente de la lucha revolucionaria. Tras la expulsión de Mijail Bakunin (1814-1876) de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1872, los sucesivos fracasos destinados a reagrupar una internacional anarco colectivista acentuaron la dispersión de quienes habían sostenido, hasta ese entonces, un pensamiento que prolongaba al antiguo romanticismo.

En la década siguiente esos debates europeos se canalizaron en Buenos Aires a través de una rudimentaria distribución de folletos y prensa de origen español, francés e italiano. El dirigente belga Émile Piette, uno de los secretarios del congreso de Verviers convocado por el anarco colectivismo en 1877, instaló en 1885 la Librería Internacional en Barracas al Sur que se transformó en un centro de reunión de emigrados, entre ellos, Gérard Gérombou que también había actuado en Verviers (Zaragoza 1996, 80-81). Aún en julio de 1888 conservaban su antigua identidad en Buenos Aires, L’Éticelle de Verviers, cuando participaron en una reunión conmemorativa de los mártires de Chicago (Enckell 2014). Más tarde, formaron parte del comité editorial del periódico La Liberté cuyo primer número apareció en enero de 1893 aunque, a pesar de todos estos esfuerzos, en esas fechas todavía “no existía un circuito específico de circulación del libro” (Domínguez Rubio 2018, 20).

La literatura del movimiento anarquista circularía por amplios canales tras la llegada a Buenos Aires en 1893 de Fortunato Serantoni (1856-1908), fundador en Barcelona de la revista Revolución Social, que muy pronto publicó un periódico en idioma italiano La Riscossa que perduró hasta 1894. En julio de este último año, inició un nuevo proyecto editorial con la reedición de La Questione Sociale, la antigua publicación de Errico Malatesta, una revista teórica mensual impulsora del anarquismo organizacionista que pronto se transformó en bilingüe. Esa publicación fue contemporánea de El Oprimido (1894-1897) del médico Juan Creaghe de cuya continuidad se encargó el mismo Serantoni en 1895. Este grupo de publicaciones propició la creación de organizaciones obreras libertarias y sociedades de resistencia que desembocaron en la ruptura entre el anarco-comunismo y el anarco-individualismo.

A la par de estas iniciativas, Serantoni inauguró la Librería Sociológica en la antigua calle Corrientes, un espacio destacado del anarquismo hasta 1902, año en que huyó de la Argentina (Souza Cunha 2016). A través de ella, Palacios accedió a las publicaciones de La Révolte que Jean Grave, de oficio artesano zapatero, había fundado en París en 1887. Algunos de los títulos editados por esa revista quincenal aparecerían en el catálogo de Buenos Aires, entre ellos, La Societé au lendamain de la révolution de Jean Grave y dos títulos de Piotr Kropotkin (1842-1921), Paroles d’un revolté de 1885 y Les Temps nouveaux que reproducía su conferencia de Londres de 1894 (Souza Cunha 2019). La circulación no se detendría allí sino que abarcaría otros títulos del movimiento comunista anárquico de París vinculado tanto a un amplio espectro de artistas, poetas y escritores como a un frente político progresista. Tras la clausura de La Révolte y la persecución de dirigentes y activistas, aparecería otra publicación, aún más consistente en la promoción en el largo plazo de un canon artístico y literario anarquista, la revista Les temps nouveaux que desde 1895 dirigiría el mismo Jean Grave (Bantman 2017, 455) 3.3

Las huellas del anarco comunismo en La Miseria en la República Argentina (1900)

El texto de Alfredo L. Palacios se inscribe en una trayectoria de artículos muy diversos que incursionaron en los oficios de la ciudad de Buenos Aires en talleres, manufacturas, fábricas y servicios. Había sido precedido en 1898 por las indagaciones del obrero pintor Adrián Patroni (1867-1950) Los trabajadores en la Argentina que inauguraron los estudios en profundidad de la situación de la clase obrera en el país.

Hoy es posible destacar la enorme influencia del anarco comunismo en las reflexiones de Palacios en el 1900, tanto que iniciaba su tesis con un parágrafo de Ricardo Mella (1861-1925), el traductor al español de Dios y el Estado, una obra inconclusa de Mijail Bakunin. Esa cita sería inhallable en la multitud de los artículos de este periodista publicados en España, Estados Unidos y Argentina, si no perteneciera a su Lombroso y los anarquistas. Refutación, editado en 1896 por la revista Ciencia Social de Barcelona, traducido al italiano y difundido en sucesivas entregas por el periódico L’Avvenire de Buenos Aires entre 1895 y 1904. Allí desarrollaba una síntesis de las ideas anarquistas en torno de la fuerza, un concepto concebido como el único instrumento de redención y de satisfacción de las necesidades materiales en aras del objetivo final de una revolución que no era metafísica sino que, muy por el contrario, se proponía desplazar las resistencias e imponer la civilización y el progreso, la solidaridad y las condiciones naturales de la paz y la fraternidad.

“La próxima revolución, debe, ante todo y sobre todo apagar todas las hambres: hambre física, hambre intelectual, hambre moral. Dese a todos el pan, primeramente el pan, el combustible necesario para que la máquina funcione. Que si alguna vez falta sea porque todos hayan saciado el hambre heredada siglo tras siglo y de generación en generación” (Mella 1896, 67).

Esas reflexiones se inspiraban en La conquista del pan de Kropotkin cuya edición francesa se remontaba a 1892 con un prólogo de Élisée Reclus, muy pronto traducida al español por la editorial La España Moderna de Madrid en 1893 y en 1894 por la Juventud Comunista Anarquista en Buenos Aires (Oyón 2014, 106). La interpretación que ofrecía Mella del pensamiento de Kropotkin subrayaba la necesidad de que el pueblo se organizara por sí mismo dirigiendo las tareas y sustituyendo la cooperación forzosa con la cooperación voluntaria.

Palacios adoptó la interpretación de Mella sobre los atentados en Europa para criticar las tipologías de Cesare Lombroso o de Max Nordau de la asimetría craneana o la degeneración por atrofia. Algunas de sus frases poseían el sello de la cosmovisión anarquista: “El pobre desfallece de inanición. El rico en su banquete saborea los manjares”. Imágenes que ofrecían una síntesis de los antagonismos sociales que impedían calificar a los magnicidas de idiotas, locos morales o epilépticos. “Caserio el bueno; Lucheni, el humilde; Vaillant, Henry, Angiolillo no son delincuentes natos, no son degenerados, son hambrientos” (Palacios 1988, 50). La zaga de los atentados de 1894 y 1897 se completaba con el realizado por Luigi Lucheni que en 1898 apuñaló a la emperatriz austro-húngara Isabel de Baviera. Palacios excluía de ese listado a Ravachol que, tras varios saqueos y crímenes, se transformó en un propagandista por los hechos con sus atentados dinamiteros destinados a vengar los fusilamientos de los obreros de Fourmies y la represión de Clichy del 1º de mayo de 1891.

Estos razonamientos no eran ajenos a las declaraciones de Pedro Acciarito condenado por atentar contra el rey de Italia ni a la carta de Kropotkin analizando el caso Lucheni (García Costa 1988, 34). En la nota “El proceso de un hambriento” Acciarito reflexionaba: “Mientras que considerables sumas son derrochadas en futilidades y crímenes, yo moría de miseria. ¿Debía yo inclinarme sin protestar ante la muerte por el hambre, decretada contra mi persona por una detestable organización social? ¿Debía yo someterme y desaparecer sin rebelarme?” (La Protesta Humana 1897, 3). En “Sobre la tragedia de Ginebra” Kropotkin lamentaba la muerte de la emperatriz de Austria, una “nueva víctima de la lucha social” aunque explicaba los orígenes del crimen: “Es absurdo pedir a los pobres que lleguen a una concepción de la vida social que no han alcanzado, hasta ahora, los hombres más instruidos” (Ibid. 1898, 49).

