Índice

Presentación 11

Dossier

Nacionalismo, petróleo y estado en América Latina

Coordinado por Claudio Castro y Milagros Rodríguez

Nacionalismo, petróleo y estado en América Latina

Claudio Castro, Milagros Rodríguez 15

Acumulación de capital y particularidades en el nacionalismo petrolero argentino

Fernando Germán Dachevsky 23

A Petrobras e o nacionalismo econômico no Brasil

Giorgio Romano Schutte 55

“En defensa de lo que nos pertenece”: Estado e industria petrolífera en Chile

Carlos Donoso Rojas 99

La relación entre PDVSA, Estado y nacionalismo económico en Venezuela (1976-2003) desde el institucionalismo

Rita Giacalone 137

Parte abierta

Aristas de la cuestión social: La Miseria en la República Argentina (1900) y La Fatiga (1922) de Alfredo L. Palacios

José César Villarruel 177

Reseña

Un diablo en Pilcaniyeu: cómo se logró la producción de uranio enriquecido en Argentina

Facundo Deluchi 215

Nota crítica de eventos académicos

Nota crítica sobre las III Jornadas de Investigadores
en Formación del CEEED-IIEP

Agostina López, Emma Álvarez y
Darío Machuca 223

Directrices para autores/as 229

“En defensa de lo que nos pertenece”: Estado e industria petrolífera en Chile (1940-1960)

Carlos Donoso Rojas1

Resumen

Nuestra propuesta estudia el proceso de formación de la industria petrolífera en Chile y los esfuerzos por reservar la propiedad estatal del recurso. Dependiente en su totalidad de la importación de combustibles y derivados, el descubrimiento de petróleo en Magallanes, en 1945, no solo supuso proyectar la autosuficiencia energética del país, sino también gestionar el ciclo completo de la actividad, desde su explotación hasta su distribución.

Nuestra hipótesis sugiere que, independiente de la tendencia política de los gobiernos del período, el dominio fiscal sobre el petróleo en Chile se mantuvo más por razones simbólicas que financieras: por primera vez el Estado tuvo el monopolio de un recurso considerado estratégico sobre el cual proyectar el porvenir del país. Esto explica, entre otros factores, la persistencia en defender el dominio público, en un período condicionado por una aguda crisis económica de la postguerra, y por el interés de determinados sectores políticos y económicos por abrir la industria a capitales privados.

Palabras clave

Petróleo, nacionalización, Standard Oil, Estado, políticas públicas.

“In defense of what belongs to us”: State and oil industry in Chile (1940-1960)

Abstract

Our proposal studies the process of formation of the oil industry in Chile and the efforts to reserve state ownership of the resource. Totally dependent on the importation of fuels and derivatives, the discovery of deposits in Magallanes in 1945 not only meant projecting the country’s energy self-sufficiency, but also managing the complete cycle of the activity, from its exploitation to its distribution.

Our hypothesis suggests that, regardless of the trends of the governments of the period, the fiscal domain over oil in Chile was maintained more for symbolic than financial reasons: for the first time the State had a monopoly on a resource considered strategic on which to project the future of the country. This explains, along with other factors, the persistence in defending the public domain, in a period conditioned by an acute post-war economic crisis, and by the interest of certain political and economic sectors in opening the industry to private capital.

Keywords

Oil, nationalization, Standard Oil, State, public policies.

A excepción de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, fundada en Argentina en 1922 como entidad pública, hasta el inicio de la Gran Depresión, en 1929, el usufructo de recursos naturales en América Latina fue una actividad controlada por intereses privados, con Estados nacionales que limitaron su participación a un papel regulatorio siempre flexible, orientado a garantizar ingresos marginales mediante el cobro derechos aduaneros sobre las exportaciones. Sin marcar una tenencia, años antes de la crisis países como México, Colombia, Brasil y Chile iniciaron un circunstancial proceso de transformación de sus estructuras económicas que, sin romper el status quo, buscaron estimular la productividad interna mediante la creación de instituciones de fomento industrial e instituciones crediticias (Rougier 2011).