Una segunda cita de Mella insertada en la sección “Alimento del obrero. Inversión del salario”, recordaba la prioridad del pan, el primero de todos los bienes. Una familia de Buenos Aires donde trabajaba el matrimonio y el hijo mayor de trece años, no alcanzaba a equilibrar el presupuesto a pesar que no consumía té ni café, ni vino, ni arroz, ni aceite, no leía diarios, no visitaba al médico o al boticario y el hombre jamás atravesaba el dintel de la taberna. Y todo ello gracias a la “carestía del pan” que se originaba en la exportación del trigo al exterior y a la “carestía de la carne” que nacía con la enorme masa de “intermediarios que no son sino parásitos sociales, producto neto del actual sistema económico” (Palacios 1988, 97).

Esa presencia del anarco comunismo cerraba el último capítulo de la tesis, “Lo que debe hacer el obrero de nuestro país en presencia del actual orden de cosas”, con una reflexión de Kropotkin en torno de la densidad de los tiempos revolucionarios algunos de cuyos desplazamientos no se inscribían en el largo plazo sino que pertenecían al orden inmediato de las coyunturas. “Es cuestión no de siglos sino de años solamente. Un poco de tiempo y de energía de ataque. Los perezosos no hacen la historia, la soportan”. Una convicción que Palacios hacía propia reforzando sus advertencias acerca de los peligros que acechaban al “cuarto estado” debilitado por el exceso de las tareas en los talleres sin luz ni oxígeno, habitando pocilgas, padeciendo desnutrición y consumiendo el alcohol que lo estragaba (1988, 110-112). Males que solo podrían ser enfrentados si se corregía el escaso espíritu de asociación de los obreros que les impedía concentrarse en un todo orgánico formando “una fuerza viva y temible”.

La recepción de Karl Marx en Buenos Aires en la década de 1890

En 1893 se publicó en Buenos Aires el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels en una edición organizada por El Socialista, un periódico identificado con la socialdemocracia alemana y orientado hacia la formación de un partido de acción política reformista que dejó de editarse el 1º de mayo de 1893, casi al mismo tiempo que El obrero. Ambos fueron precursores de La Vanguardia que, fundado en abril de 1894 por Juan B. Justo, adhería al socialismo científico como “defensor de la clase trabajadora” (Martínez Mazzola 2005). A la par de este proceso, en abril de ese año, los grupos socialistas que coexistían en la Argentina se confederaron en formación del Partido Socialista Obrero Internacional del que surgiría en 1896 el Partido Socialista Obrero Argentino, un nombre que se simplificó en Partido Socialista.

Palacios, a la vez que recogía estadísticas de los jornales que percibían los trabajadores en Buenos Aires, las interpretaba a luz de las lecturas del primer tomo de la 4ª edición alemana de El Capital de Karl Marx traducido por Juan B. Justo (1865-1928) y publicado en cuadernillos quincenales por iniciativa del socialista español García Quejido en Madrid entre septiembre de 1897 y diciembre de 1898. Sus reflexiones, extraídas del capítulo VIII dedicado a la jornada de trabajo, se referían a la hambruna de plustrabajo originada en el monopolio de los medios de producción detentados por una parte de la sociedad a través de múltiples figuras históricas, ya sea, el aristócrata ateniense, el teócrata etrusco, el ciudadano romano, el barón normando, el esclavista norteamericano, el boyardo valaco, el terrateniente moderno o el capitalista. Frente a ellos el trabajador, libre o no, estaba obligado a producir otra cantidad de tiempo de trabajo destinada a la subsistencia de aquellos (Marx 1975, 282).

El otro texto de consulta fue el resumen de El Capital de Gabriel Deville (1854-1940), un teórico francés que en la década de 1880 apoyó una tendencia del marxismo ortodoxo, el Parti Ouvrier Français. Publicado en 1883 por la editorial Flamarion se tradujo al español en 1887. Es verosímil que Palacios también haya accedido a la edición francesa de M. J. Roy cuyos primeros cinco fascículos fueron remitidos en 1873 por Marx desde Londres a Raymond Wilmart (Tarcus 2007, 88). Esa versión francesa se basaba en la segunda edición alemana que apareció en fascículos entre junio de 1872 y mayo de 1873.

En esa época, Palacios permanecía al margen del Partido Socialista y los primeros acercamientos se producirían tras el rechazo de su tesis. Si bien los socialistas invitaban a Palacios a incorporarse, aquel rechazaba la idea porque, afirmaba, no era “menester inscribirse en una agrupación para dar pruebas de convicciones socialistas”, resistencia que desagradaba a la dirección del partido pero que se mantuvo hasta muy entrado el año 1901 (Poy 2017, 3 y ss).

En los capítulos “Salarios” y “La ley de los salarios”, se reproducían las estadísticas del enviado extraordinario de los Estados Unidos en Buenos Aires William I. Buchanan y de Adrián Patroni que comprendían el período de 1886 y 1896. A la luz de una desocupación que estimaba en cuarenta mil obreros, Palacios calculaba que unas cien mil mujeres y cincuenta mil niños invadían los talleres “en busca de un sustento” provocando, así, la reducción del salario por debajo del mínimo de subsistencia hasta cubrir “apenas lo imprescindible para impedir que el proletario muera inmediatamente de hambre o de frío” (1988, 106. Subrayado en el original). Ya en 1896 se advertía el fenómeno de la desocupación forzada que pronto, en 1897, fue aceptada por La Vanguardia. La novedad de los obreros sin trabajo obligaba a avanzar en dirección de otras formulaciones que desembocarían en la noción de un grupo social “desocupado” para definir la cuestión específica de la población sumergida en el no-trabajo involuntario (Dimarco 2019, 103).

Tras la Gran Guerra, Palacios regresaría a estas proposiciones de El Capital a propósito del primer capítulo de La Fatiga y sus proyecciones sociales donde reproducía las líneas generales de los efectos que provocaba la innovación tecnológica al prolongar la jornada de trabajo en la transición del maquinismo a la gran industria. En el capítulo XIII, Marx acudía a la metáfora de una nueva edad de oro en la que los árboles y las cosechas entregaban sus frutos sin que el hombre se esforzara. “Una nueva aurea aetas” que el poeta Antípatro celebraba con la liberación de las molineras de sus tareas gracias a la invención del molino hidráulico destinado a la molienda del trigo4. Un poeta al que acudieron Paul Lafargue (1842-1911) en El derecho a la pereza al analizar las consecuencias del exceso de producción y Ferdinand Lasalle (1825-1864), a los que Palacios reprochaba incursionar por la obra de Marx sin citarla (1944, 32).4

La influencia de la medicina del siglo XVIII

En el apartado “El obrero en el taller” Palacios acudió al Tratado sobre las enfermedades de los trabajadores del médico Bernardino Ramazzini (1633-1714), publicado en latín en 1700 que, hacia el final del siglo XIX ya era reconocido como el primero en interesarse por esas cuestiones, largo tiempo soslayadas por quienes atenuaban u ocultaban el interés que ofrecían sus investigaciones. Algunos fundadores del higienismo durante los años 1830 y 1840 afirmaban que Ramazzini exageraba las relaciones entre las enfermedades y las profesiones. Preocupados por evitar las trabas al desarrollo industrial, reducían las posibles secuelas en el cuerpo humano con un encuadre optimista de las operaciones industriales (Vincent 2012). Esa conclusión sería removida cuando los argumentos destinados a desmentir las intoxicaciones derivadas de las materias primas utilizadas en la industria no se compadecían con la realidad (Le Roux 2011). El espectáculo parisino de las tareas sin descanso y de las enfermedades sin derechos, reactualizó el Tratado en el último cuarto del siglo XIX. Uno de esos autores, Henri Napias (1842-1901), el que mayor influencia ejerció en Palacios, subrayaba que algunas profesiones se habían convertido en una fuente de males para los desafortunados artesanos que morían maldiciendo sus ingratas tareas (1876, 34).