La dependencia productiva de recursos exportables de demanda oscilante se tradujo, en tiempos de contracción del intercambio global, en la urgencia por adoptar medidas incluso revolucionarias sobre el orden económico tradicional. Estos cambios se formularon a través de dos vías. La primera reconocía los derechos cedidos a compañías o sociedades de explotación por gobiernos precedentes, seguido por la decisión (impuesta o pactada) de renegociar las condiciones financieras del vínculo para incrementar el beneficio fiscal. La segunda fue la opción compulsiva, que pasaba por la expropiación de recursos considerados estratégicos, o por la exclusión de privados tanto de la propiedad como del usufructo de determinadas riquezas. En ambos casos, las políticas económicas, pragmáticas e insertas en una planificación integral, se subordinaban al Estado y a sus intereses.

Sin poner en duda la continuidad de un modelo de crecimiento liberal y capitalista, en países como Argentina, México y Brasil, con amplia demanda interior y economías basadas en la exportación de recursos esenciales, la crisis se transformó en una oportunidad para estimular el crecimiento de sectores manufactureros e industriales (Bértola & Ocampo 2013, 170-187; Galindo 2017, 37-39).

En economías menores, en cambio, volcadas desde tiempos coloniales a la producción de bienes primarios destinados al mercado externo, las consecuencias de la depresión fueron devastadoras. Chile, con un mercado interno que basaba el 85% de su consumo en productos importados, la posibilidad de sustituirlos por producción nacional se confrontó a la inexistencia de actividades manufactureras e industriales con capacidad para hacerlo. La percepción de vivir en un régimen económico que un cronista definió en 1933 como “perdida en un laberinto del infierno”2 se explica en cifras asombrosas. En 1932, el valor de las exportaciones chilenas se redujo un 80% en relación con las registradas en 1929, un descenso aún más sensible considerando que el 86% de ellas correspondían a la actividad minera, fundamentalmente de salitre y cobre. El Estado, que había suscrito grandes empréstitos en el exterior durante el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), tuvo que destinar casi la totalidad de las reservas metálicas a cubrir parte de la deuda pública y compromisos internos, declarando la cesación de pagos en 1933, año en que instituyó el control de cambios, al tiempo que abandonaba definitivamente el patrón oro.

Sin capacidad para financiar sus importaciones, la idea de recurrir a las emisiones de dinero para sostener el precario mercado nacional provocó una crisis monetaria que ocasionó una grave devaluación de la moneda, iniciando un ciclo inflacionario que se extendió por décadas, y que en el ciclo 1931-1934 alcanzó una variación total del 32,2%. El peso chileno, que en 1929 se cotizaba a 8.25 respecto del dólar, en 1931 lo hacía a 9.45 y dos años después, a 34.02. Los ingresos fiscales solo en 1935 lograron alcanzar el nivel de 1925, período en el cual la deuda pública alcanzó al 162% del PIB (Duarte 2019; Marfán 1984).

La configuración del Estado industrial chileno respondió a un contexto histórico, político y cultural único no surge como la imposición o asimilación de una doctrina específica, sino como una respuesta más bien intuitiva que se configuró en la necesidad de resignificar lo nacional, asignando a la economía un propósito social inédito. Este se basó en la creación de subsidios directos o indirectos, control del tipo de cambio y del mercado de divisas, control de precios, restricción a la inversión extranjera y reserva de derechos monopólicos de explotación sobre áreas y recursos considerados estratégicos, como el petróleo (Llorca-Jaña & Nazer, 2020).

Petróleo y combustibles

La crisis económica tuvo una incidencia directa en el convulsionado panorama político chileno, donde nueve gobiernos (incluida la conversión del país en República Socialista) rotaron entre julio de 1931 y diciembre de 1932. Uno de ellos, dirigido por Carlos Dávila Espinoza planteó, como una opción paliativa a la debacle, la creación de un monopolio fiscal sobre la internación, refinación, distribución y venta de petróleo y derivados. A juicio de Dávila, la reconfiguración del Estado hacia uno industrial se justificaba en que la internación de combustibles dejaba al país solo el 5,2% del total de los montos transados en su comercio. El monopolio, en cambio, proporcionaba al Estado una utilidad líquida de US$15,1 millones anuales (1931), en lugar de los US$3,1 millones hasta entonces recaudados por derechos de internación (Donoso 2019, 69). La normativa, aprobada como Ley nº5.124, no fue derogada y su vigencia se reactivó en 1939, cuando, como se verá, el gobierno del Frente Popular intentó sin éxito aplicarla.

El monopolio legal no fue el primer intento por inmiscuir al Estado en la actividad, pero sí fue el primero en delinear objetivos específicos para romper la dependencia energética del país de las importaciones de combustibles. Hasta 1945, Chile experimentó la transición energética del carbón al petróleo, legislando sobre la propiedad de reservas supuestas e incentivando estudios que permitiesen la conversión del carbón en carburantes. En la búsqueda de alternativas, el Estado chileno asumió un protagonismo poco estudiado hasta hoy, al financiar la compra de patentes y el desarrollo de investigaciones complejas para dar un uso calórico en motores a alcoholes o de los esquistos bituminosos con aparentes propiedades energéticas.

Las compañías que integraban el duopolio en la distribución de refinados en el país, Shell-Mex Chile y West India Oil Company, desempeñaron un rol clave en la crisis política y económica del período. Considerando que alrededor del 40% de las divisas eran destinadas a financiar la internación de combustibles, el suministro de refinados se transformó en un commodity que dejó en evidencia la absoluta dependencia chilena de sus importaciones. Como se ha señalado en un estudio previo, el arribo de combustibles a Chile, con particular fuerza desde 1931, estuvo condicionado por las presiones de las compañías a distribuirlo, al menos mientras los gobiernos del período no flexibilizasen su control cambiario. Recurriendo a prácticas extorsivas (como advertencias reiteradas de no abastecer al país de combustibles), las demandas de West India Oil y Shell-Mex apelaban al reconocimiento del papel estratégico que ambas compañías representaban en el sistema productivo nacional (Donoso 2019, 66-67).

El inicio de la Segunda Guerra Mundial alteró las relaciones de las distribuidoras con Estado, exacerbando la débil posición chilena para enfrentar las restricciones impuestas por el gobierno de Estados Unidos al comercio mundial de combustibles. La decisión de priorizar la producción de compañías norteamericanas al abastecimiento el ejército aliado en Europa y el Pacífico obligó a imponer un racionamiento que, entre otras medidas, supuso la aplicación de medidas extraordinarias, como importar combustible para automóviles de bajo octanaje y asignar de cupones de racionamiento de gasolina. En 1942, la Dirección de Abastecimiento de Petróleo [DAP], organismo encargado de determinar las necesidades de combustibles del país a partir de las cuotas otorgadas por el Comité de Suministros de Petróleo para América Latina, asignó 30 litros a cada automóvil particular, 450 a cada camión y 80 a tractores por mes. En el caso de la locomoción colectiva, la reducción del servicio a condiciones mínimas de operación era posible con 3,5 millones de litros, rebajándose finalmente a 2,4 millones (DAP 1943, 20).

Como se aprecia en el cuadro Nº 1, la DAP debió afrontar entre 1942 y 1945 una disminución extraordinaria de los envíos.

Cuadro nº 1. Importación de combustibles a Chile, 1941-1945 (millones de litros).

1941

1942

1943

1944

1945

Gasolina

173.587.820

148.402.178

110.454.923

121.356.638

118.738.939

Parafina

17.940.276

17.423.808

15.098.644

16.751.472

17.948.066

Diesel Oil

63.691.620

67.441.599

58.106.232

54.528.414

51.218.647

Fuel Oil

795.119.886

879.200.199

944.515.650

888.323.619

830.851.139

Fuente: Dirección de Abastecimiento de Petróleo, Memoria 1942-1945; Montané, 18-19.