La primera traducción de Ramazzini al castellano se demoró hasta el siglo XX5 . Las versiones accesibles a Palacios se remontaban a una época lejana, a la edición francesa de 1777 de A. de Fourcroy reeditada varias veces hasta 1855, a la traducción francesa de 1822 de P. Patissier, y a la traducción italiana de 1745 y sus reediciones, a la traducción parcial de la versión francesa de 1777 realizada por G. Antonelli en Venecia en 1845 y, por último, a la publicada en Venecia en 1857 (Baldessaroni y Carnevale 2015, 149). A la luz de estas dificultades se comprende que casi no se extendiera en las contribuciones de Ramazzini a quien recordaba por advertir “la influencia perniciosa de los talleres” (Palacios 1988, 88).

A lo largo del Tratado, Ramazzini expuso las dos cualidades que definían a los talleres más nocivos. Eran sórdidos y hediondos donde “sórdido” (sordidus) indicaba lo sucio y oscuro o lo asqueroso en su sentido moral, en tanto que “hediondo” (foetidus) definía lo fétido y pestilente. Ciertas tareas reunían ambas condiciones y se definían como “oficios sórdidos”. Se desarrollaban en lugares nauseabundos “que son auténticas pestes del olfato”. En esos espacios en los que se laboraba entre la suciedad y el olor, trabajaban los aceiteros, curtidores, carniceros, salazoneros de pescado, adobadores en salmuera, fabricantes de velas de sebo y los queseros. “He de reconocer que, cada vez que entré en alguno de tales lugares, sentí revolvérseme el estómago en no pequeña medida y que no pude soportar la hediondez del olor por mucho tiempo, sin ser víctima de dolor de cabeza o de algún tipo de vómito” (Ramazzini 2012, 83). Estos oficios identificados con los tipos de trabajo muy penosos requerían habilidades y destrezas particulares que agrupaban a estos trabajadores en el género de los “artesanos sórdidos” (Ibid, 83). En los cincuenta y dos oficios que analizaba, el origen de las enfermedades se reducía a dos causas principales. Una de ellas derivaba de las materias primas que se procesaban y de las condiciones del medio, de la atmósfera nociva y del agua contaminada, mientras que la restante dependía de las violencias a las que se sometía el cuerpo por las posiciones que se adoptaban y los esfuerzos que se realizaban.

Algunos de los oficios retratados por Ramazzini no diferían de las condiciones laborales del trabajo artesanal y fabril de Buenos Aires, una de las capitales prósperas de la periferia del capitalismo. “Los talleres en Buenos Aires en su casi totalidad anti-higiénicos, donde el proletariado pasa doce horas del día, determinan como consecuencia lógica la miseria fisio y psicológica del obrero” (Palacios 1988, 88). Eran lugares estrechos y reducidos en los que se trabajaba respirando un aire viciado por las moléculas en suspensión y con luz insuficiente. En estos talleres, la insalubridad acarreaba la muerte prematura de los obreros transformados en nuevos “esclavos libres”, habitantes de fábricas asimiladas a cárceles suavizadas de acuerdo con una metáfora de Fourier, dirigidas por autócratas que dictaban rigurosos códigos disciplinarios destinados a reducir los magros salarios. “Los patrones que tienen sus talleres en el centro de la ciudad aglomeran a los obreros de la manera más inicua, basados en que los subidos alquileres que tiene que pagar por los locales, no les permitiría sostener la concurrencia si así no lo hicieran” (Ibid., 89). En sótanos húmedos alumbrados con luz eléctrica todo el día y con pésima aireación originada en la circulación y concentración en el ambiente de sustancias físicas y químicas, al margen de los consejos difundidos por los higienistas, los obreros se exponían “a gérmenes patógenos” que preparaban sus cuerpos para uno de los males de la época, la tisis.

El modelo del higienismo francés

Los análisis de Palacios de la situación de la clase obrera en los talleres y las fábricas de Buenos Aires se realizaron con el telón de fondo de los sondeos de los médicos higienistas de París que escribían en la época de la tercera república francesa. Esos estudios recogían medio siglo de investigaciones comparando la mortalidad y la natalidad en los distritos más encumbrados y menos favorecidos, comprobando que unos y otros, ricos y pobres ocupaban los dos extremos de la escala social. Con las cifras registradas desde los primeros años del imperio francés llegaron a formularse hipótesis en torno de la cantidad de individuos que en el futuro morirían en los hospicios y los hospitales. La posición ocupada en la estructura productiva acarreaba consecuencias en la esperanza de vida: el crecimiento de los ingresos dilataba el ciclo de la vida y favorecía la reducción de la mortalidad, una evidencia que chocaba con el registro opuesto de las profesiones que condenaban a hombres y mujeres a sucumbir muy jóvenes, muchos de ellos antes de los cincuenta años.

Las consultas de Palacios a los diagnósticos de los médicos europeos contrastan con las nulas referencias hacia el higienismo en la Argentina que, en una primera etapa, se concentró en el impacto del medio en la salud proponiendo soluciones de saneamiento con las obras públicas destinadas a la distribución del agua potable, los desagües cloacales, los pozos negros y el tratamiento de los residuos. La putrefacción de las materias orgánicas animales y vegetales, los efluvios o los miasmas, aún ofrecían una explicación del origen de las enfermedades en la agenda oficial donde asomaban las cuestiones propias de la higiene social, entre ellas, el conventillo.

En buena medida, se apoyaba en las observaciones del higienista Henri Napias volcadas en una obra de síntesis, Le mal de misère: étude d’hygiène sociale (1876), que subrayaba la dramática esperanza de vida de las capas empobrecidas de la población. En ella Palacios descubrió las preocupaciones por las condiciones de vida y de trabajo imperantes en las principales capitales europeas. Esa lectura le permitió internarse en la etiología de las enfermedades del trabajo que, a pesar de los matices, concentraba las coincidencias de autores muy diversos en torno de la posición social y la riqueza entre las principales determinaciones de la higiene social. Napias brindaba un modelo para razonar y explorar el origen de las patologías profesionales, una guía para el estudio de las experiencias laborales que Palacios desarrolló en el río de La Plata como un duplicado de las conclusiones de Le mal de misère, una obra que repasaba la morbimortalidad de la población parisina durante ese extenso período que cubre la primera mitad del siglo XIX, desde la derrota del Imperio napoleónico hasta la Segunda República, intentando explicar los “defectos sociales” que comenzaban a condensarse en esa noción tan vaga como compleja de la cuestión social. Es posible que Palacios también leyera L’etude et les progrès de l’hygiène en France: de 1878 a 1882 que el mismo autor escribió en colaboración con A. J. Martín.

Estos trabajos proponían un modelo de causalidades, una etiología de las enfermedades en el mundo artesanal y fabril del Buenos Aires de 1900. Si bien muchas lecturas distaban de ser posibles, a menudo ellas ingresaban en los espacios intelectuales gracias a los comentarios y las alusiones o las referencias. En ocasiones, ofrecían un puente hacia ese pasado remoto en el que surgieron las primeras preocupaciones por la diversidad de la esperanza de vida en Europa, indagaciones que ya eran familiares en pleno período de la Restauración, desde 1814 con la proclamación de Luis XVIII hasta la caída de Carlos X en 1830. Esas lecciones del capitalismo tardío francés en una región de nuevo poblamiento, la pampa húmeda, adelantaban las amenazas de un futuro cuando aún las enfermedades laborales no conformaban un problema y se intentaba avanzar en dirección de las grandes soluciones urbanas en el control de las epidemias.