La merma en la cantidad de combustibles internados afectó la continuidad de las actividades productivas en el país, en parte, porque el 47,9% del consumo de gasolina entre 1943 y 1944 se concentró en Santiago, en desmedro de otras regiones, en particular las extremas, donde el desabastecimiento absoluto se extendió por meses para camiones y vehículos particulares. Una provincia como Maule, con una actividad centrada en la agricultura, recibió en igual período el 0,3% de la gasolina internada, lo que explica el que aproximadamente el 40% de las tierras cultivadas en la región el año 1941 permaneciesen abandonadas en 1944 (DAP 1946, 22).

Los perjuicios causados por el racionamiento de combustibles reactivaron la discusión sobre la urgencia de garantizar su provisión mediante la explotación de los yacimientos en territorio nacional. Durante décadas las prospecciones fiscales y privadas realizadas en diferentes puntos del país no dieron resultado alguno, pero dieron pauta a que los gobiernos legislasen sobre la propiedad de los depósitos presuntos frente al interés de compañías petrolíferas por concentrar su búsqueda. En julio de 1926, Standard Oil solicitó al gobierno el derecho preferente para explorar y explotar los terrenos supuestamente petrolíferos en los contornos del estrecho de Magallanes. La petición fue rechazada, pero puso en evidencia la necesidad de crear mecanismos jurídicos que, bajo las pautas señaladas en el Código de Minas, y reservando la propiedad fiscal sobre los yacimientos, permitiese la incorporación de privados con fines productivos.

A raíz de la solicitud de la Standard Oil, el gobierno solicitó un informe del estado de las concesiones mineras otorgadas en Magallanes, comprobándose que no se había efectuado labor productiva alguna. La superficie hasta entonces paralizada tenía una extensión aproximada de cuatro millones de hectáreas3. Asumiendo que el verdadero negocio de interesados nacionales era especular con suelos potencialmente ricos, cediendo concesiones a otros interesados o negociando indemnizaciones con el Estado en caso de expropiación, en diciembre de 1926, la Ley nº4.109 declaró de interés público la explotación de los yacimientos de hidrocarburos, dejando sin efecto las concesiones y pertenencias provisionales otorgadas en Magallanes. Tiempo después, el Congreso aprobó la Ley nº4.217, que autorizaba al Presidente para otorgar permisos para explorar y explotar depósitos de hidrocarburos a personas naturales o jurídicas con domicilio en el país.

Lo que debía ser el inicio del ciclo petrolero en Chile confrontó la resistencia de agrupaciones gremiales y también en círculos militares sobre el devenir de los depósitos petrolíferos aún supuestos. En el primer caso, se requería un plan integral que habilitarse a los concesionarios a extraer el petróleo, pero también a refinarlo en el país, como medio de garantizar el abastecimiento de combustibles. En el caso de las Fuerzas Armadas, la objeción se justificaba en la intervención extranjera y pérdida de soberanía sobre el Estrecho de Magallanes, un territorio y cuya importancia geopolítica no había sido dimensionada hasta entonces. Tiempo después, en diciembre de 1948, el Jefe del Estado Mayor del Ejército, General Cañas Montalva, declaró que Chile debía aumentar sus fuerzas militares en Magallanes para defender la naciente industria petrolífera, una declaración que no tuvo mayor eco y que apuntaba a una eventual intervención foránea sobre el Estrecho4.