Aunque Palacios brindaba escasas noticias de las obras consultadas, recordaba a Louis-François Benoiston de Châteauneuf (1776-1856) a la hora de reflexionar sobre los obreros en los talleres de Buenos Aires, un demógrafo cuyas observaciones cubrían la primera mitad del siglo XIX (Napias 1876, 35-49). En tanto miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas diseñó encuestas de los nexos entre las enfermedades y los oficios que se remontaban a 1817. Sus conclusiones respecto de la natalidad y el ciclo de la vida de los pobres y los ricos no arrojaban dudas en torno de la manera desigual que la riqueza y la pobreza contribuían a la muerte. Esas exploraciones acerca de la mortalidad comparada entre las diversas capas de la población parisina contribuyeron a evitar las simplificaciones alrededor de la escala de la vida, fuera ella breve o dilatada, que la reducían a una cuestión natural, una conclusión que desdeñaba la intersección entre la naturaleza y la cultura. Los contrastes de la fortuna y la miseria permitieron demostrar que la existencia dependía del nivel de la riqueza aún en el ejemplo extremo, el flagelo de la tisis, con una mortalidad muy aguda en las capas bajas de la población frente a los escasos decesos en las clases acomodadas.

Las enfermedades laborales en los talleres de Buenos Aires

El grueso de los ejemplos utilizados por Palacios no se originó en sus observaciones. La bibliografía consultada le permitió destacar las enfermedades y las deformidades provocadas por las posiciones violentas durante diez o doce horas de trabajo, entre ellas, desde las varices en los miembros inferiores de los afiladores hasta las hemorragias pulmonares, gastralgias, gastritis y cánceres de píloro de los zapateros que trabajaban encorvados con un punto de apoyo en el pecho y en el estómago. O cuando alertaba respecto de los elementos químicos y las sustancias nocivas del organismo como el fósforo y los polvos sulfurosos, las gastritis causada por el arsénico, las úlceras en la boca y los temblores provocados por el mercurio y sus sales, las lesiones en el tabique nasal originadas en el bicromato de potasa y los cólicos, las neuralgias y las parálisis estimuladas por las manipulaciones del plomo.

En un orden mucho más amplio, la tesis reiteraba el paradigma de los miasmas con su fórmula de los “aires malsanos” emanados del suelo y de las aguas que en el siglo XVII desarrolló el médico inglés Thomas Sydenham (1624-1689). Si bien esas ideas ya comenzaban a ser sustituidas por la teoría germinal de Louis Pasteur (1822-1895) y por los descubrimientos de los microorganismos de la lepra en 1873, la malaria en 1880, la tuberculosis en 1882 y el cólera en 1883, aún no se abandonaba la creencia que el agente causal de las dolencias eran esos efluvios dañinos.

Esas referencias suplían las escasas conclusiones acerca de la insalubridad laboral que se desprendían del trabajo de campo en los talleres, apenas un par de referencias específicas entre las numerosas observaciones generales. Entre ellas, los apuntes en una fábrica de cigarros donde una obrera, casi una niña “de aspecto enfermizo” colocaba unas treinta mil hojas de cartón por día para envolver el tabaco y el movimiento de sus brazos no se diferenciaba de la máquina que marchaba sin detenerse. O, un testimonio de la Compañía Nacional de Tejidos y Sombreros que a pesar de sus destacadas condiciones de higiene, no impedía el desarrollo de “penosas enfermedades” provocadas por la aspiración del pelo de conejo o el uso de ácido sulfúrico diluido en agua caliente utilizado por los conformadores de sombreros (Palacios 1988, 68-72).

Sobreexplotación y discriminación del trabajo femenino

En el capítulo “Trabajo de las mujeres” analizaba la multitud de obreras ocupadas en la Intendencia de Guerra, sastrerías, casas de modistas y lencerías “encorvadas en las mesas de trabajo, tristes y silenciosas, agotando sus fuerzas físicas e intelectuales”, mujeres que habían ingresado al mercado de trabajo impulsadas por el salario insuficiente de los hombres, urgidas de equilibrar las necesidades familiares. Una multitud que se completaba con las pequeñas obreras gratuitas o con un salario muy restringido a cambio de la educación que se les ofrecía. Obreras que en diversas ramas de la actividad percibían un ingreso inferior por una cuestión de género, muy a pesar que el empleador con un costo menor embolsaba ganancias similares al trabajo de los hombres. Diversos fabricantes admitían que ellas eran muy prolijas y ponderaban esa calidad superior de su trabajo, una confesión que chocaba con la presunción general y con la creencia de una productividad inferior que habilitaba una paga menor (Palacios 1988, 77).

En la Compañía Nacional de Tejidos y Sombreros y en los talleres de empresas similares, el contingente de obreras superaba con creces a los obreros. Percibían una retribución insignificante por la tejeduría de punto, mientras que en la Fábrica General de Fósforos, en un parágrafo suprimido por Raymond Wilmart, los fabricantes practicaban un sweating system porteño admitiendo que las mujeres aceptaban las presiones hacia la reducción del salario mucho más que los hombres. Los empleadores echaban mano del supuesto de las necesidades diferentes de las mujeres y los hombres para explicar que ellas continuaban en actividad con un salario en el mínimo de subsistencia necesario. Una conclusión que remitía a una cuestión de género. La mujer por “su sexo tiene otros medios de existencia además de su jornal”. No se trataba de condiciones estructurales de la esfera de la producción —la productividad de ambos sexos era similar— sino de una categoría externa al taller: “¿Y cuál es entonces la razón por la que Ud. les paga menos salarios? — Porque son mujeres” (Palacios 1988, 78). En la primera década del siglo XX, a la luz del paradigma cultural de la domesticidad femenina se agravaba la desigualdad salarial originada en el género y persistía la imagen de un salario femenino complementario del masculino. A la vez, la expansión de la actividad económica y el crecimiento de los conflictos “habría posibilitado el aumento de los salarios masculinos en mayor medida que los femeninos” (Cuesta 2020, 17).

En una región que ingresaba en la división internacional del trabajo con su oferta de bienes salario, esa discriminación clasificaba a la mujer en la categoría de “no trabajadora”. Se sospechaba que las cifras del Censo de la República Argentina de 1895 no registraban el total de los contingentes de la población femenina ocupada en la manufactura habida cuenta de las sanciones sociales que existían. Una cantidad indeterminada de mujeres de las lencerías y las grandes tiendas trabajaba de incógnito y se ocultaban por temor al desprecio a pesar de la visible “palidez anémica”, un indicio de su condición de trabajadoras. Usaban sombrero y vestían “casi con corrección, obreras mil veces más desgraciadas que las otras porque nuestra imbécil sociedad distinguida las obliga a esconderse so pena de repudiarlas de su seno” (Palacios 1988, 78. Subrayado en el original).

Conventillos y casas de inquilinatos.

En el 1900, la preocupación por la precariedad de la vivienda obrera persistía entre los higienistas. En una obra muy temprana, el Curso de Higiene Pública, Eduardo Wilde (1844-1913) subrayaba la obligación del Estado para proveer agua pura, pan con sustancias alimenticias y casas saludables y bien aireadas. Objetivos que escapaban a la iniciativa del habitante pobre, necesidades que solo podrían ser satisfechas con un orden colectivo: “los edificios destinados a las clases obreras, serán construidos de tal o cual manera; el pan pesará tanto y el agua será gratuitamente distribuida en los surtidores públicos. Los pobres no pueden proporcionarse buen pan; pero es necesario que no puedan proporcionárselo malo; y ¿cómo conseguirá esto el gobierno? Impidiendo que se expenda pan malo; vigilando su fabricación y reglamentando su peso” (1885, 9. Subrayado en el original).

Tras la experiencia de la epidemia de fiebre amarilla de 1871, Guillermo Rawson (1821-1890) comenzó a analizar las condiciones de la habitación obrera. En el Estudio sobre las casas de inquilinato de Buenos Aires imaginaba una travesía por la vida cotidiana de la gente sumida en la miseria. “Pero sigámoslos, aunque sea con el pensamiento, hasta la desolada mansión que los alberga; entremos con ellos a ese recinto oscuro, estrecho, húmedo e infecto donde pasan sus horas, donde viven, donde duermen, donde sufren los dolores de la enfermedad y donde los alcanza la muerte prematura; y entonces nos sentiremos conmovidos hasta lo más profundo del alma, no solo por la compasión intensísima que ese espectáculo despierta, sino por el horror de semejante condición” (1891, 107-108). Dolencias que no concluían allí sino que, en esa caminata tras las huellas de las emanaciones, Rawson descubría cómo se propagaban desde esos cuartos a través de la atmósfera y se difundían hasta las lujosas mansiones cuyos habitantes se creían a salvo de las pestes porque respetaban los preceptos de la higiene.

A la omisión de Palacios de esa primera red de médicos que actuaron en las epidemias de cólera y de fiebre amarilla, ahora se añadía el silencio hacia la reciente escuela del higienismo social. Entre ellos, Emilio Coni (1855-1927) que en 1891 presentó un informe a propósito de las viviendas insalubres y las enfermedades epidémicas en el congreso de higiene y demografía de Londres, y Samuel Gache (1859-1907) que en 1895, en la Climatologie médicale de la République Argentine et des villes d’Amérique, abordaba los detalles estadísticos de la morbimortalidad y la fiebre tifoidea en la ciudad de Buenos Aires.

Indagar en estas cuestiones obligaría a reflexionar en torno de la validación de los conocimientos y la jerarquía de los centros del exterior frente a la trayectoria aún muy reciente de las instituciones locales. La única consulta de Palacios se reducía a “Los tuberculosos en los conventillos”, un artículo publicado en la revista Semana Médica en agosto de 1899 que aconsejaba la construcción de casas de obreros y la desinfección de los hogares, una tarea que ya se realizaba en tranvías y trenes. Las cifras de la frecuencia de la tuberculosis, lejos de ser exageradas, eran gravísimas conforme lo demostraban las autopsias que contradecían los diagnósticos de las causas de muerte por bronquitis, neumonía o pleuresía. Es significativo el subregistro de la información recolectada por Palacios comparada con el Censo General de la ciudad de Buenos Aires de 1904. Consignaba una cifra de inquilinatos en 1900 similar a las estadísticas de 1880 y 1883 (Rawson 1891, 141) o, peor aún, inferior al Censo de 1895.

El modelo urbano de Buenos Aires de estos estudios suponía una dualidad. Así lo describía Adrián Patroni en quien Palacios veía un “incansable propagandista e inteligente obrero” por su exploración de las condiciones de vida de la clase obrera en la Argentina, la primera en el género. En ese texto, escrito en 1898, se subrayaban los contrastes de la geografía de una ciudad en la que proliferaban viviendas semejantes a palomares con habitaciones o celdas ocupadas por familias numerosas o por hombres solos en los que se albergaban alrededor de ciento cincuenta personas. Verdaderos “focos de infección” con la escarlatina, la difteria, la fiebre tifoidea o la tuberculosis sembradas en los muros y los pavimentos y con los chicos en eterna algarabía desde muy temprano por la mañana hasta las nueve de la noche. Muchos de ellos semidesnudos gateando por los patios con cuanto residuo encontraban en la boca. Frente a la ciudad opulenta y soberbia, esta otra desheredada e indigente cuyos “niños pálidos, sin luz, sin aire exhiben en sus angelicales rostros los signos de la anemia y en quienes la muerte se ensaña justamente por falta de resistencia y de los recursos” (Patroni 1990, II 193-194).

Sucios, harapientos y desgreñados

Una vez que los talleres quedaron atrás, otras fisonomías muy distantes del artesano o del obrero poblaban los extramuros en los que se descargan los residuos urbanos que, en el pasado, eran recolectados por empresarios contratados encargados de recuperar objetos, retornarlos al mercado y quemar el resto. Ese proceso fue migrando desde el casco de la ciudad hacia los suburbios hasta penetrar en una amplia zona despoblada de escaso valor económico e inundable, al sudoeste del Matadero de la Convalecencia, nombre que derivaba del nosocomio dirigido por los padres betlemitas en el siglo XVIII.

Esas antiguas faenas de ganado de los años 1830 fueron recreadas por Esteban Echeverría en El Matadero, una historia que Juan María Gutiérrez publicó recién en 1871, en la época que los abastos se alejaron en dirección del sur-este, a los Nuevos Mataderos del Sud o de los Corrales Nuevos que, hacia 1872, ocuparon unas manzanas del actual Parque de los Patricios (Toranzo Calderón 2017, 81). En los antiguos terrenos abandonados se diseñó el Parque España frente al Hospicio de los Inválidos inaugurado en 1868 destinado a la atención de los heridos de la Guerra del Paraguay, a escasos centenares de metros del Hospicio de San Buena Ventura, una casa de dementes inaugurada en 1863 que se transformaría en el Hospicio de las Mercedes.

Ya en esa época, el crecimiento de la ciudad transformó la escala de los residuos que, en 1873, se centralizaron en un depósito cercano a la plaza Once de Septiembre. Desde allí se transportaban hasta el antiguo Camino de la Cina-Cina, la actual avenida Amancio Alcorta y Zavaleta, la única calle que penetraba en la Quema. En el acarreo de la basura se utilizaba un ramal del Ferrocarril del Oeste, destinado en 1869 a la carga de los materiales desembarcados en el Riachuelo. Con la clausura del depósito en 1888 desapareció el “tren de la basura” aunque subsistió hasta 1895 afectado al transporte de cargas (González Losada 2017, 34). El espectáculo al que asistía Palacios corresponde a una etapa posterior cuando los desperdicios se trasladaban en carros colectores, alrededor de mil, que durante el día recorrían la ciudad hasta el Vaciadero donde trabajaban los “desgraciados” clasificando los deshechos urbanos y quemando la basura a fuego lento al aire libre. “La atmósfera está infectada porque el calor y la humedad han descompuesto los residuos vegetales y animales”. Escarbando en los deshechos pululaban hombres, mujeres y niños separando trapos, pedazos de hierro, de plomo, de zinc, latas, vasijas, zapatos o sombreros y rescatando objetos útiles que luego revendían (Palacios 1988, 74).

Una imagen fantasmagórica retrataba a los trabajadores amontonando los detritos en unas amplias parrillas de hierro. “Sucios, harapientos, envueltos en una humareda acre y asfixiante con la cabellera desgreñada, empuñando los largos rastrillos y enterrados hasta la rodilla entre la movible montaña de inmundicias, parecen seres extraños a la especie humana” (Ibid, 74). Las tareas se dividían en varias categorías específicas de trabajadores. Ciruja, una palabra que deriva de cirujano, o cateador era aquel que separaba los residuos con un garfio o un rastrillo. En la primera selección gruesa se clasificaban los materiales de valor según su tipo, ya sea, metales, papeles, cartones, vidrios rotos blancos, verdes y azules, botellas y frascos (Paiva 2006, 119-120). Las cirujas que se albergaban en las viviendas precarias de la zona aledaña de lagunas y bañados se apodaban “raneros” porque vivían en el barrio de las Ranas o de las Latas, un caserío de refugios hechos con cajones de madera y latas de kerosene o nafta a menudo rellenas con barro. Un “pueblo” en la nomenclatura policial que, hacia 1905, registraba alrededor de trescientas personas (González Losada 2017, 34).