El gobierno optó por reformular la normativa, anunciando la decisión de perseverar en la inclusión de capitales privados a las prospecciones, postergándola hasta que se realizasen estudios y trabajos técnicos para comprobar la existencia de petróleo en Magallanes y otras regiones del país. La Ley nº4.281, de febrero de 1928, al reservar al Estado la exploración y explotación de yacimientos en el territorio, establecía un precedente jurídico que sería ratificado en el Código de Minería de 1932. Desde entonces, el problema de la actividad petrolera en Chile no giró en torno a la propiedad del recurso, sino el modo de conciliar presupuestos ínfimos para emprender una búsqueda sistemática bajo criterios científicos, con la negativa a permitir la participación de capitales privados en las prospecciones.

La reconfiguración del Estado desarrollista y partícipe de las transformaciones productivas del país, a partir de 1939, no era contrario a la asimilación del capitalismo democrático norteamericano promovido por sectores medios y agrupaciones políticas tradicionales (incentivado en parte por el temor visceral al comunismo soviético), cuyas virtudes aparentes fueron ampliamente difundidas a través de la prensa y el cine (Purcell 2009, 46-69). En un país moldeado por la admiración al american way of life, el incentivo dado a la sustitución de importaciones por el Estado se transformó en un inédito factor de consenso nacional. Ajeno a los conflictos bélicos e ideológicos globales, el singular nacionalismo económico chileno, en su generalidad, no surgió como una crítica a la estructura económica capitalista ni se sostuvo en la resistencia al imperialismo, fuese esta teórica o práctica. La defensa de la propiedad fiscal sobre un recurso aún supuesto debe entenderse como una reacción hacia las petroleras multinacionales a partir del rol de sus sociedades subsidiarias controladoras de la venta y distribución de combustibles en Chile.

Con fundamentos disímiles, las presiones de Shell-Mex Chile y West India Oil Company fueron percibidas como homologables, en sus orígenes y consecuencias, tanto a la intervención británica en la actividad salitrera, y en el control norteamericano de grandes yacimientos de cobre desde inicios del siglo XX. Aunque, en ambos casos, la tributación exigida sobre la exportación de cada recurso fue porcentualmente importante, la baja reinversión en el país de sus utilidades y el magro margen de capitalización llevó a suponer de ellos oportunidades frustradas de desarrollo por la condescendencia de gobiernos precedentes.

Con un discurso centrado en la importancia de aprender de la historia reciente y evitar una nueva expoliación de recursos estratégicos, la llegada al poder de los radicales encabezados por Pedro Aguirre Cerda, impulsó en radio y prensa de la idea de ser partícipes de un cambio trascendental: el desarrollo nacional mediante un proceso de industrialización planificado. En ese contexto, el plan de fomento debía considerar la preservación, en beneficio del Estado, del control sobre recursos naturales esenciales, y la formación de un modelo de desarrollo inclusivo que, sin alterar la propiedad fiscal, se abriese a la inversión privada.

La decisión de asignar al Estado un rol inédito tuvo que enfrentar las dudas de gran parte de los sectores económicos políticos del país. Desde 1927, Chile vivió experiencias innovadoras que confrontaron un modelo liberal desregulado. Del corporativismo del primer gobierno de Ibáñez del Campo (1927-1931) hasta la creación de la efímera República Socialista (junio-septiembre de 1932), la crisis post-depresión validó en espacios de poder a corrientes tan distantes como anarquistas, comunistas y nacionalsocialistas. Indistintamente, agrupaciones tradicionales derivaron los intentos por reforzar la participación del Estado en funciones productivas hacia posiciones maximalistas, transformando a Ibáñez en bolchevique y presentando al propio presidente Arturo Alessandri Palma (1932-1938), un reconocido liberal, como socialista.

El temor a convertir a Chile en un soviet, aunque sin fundamento empírico alguno, inhibió en las discusiones previas al descubrimiento del primer depósito en Magallanes, la idea de replicar un proceso como emprendido en Argentina con YPF o en México, con la nacionalización del petróleo durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. La propia creación de la Compañía de Petróleos de Chile [COPEC], en 1935, fue vista como un emprendimiento que, pese a constituirse como sociedad anónima, sería transformada en estatal en caso que el partido Radical, donde pertenecían sus principales accionistas, llegasen al poder (Buchelli 2010a, 350-399). Esto también explica que el intento del gobierno de Aguirre Cerda por poner en vigencia la Ley Nº 5.124 de 1932, que autorizaba el monopolio petrolero del Estado forzando la expropiación de las compañías distribuidoras, fue descartada por su carácter inconstitucional (Bucheli 2010b, 176-177)5.