La Fatiga y sus proyecciones sociales (1922)

Las penurias físicas e intelectuales de los trabajadores y las ruinas morales provocadas por el agobio fueron denunciadas en la tesis una y otra vez. Entre los contemporáneos, también José Ingenieros (1877-1925) se preocupaba por el sobretrabajo y, mientras que Elvira Rawson de Dellepiane (1867-1954) acuñaba la idea de las “mujeres máquinas” explotadas en los talleres de costura o Augusto Bunge (1877-1943) subrayaba las afecciones originadas en la sobrecarga y la intensidad del trabajo (Armus 2007, 118). Tiempo más tarde, otros autores se orientaron en dirección de la hibridación del discurso científico y las proposiciones morales y políticas. Así, Enrique Romero Brest (1873-1958) con El ejercicio físico en la escuela (del punto de vista higiénico), tesis presentada en 1900 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires; Juan Bialet Massé (1846-1907) y su Informe sobre el estado de la clase obrera en el interior de la República Argentina de 1904 y, una vez más, Augusto Bunge con los dos volúmenes de Las conquistas de la higiene social en 1910 (Roldán, 2010).

Tras la elección de 1904 por la cuarta circunscripción electoral del barrio de La Boca que lo consagraba diputado nacional, Palacios presentó numerosos proyectos legislativos acerca de las condiciones de trabajo. Entre ellos, el descanso dominical en la ciudad de Buenos Aires aprobado en 1905, la jornada laboral de 8 horas de 1906 que recién sería reglamentada en 1929, la protección del trabajo de mujeres y niños cuyo proyecto recogía las propuestas de la escritora e inspectora Gabriela de Laperrière, fundadora del Centro Feminista Socialista, desechados en la redacción final de la ley de 1907 que, por el contrario, permitía a los mayores de 10 años trabajar para su subsistencia o de su familia si el defensor de menores lo autorizaba aunque, tras el debate parlamentario, se sancionó la prohibición que los menores de 16 años y las mujeres se emplearan en trabajos nocturnos o que dañaran su salud, su instrucción o su moralidad. En la Capital Federal se limitaba la jornada de trabajo de esos menores y mujeres a 8 horas. La idea de interrumpir el trabajo femenino 30 días antes del parto hasta 40 después, no prosperó a instancias del entonces decano de la Facultad de Medicina Eliseo Cantón y solo se autorizó, en la ciudad de Buenos Aires, que las obreras dejaran de asistir durante los 30 días posteriores al alumbramiento. Asimismo, en esa jurisdicción los establecimientos dispondrían de asientos para las mujeres. En cuanto al proyecto de indemnización por accidentes de trabajo de 1908 recién se sancionó en 1915 mientras que la jubilación docente que consagró ese derecho en el magisterio se sancionó en 1912. Esta labor parlamentaria de Palacios se interrumpió en 1915 con su renuncia a la banca de diputado provocada por su expulsión del Partido Socialista al intentar batirse a duelo.

Torbellinos en la postguerra. Disputas por la jornada de trabajo y los salarios

En 1918, con el objetivo de la defensa de la libertad de trabajo maduró una ofensiva destinada al control y la disciplina de los obreros con el propósito de impedir la reducción de la jornada laboral o el aumento de salarios y jornales. Esas ideas incluían el reclutamiento de rompehuelgas y guardias patronales a fin de contrarrestar los paros y boicots en la Argentina. Una estrategia de la Bolsa de Comercio que se cristalizó con la formación de la Asociación del Trabajo agrupando a las grandes corporaciones que sobresalían por su protagonismo, el Centro de Navegación Transatlántica y el Centro de Cabotaje Argentino a los que se sumaron las empresas de ferrocarriles, la Sociedad Rural y otros representantes de la producción y del comercio exportador e importador o de las casas que abastecían al mercado interno (Rapalo 2003).

Estos movimientos fueron contemporáneos de los proyectos de la reciente Organización Internacional del Trabajo que, desde octubre y hasta noviembre de 1919, se reunió en Washington con el objetivo de estimular convenios en el mundo del trabajo. Entre ellos la adopción del principio de la jornada de ocho horas o de la semana de cuarenta y ocho horas en el trabajo industrial que fue resistido por el delegado argentino de los empresarios, Hermenegildo Pino presidente de la Union Industrial Argentina, con argumentos que subrayaban la futura caída de la producción en una coyuntura donde aún no era posible satisfacer el consumo por la escasez de mano de obra, insumos y bienes de capital (Palacios 1920, 941).

El delegado patronal italiano en la OIT, Giovanni Battista Pirelli que desde 1919 presidía la Confederación General de la Industria de ese país, propuso realizar una encuesta en 1920 y analizar la influencia de las condiciones de trabajo en la producción. Entre ellas, la frecuencia de las huelgas y lock-outs, los salarios, la productividad y la amenaza de la jornada de ocho horas que, a su juicio, precipitaría en la ruina a las empresas. La idea derivó en un estudio muy amplio de la actividad productiva, incluyendo elementos materiales —las remuneraciones, la duración y las condiciones de higiene— junto con otros de orden moral vinculados a la seguridad en la estabilidad del empleo y la participación en el control de las condiciones del trabajo en la gestión de las empresas.

La invitación que el director de la OIT Albert Thomas le envió a Palacios derivó en una comisión de la Facultad de Ciencias Económicas que instaló un laboratorio en los talleres de Obras Públicas en el Riachuelo con una pequeña embarcación, El Pampero, destinada al descanso y la espera de los trabajadores en la madrugada antes que comenzaran sus tareas durante el mes de julio de 1921. Las amenazas hacia la salud de los obreros, originadas en las reacciones en Argentina destinadas a alargar la jornada de trabajo, fueron un factor determinante de esas investigaciones (Palacios 1944, 103 y ss).

La conciliación de los intereses de los capitalistas y los obreros o la armonía de los propietarios de los medios de producción y los poseedores de la fuerza de trabajo encubría, según Palacios, otro lenguaje, el de la guerra. Una idea que había difundido el dirigente anarco sindicalista Émile Pouget, integrante de la redacción del periódico de la CGT francesa, La Voix du Peuple, que veía en el mercado de trabajo un espacio de beligerantes en permanente conflicto, dominado por la fuerza y la resistencia de los antagonistas. En suma, todos los acuerdos eran precarios a tal punto que tampoco eran posibles las alianzas entre patrones y obreros, a lo sumo algún armisticio que suspendiera durante algún tiempo las hostilidades y nunca más allá de una tregua que interrumpiera las acciones (Palacios 1944, 100). Esa imagen describía muy a las claras una concepción de los antagonismos, una interpretación de los tipos sociales y las oposiciones de clase desarrolladas en Le sabotaje (Pouget 1898, 26), que Palacios adoptaba aunque no se identificaba con los métodos de lucha del sindicalismo revolucionario.

La fisiología

La fatiga y sus proyecciones sociales se publicó en 1922 en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires65. En ella se acudía a la fisiología de los años 1890 y al higienismo contemporáneo del Centenario de 1910. Las investigaciones de Angelo Mosso (1846-1910) fueron estratégicas para esas indagaciones. Es posible que el primer contacto con ese autor se originara en las lecturas de Mella a propósito de Lombroso. Allí se adelantaban algunas observaciones de El miedo, traducción de 1891 de Sulla Paura, un estudio publicado en 1883 dedicado a las explicaciones fisiológicas de las reacciones psicológicas. Tras este libro, Mosso publicó La Fatica en 1891 que, ya en 1893 circulaba en castellano, en ella analizaba el proceso químico de la producción de toxinas susceptibles de generar regularidades en el agotamiento muscular.

Las primeras imágenes de este libro, muy alejadas de los registros experimentales, transcurrían en una playa esperando las codornices que en bandadas llegaban por el mar desde África y que, agotadas por el viaje, golpeaban contra el suelo o los árboles, los muros, las cercas o los postes de telégrafo, sin fuerzas para esquivarlos o detener el vuelo (Mosso 1891, 2). El espectáculo de esas aves continuaba en los cuerpos deformados y debilitados por la fatiga de los jóvenes que acarreaban azufre en Sicilia cuyo aspecto se replicaba en Argentina con el elevado porcentaje de inútiles por falta de talla que arrojaban los exámenes militares, un problema que desde la década de 1820 ya habían enunciado varios autores: Louis René Villermé (1782-1863), autor de una extensa obra acerca del estado físico y moral de los obreros de las manufacturas de algodón, y Adolphe Quetelet (1796-1874) con su ensayo de física social publicada en 1835 (Palacios 1944, 303).

Un apartado de La Fatiga, el destinado a analizar “la ruina orgánica de nuestros trabajadores”, orientó la indagación de Palacios hacia las cifras del Ministerio de Guerra de 1899 y 1900 que arrojaban una alarmante cantidad de exceptuados por falta de talla y capacidad torácica: 3.455 individuos, alrededor del 4,8 % del universo de 77.120 de individuos examinados de los que 36.745 pertenecían a la clase de 1899 y 40.375 a la de 1900. Esas cifras no registraban los exceptuados por otras causas tales como deformaciones del esqueleto o del organismo producidos, en gran parte, por los excesos de trabajo de los adolescentes, y los exceptuados por enfermedades profesionales que revelaban una “degeneración de la raza” o el estigma de la “degeneración orgánica” (Palacios 1944, 301).

A los estudios empíricos y teóricos de la fatiga de Mosso se añadieron los de Arnaldo Maggiora (1862-1945), uno de sus discípulos que en 1885 presentó su tesis en la universidad de Turín, “Las leyes de la fatiga en los músculos del hombre” 7, un estudio experimental al que se sumaron las investigaciones de la médica polaca Józefa F. Joteyko (1866-1928) quien, presentó su tesis de doctorado de 1896 en la Sorbona sobre la fatiga y la respiración muscular, una exploración que culminó en 1917 con La science du travail et son organisation y en 1920 con La Fatigue. Esta última fue citada in extenso por Palacios en relación al impacto que, en los salarios, provocaría la introducción en el análisis de los factores psicofisiológicos. Dado que los salarios se determinan en relación al producto obtenido sin considerar las circunstancias del desarrollo de las tareas, la incorporación a las retribuciones de las condiciones que conducen a una gran fatiga o a un pronunciado desgaste sería rechazada por los empleadores, pues, cuando el esfuerzo supera ciertos márgenes y sobreviene el agotamiento habría que aumentar el salario o, bien, limitar las horas de trabajo cuando ya no es posible compensar el desgaste del organismo con ningún alza de los salarios obligando a respetar el principio de la higiene social (Palacios 1944, 60 y ss).6

Estas ideas refutaban la organización científica del trabajo expuestas en el capítulo III de La Fatiga. El ingeniero Frederick W. Taylor había logrado aumentar la producción en la Bethlehem Steel Co. que, hasta 1899, ocupaba equipos de jornaleros en la descarga de minerales de los vagones y la carga de lingotes de fundición y otros productos de los hornos. Esas tareas comenzaron a estudiarse como un caso testigo dividiendo el trabajo en sus elementos y cronometrando cada uno de ellos aisladamente. Toda la minuciosa organización de Taylor descansaba en un sistema de salario por primas que no imponía límites a la fuerza humana sino que impulsaba la obsesión del máximo rendimiento. Su error fue “asimilar el trabajo humano al trabajo mecánico” olvidando que el trabajo humano es posible gracias a cuestiones muy complejas donde el rendimiento no mide el desgaste y “las variables fisiológicas se complican con las variables psicológicas” (Ibid, 74-82). Una novedad que Palacios había adelantado en ocasión de considerar la unidad del aparato psico-fisiológico para definir a la fatiga y criticar la concepción mecánica muy extendida en la formación universitaria de una potencial clase dirigente de la época en la que dominaba un enciclopedismo sin formación empírica (Blanco y Carro 2014, 5).

El higienismo

Los fenómenos patológicos producidos por la fatiga, eran visibles con tan solo observar “los ojos sin luz de miles de trabajadores que realizan a diario su labor, penosamente, en un estado de inferioridad física y psíquica”, absortos en las labores repetitivas que los precipitan en la miseria física que transmiten a su descendencia (Palacios 1944, 287). Esos ambientes y la mala alimentación desembocaban con frecuencia en la anemia y la tuberculosis que atacaba con facilidad a las mujeres y los adolescentes, estragos que eran similares en otras grandes capitales y que persistían a pesar de las campañas antivariólicas.

Estas alarmas se apoyaban en las deducciones de Gregorio Aráoz Alfaro (1870-1955) que estimaba en alrededor del 10% anual las defunciones provocadas por esa enfermedad. Las cifras distaban de expresar el cuadro completo pues, a menudo, las cuestiones sociales y la ignorancia deslizaban la enfermedad hacia otros rubros estadísticos que la ocultaban. Si bien la profilaxis protegía a la población vacunada, Aráoz Alfaro que había participado junto con Emilio Coni en varias campañas de vacunación y estaba vinculado a la Liga Argentina de lucha contra la tuberculosis, fundada en 1901, afirmaba que una defensa exitosa corría por cuenta de las medidas de higiene y de asistencia social. El ambiente saludable y la alimentación adecuada se completaban con la prevención para evitar las cronicidades habida cuenta de que se trataba de una enfermedad incurable en las capas empobrecidas de la población donde no era posible aislar a los enfermos y evitar el contagio o disponer de una dieta equilibrada, de curas termales y climatéricas, de sanatorios o playas, del aire puro y de la sierra (Palacios 1944, 296).

Aunque con sensibles demoras, las estadísticas demostraban que la tuberculosis en la Argentina había crecido desde 1911 en que representaba el 7,98% de las causas de muerte hasta 1914 en que alcanzó el 9,72% (Herrera y Carbonetti 2013, 525). Hoy, de acuerdo con las cifras oficiales del Departamento Nacional de Higiene, se comprueba que las cifras de la década de 1910 coincidían con los peores temores de Aráoz Alfaro que Palacios hacia propios, sospechas que se originaban en las dificultades para explorar el universo de la población. Se temía que la mortalidad por tuberculosis superara niveles alarmantes aunque no se disponía de información confiable. “En términos relativos, el incremento de la tasa de mortalidad por tuberculosis fue de 19,2% en el período 1914-1918” a raíz del impacto social de la Gran Guerra, el recrudecimiento de los procesos neumónicos y la epidemia de gripe española (Carbonetti 2012, 41).

En las notas introductorias de la tesis Contribución al estudio del tratamiento de la tuberculosis de las serosas que Augusto Bunge defendió en 1900 en la Universidad de Buenos Aires, se subrayaba que las causas primordiales deben buscarse en el género de vida, en la higiene de la habitación y en la alimentación, elementos todos ellos que definen un terreno fecundo en el que pululaban casi todas las miserias, el verdadero sustrato social de la tisis. Tampoco era extraño comprobar que la esperanza de vida de los pobres fuera tan breve y que la tuberculosis se transformara en ellos en una enfermedad muy grave habida cuenta que las dolencias evolucionaban de forma muy diferente entre ricos y pobres, tan asimétricas que hasta parecían enfermedades distintas: “el tuberculoso rico, atendido a tiempo, no tiene el derecho de morir; el tuberculoso pobre al contrario no tiene el derecho de vivir” (Bunge 1900, 36). La concepción y la práctica de la higiene eran tan extrañas al pobre como las golosinas en su infancia, “él solo tiene derecho a vivir para trabajar” tanto que “la insuficiencia de aire respirable, o en otras palabras, la intoxicación permanente por el aire viciado, añadida a la falta de luz, son la característica del ambiente en que tiene que vivir el obrero y contentarse con ganar, trabajando con exceso, el sustento indispensable para poder seguir trabajando” (Ibid, 33).