Hasta el descubrimiento del petróleo en Magallanes, el Estado optó apoyar la producción minera, agrícola e industrial e incrementar su eficiencia, y aplicó con gradualidad medidas proteccionistas y controles de cambio que dificultaban las importaciones de manufacturas producidas en el país. Como señaló con Adolfo Ibáñez, el interés del Estado por promover el progreso económico de la nación tenía como objetivo central lograr una “evolución” que impidiera la “revolución” (Ibáñez 1989, 187).

Al reformular las bases económicas, las autoridades perseveraron en una idea que, planteada durante el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, proponía que las políticas públicas en materias de fomento respondiesen a criterios esencialmente técnicos, independientes de la marcha política del país y la temporalidad de los gobiernos. Sobre este punto, se ha insistido en que la reconfiguración del Estado chileno en el período fue consecuencia de la inclusión de ingenieros en el diseño y planificación de políticas públicas. Su papel habría sido determinante, tanto por su aparente distancia doctrinaria de la contingencia como por la posibilidad de representar las demandas de gremios empresariales y productivos (Ibáñez 1983, 45-102).

Los indicadores del período trascurrido entre la creación del ministerio de Fomento y la fundación de la Corporación de Fomento de la Producción [CORFO], sin embargo, no dan luces respecto de mejoras sustantivas en la producción, pero sí del gasto público orientado a dar subsidios y apoyos a núcleos productivos. El aporte, sostenido en períodos de crisis en los años post-depresión, no se reflejó en mejoras a las condiciones de competitividad, mediante inversiones en investigación o innovación tecnológica, no aumentó el empleo ni contribuyó a mejorar la calidad de vida de la población. Los mismos gremios beneficiados con respaldo fiscal se opusieron a la creación de CORFO y solo la apoyaron cuando el gobierno decidió no apoyar la demanda de sindicalización campesina (Nazer 2016).

La CORFO y el petróleo

Un primer indicio del giro paradigmático hacia un Estado desarrollista (con énfasis en lo social y no en lo técnico) se manifestó en la creación de los Institutos de Fomento Minero e Industrial en las regiones de Tarapacá y Antofagasta, formados en 1934 para impulsar planes de reactivación en las regiones donde el cierre de la actividad salitrera provocó la paralización de gran parte de las labores productivas y la migración de sus habitantes. La labor de los Institutos se centró en la entrega de créditos para impulsar proyectos de largo plazo, como el desarrollo de agricultura del desierto, la construcción de embalses sobre cauces endorreicos y la explotación de recursos mineros no tradicionales, como el azufre y el litio (Donoso 2013).

Los Institutos del Norte tuvieron un logro relativo antes de su absorción por la CORFO en 1953, fundamentalmente por la limitada facultad de los organismos para fiscalizar la ejecución de los proyectos financiados. Sin embargo, la experiencia en el aprovechamiento comercial de azufreras en Antofagasta y el exitoso fomento de la industria pesquera en Tarapacá demostró que, con apoyo estatal, era posible contribuir a la reconstrucción de economías regionales.

La labor desplegada por los Institutos de Fomento fue considerada como referencial en la formulación del proyecto que creaba CORFO en 1939. Este, en líneas generales, se basaba en la urgencia por reconstruir la economía desde el Estado a partir del reconocimiento de la diversidad de riquezas naturales del país, permitiendo crear nuevas producciones y aumentar las existentes, mejorándolas en cuanto calidad, rendimiento y costos. Su fin último, contribuir al mejoramiento de las condiciones precarias de vida de los chilenos, debía proyectar un crecimiento proporcional de las actividades de la minería, la agricultura, la industria y el comercio, a partir de la identificación de las necesidades y ventajas comparativas de las diferentes regiones del país6.

La CORFO fue formalizada en abril de 1939, mediante la Ley n° 6.334. El terremoto que destruyó la región centro-sur de Chile, el 24 de enero de ese año, obligó a poner en marcha planes sectoriales de acción inmediata, financiado con la contratación de empréstitos hasta por US$100 millones, pagaderos con el aumento de un 10% sobre las utilidades del cobre. La prioridad de inversiones se centró en áreas consideradas esenciales para el desarrollo nacional, eran percibidas como de alto riesgo para capitales privados, o en aquellas en donde el Estado tenía una reserva excluyente (CORFO 1939, 7-11). En el primer caso, se incluía el plan de electrificación nacional y el fomento a la industria metalúrgica. En el segundo, los esfuerzos se orientaron a consolidar una industria petrolífera nacional.

En enero de 1943, la institución asumió las exploraciones geológicas y sondajes de exploración en la región de Magallanes, hasta entonces asignadas al Departamento de Minas y Petróleo del Ministerio de Fomento. Fueron contratados los servicios de United Geophysical Company y del geólogo Glen Ruby, la principal autoridad de su época en el reconocimiento de yacimientos petrolíferos, quien centró sus estudios geofísicos en zonas donde desde inicios de siglo se realizaron prospecciones, corroborando la existencia de campos petrolíferos, distribuidos en alrededor de 14 millones de hectáreas7.

El inminente descubrimiento llevó al diputado liberal Abelardo Pizarro a proponer, en abril de 1942, la fundación del Instituto de Investigaciones Petrolíferas. Dependiente del ministerio de Fomento, pero con una gran autonomía operativa, su misión sería formular planes generales de estudio para verificar la existencia de petróleo y controlar su distribución. El principal objetivo del Instituto, sin embargo, era concentrar la facultad de conceder permisos para explorar y explotar yacimientos de petróleo, pudiendo generar convenios de colaboración con entidades fiscales, semifiscales o privadas. Las concesiones otorgadas por el Instituto se limitarían a sociedades nacionales o formadas en Chile, prohibiendo la participación en el negocio a gobiernos extranjeros y a personas o sociedades sin domicilio en el país.

El Instituto podría entregar a la explotación territorios fiscales hasta por 200 mil hectáreas al norte del paralelo 47° latitud Sur y hasta 300 mil hectáreas al sur de esa referencia, incluyendo las potenciales reservas en Magallanes. Los permisos de exploración durarían cinco años y, en caso de encontrar yacimientos comercialmente explotables, el usufructo se ampliaba entre 25 y 40 años, exigiendo un mínimo de producción de dos toneladas de petróleo por cada cien hectáreas. El concesionario pagaría, en moneda nacional, el 15% del producto bruto al Estado (sin especificar si se trataba de monto de venta o de la cantidad de crudo extraído)8.

El diputado Pizarro sostuvo que la factibilidad de encontrar yacimientos en, al menos, seis puntos geográficos del país, contrastaba con la falta de recursos financieros de un Estado que monopolizaba el derecho de explotación. La “política del perro del hortelano”, denunciada por el parlamentario, se hacía más notoria en tiempos de grave escasez de combustibles y considerando el interés de Standard Oil por colaborar con la búsqueda de depósitos.

La moción de Pizarro no llegó a ser discutida, pero dio pauta para un interesante debate en torno a la disyuntiva de reservar al Estado la explotación de los yacimientos y de emprender una actividad de alta complejidad, para la cual el país carecía de recursos financieros y técnicos. En opinión de parlamentarios radicales, comunistas y socialistas, la propuesta era un negocio a la medida de Standard Oil, porque la entrega de concesiones requería de 2/3 de los votos de un consejo integrado en su mayoría por representantes de asociaciones y gremios particulares (entre ellos, Sociedad de Fomento Fabril, Instituto de Ingenieros, Sociedad Nacional de Minería y el presidente del Automóvil Club de Chile).