En 1909, Bunge sostenía en los Anales de higiene pública que las condiciones de la vida obrera explicaban su “inferioridad de clase” (Murillo 2012). Una reflexión que remitía a la posición de los trabajadores en la estructura social a la luz del registro de una miseria cuyos factores se enumeraban. A menudo, en La Fatiga se recordaban las observaciones de Las conquistas de la higiene social, un extenso informe de Bunge publicado en 1910, en el que se describían los efectos del maquinismo en el trabajo por piezas. En las industrias en las que prevalecía un ritmo apresurado, como ocurría en el trabajo a destajo, “la fatiga resultante del estado de tensión continua, es particularmente funesta en los jóvenes, máxime si el ambiente no es favorable” (Palacios 1944, 289). Otras reflexiones subrayaban que era posible acostumbrarse al ruido a pesar de la sordera que provocaba el funcionamiento de las máquinas, no ocurriendo lo mismo con el calor excesivo y el aire viciado que fatigaban con mayor rapidez y contribuían “a envenenar la sangre y los tejidos” (Ibid, 127).

Esas ideas de Augusto Bunge y de Gregorio Aráoz Alfaro se completaron con las indagaciones del “grupo de estudiantes socialistas revolucionarios internacionalistas” formado en París en 1891. En él confluían varias tendencias políticas del socialismo y del anarquismo entre los estudiantes de letras, derecho y medicina. No había allí autores individuales según confesaba el futuro médico Marc Pierrot (1871-1950). Sus vidas cotidianas, desde la segunda mitad de la década de 1890, se restringieron poco a poco hasta reducirse a los trabajos en comisiones cuyos integrantes, salvo un núcleo permanente en el que participaban Léon Rémy (1870-1910), delegado al congreso Internacional Obrero Socialista de Zúrich de 1893, Marie Goldsmith (1871-1933), miembro de la fracción antiparlamentaria del congreso Internacional Socialista de Trabajadores de Londres de 1896, y Paul Delesalle (1870-1948), columnista de Les Temps Nouveaux, no fueron siempre los mismos. A pesar de ello, sostuvieron un contacto estrecho con el mundo de los sindicatos y lograron elaborar ciertas ideas fuerza del sindicalismo revolucionario (Maitron 1964, 19-20).

En los folletos del período 1896-1898 analizaron el antagonismo entre reforma y revolución o las relaciones entre el anarquismo y el sindicalismo. En uno de ellos, Misère et Mortalité, publicado por Les Temps Nouveaux en 1897, se interesaron por las condiciones de vida de la población. En varios apartados examinaron la nutrición defectuosa y la influencia de las condiciones sociales en las enfermedades, incluidas las profesionales. Ese texto circuló por Buenos Aires gracias a la Librería Sociología (Souza Cunha, 2019) e, incluso, fue objeto de una pequeña traducción publicada en el nº 10 de agosto de 1897 del periódico La Montaña de José Ingenieros y Leopoldo Lugones, a la que Palacios ya se refería en su tesis (1988, 90). Tras varias décadas, ese pasado parisino era evocado sin transiciones temporales en el Buenos Aires de los años 1920 reiterando un saber de otro siglo en la voz de un médico a domicilio que repasaba los obstáculos de los tratamientos en los enfermos crónicos de tuberculosis, alejados de la vida rural y viviendo en la miseria profunda de los alojamientos sin aire ni luz, soportando condiciones higiénicas deplorables y una atmósfera viciada por horribles emanaciones de ropa sucia, trapos viejos y sudor. La virulencia de los contagios producía estragos terribles en los medios pobres con familias enteras que sucumbían gracias a los daños provocados por la cohabitación (Groupe des Étudiants 1897, 16; Palacios 1944, 296).

Conclusiones

Al filo de un nuevo siglo, las exploraciones de Palacios iniciadas en la Miseria en la República Argentina alertaban sobre la labor excesiva transformada en una “causa terrible de la degeneración”. Ahora, veinte años después, esa premisa se ampliaba. En ese trayecto había incorporado las ideas del higienismo social asumiendo que, en el combate de las enfermedades epidémicas, las prácticas sanitarias se completaban con el cuidado de la maternidad y la higiene infantil que Aráoz Alfaro aconsejaba desde 1899 con El libro de las madres, orientaciones que no eran ajenas al análisis del trabajo excesivo que, en una primera etapa, se vinculó con la prevención de las enfermedades. Esa mirada hacia el futuro también se nutría de la filosofía del reformador John Ruskin que, desde las páginas de Unto This Last publicado en 1860 criticaba a la economía política de John Stuart Mill e instaba a aceptar que no existía otra riqueza que la vida, un sinónimo del “mayor número posible de criaturas humanas con pecho robustos, ojos brillantes y corazón gozoso” (Palacios 1944, 48). Ideas que eran solidarias con la formación de una nueva mano de obra en condiciones de insertarse en el mercado de trabajo y con los consejos de la Liga Argentina de Profilaxis Social, fundada en 1921, entre cuyos miembros Palacios coincidía junto a los médicos higienistas. Objetivos que corrían parejos con el propósito de la “justicia social” con que cerraba sus últimas reflexiones.

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Fecha de recepción del artículo: 01/08/2022

Fecha de aceptación del artículo: 21/09/2022


1 Universidad Buenos Aires. Facultad de Ciencias Económicas. Centro de Estudios Económicos de la Empresa y del Desarrollo.

argent.jose@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6014-985X

2 El volumen consultado corresponde a la versión impresa publicada por el propio autor en 1901 que Víctor O. García Costa reprodujo en la edición de CEAL de 1988 con notas y mención de los párrafos observados por Raymond Wilmart, miembro del tribunal.

3 Otro circuito a considerar fueron las empresas comerciales. Varias librerías se destacaban por su prestigio. La Céntrale de Espiasse fundada en 1883, la de Arnoldo y Balder Moën que se instalaron en 1885 y la casa Maucci Hermanos que, desde 1892, se transformó en una sucursal de la Casa Editorial Maucci en Barcelona. Compartía algunas ediciones con aquella o sostenía lanzamientos locales, entre ellos, Memorias de un revolucionario de Kropotkin en 1899 (Llanas, 2015).

4 Marx solo aclaraba que se trataba de un poeta griego de la época de Cicerón. Hoy se atribuye el poema a Antípatro de Tesalónica o de Macedonia que habría vivido en Roma hacia el final del siglo I a. C hasta el 20 d. C. (Galán Vioque 2004, 132).

5 En 1949 se publicó la primera traducción al español de Susana Victorica y Codazzi Aguirre en la ciudad de Rosario de la edición latina de Opera Omnia de Ramazzini de 1717 que, al parecer, se realizó según la primera versión de 1700 y, no así, de la edición ampliada de 1713 (Veiga Cabo 2014, 69).

56 Trasladó el laboratorio a la fábrica replicando los experimentos de su época para confirmar los resultados de la fatiga fisiológica y psicológica de los obreros y refutando “algunos supuestos teóricos del taylorismo, además de las aplicaciones que realizó en diversos ámbitos como la enseñanza, en particular la del derecho, y en el fundamento de leyes laborales” (Scarano 2022). La investigación fue posible gracias a que la Facultad de Ciencias Económicas contaba con una estructura científica adecuada para los trabajos experimentales (Scarano-Gilli 2022).

67 En la tesis “Consideraciones de higiene sobre el obrero en Buenos Aires” ya se citaba a ese autor: “El trabajo tiene un límite fisiológico que no puede pasarse sin peligros, lo que se manifiesta por la sensación de fatiga (…) Maggiora por distintas experiencias ha podido establecer la siguiente ley: el trabajo realizado por un músculo cuando está cansado, le perjudica más que un trabajo mayor realizado en condiciones normales” (Giménez 1901, 45).

pp. 177-213 - Anuario CEEED - N°18 - Diciembre/Mayo 2022

Año 14 - e-ISSN 2545-8299