La propuesta fue vetada por impulsar la privatización del petróleo, pero, atendiendo el interés de sectores productivos por el tema, el gobierno designó una comisión integrada por miembros de las mismas instituciones que integraban el Consejo del Instituto de Investigaciones Petrolíferas, solicitándole una propuesta acerca de la política petrolífera que el Estado debía seguir.

En junio del mismo año, la comisión recomendó promover las exploraciones y estudios, invitando a participar en ellas a instituciones semifiscales y privadas9. Uno de los argumentos aportados por los gremios comisionados fue la total ausencia de incentivos hacia aquellas personas que, conociendo la ubicación de depósitos, no realizaban el denuncio por no reportarles beneficio económico alguno. El Código de Minería de 1932 reservaba al Estado el petróleo existente en cualquier dominio, creando un vacío sobre el pago de regalías al denunciante o la asignación preferente de concesiones para explotarlo.

Sobre este punto, en enero de 1943, los senadores Aníbal Cruzat, Marmaduke Grove, Fidel Estay Cortés, José Francisco Urrejola y Enrique Bravo presentaron una moción para promover la denuncia de yacimientos petrolíferos, reservando los beneficios sobre los depósitos únicamente a connacionales, sin riesgo de que intereses extranjeros tomasen conocimiento de ellos. La idea, sin embargo, resultó ser de difícil aplicación, al obligar al interesado a dejar una solicitud de tenencia ante el Juez de Letras más próximo, quien debía notificar al director del Departamento de Minas y Petróleo de la provincia. La autoridad, a su vez, publicaría los antecedentes del pedimento en un diario regional, a la espera que alguien manifestase tener derechos sobre el yacimiento. De no ser así, la petición se inscribiría en el Registro del Conservador de Minas respectivo, a la espera de que el Presidente de la República firmase el decreto, reconociendo el denuncio como susceptible de propiedad minera. De ser explotable, el denunciante recibiría el 40% de las utilidades producidas por el yacimiento10.

La propuesta era ambigua considerando que podía transformarse en un subterfugio que transformaba a los denunciantes en mediadores de otros intereses, en especial suponiendo que ninguno de ellos, por sí mismos, tendría recursos para iniciar prospecciones por su cuenta.

En julio de 1944, el gobierno de Juan Antonio Ríos presentó una propuesta para la organización de la industria del petróleo en Chile, elaborada con los ministros de Defensa, Economía y Comercio y el Vicepresidente de la CORFO.

La iniciativa tenía puntos interesantes. Por primera vez era reconocido, de modo oficial, la importancia estratégica del petróleo, al señalar que “el país que dispone de este combustible líquido tiene en sus manos las llaves del triunfo en la paz y en la guerra, y él le permite alcanzar el equilibrio económico, base fundamental del progreso”11 . El proyecto de ley más importante de los últimos años, como fue presentado por el gobierno, entregaba la responsabilidad de la búsqueda de yacimientos al Servicio de Minas del Estado en desmedro de CORFO, institución que, hasta entonces, había realizado estudios geofísicos, geodésicos y exploraciones en Magallanes y Tierra del Fuego. El Servicio de Minas, además de proseguir con la labor de CORFO, podía autorizar trabajos de exploración complementarios a compañías con domicilio en Chile o personas naturales, con capital suficientes para la ejecución del contrato, privilegiando aquellas con participación directa del Estado, semifiscales o de administración autónoma. En todos los casos, los beneficiarios tendrían que formar una sociedad anónima, no pudiendo emitir acciones al portador.

Los contratos de exploración serían suscritos previa evaluación del Servicio de Minas del Estado y del ministerio de Defensa. Con una duración de dos años, los beneficiarios debían realizar al menos un sondaje cada 30 mil hectáreas. En caso de encontrar petróleo, se exigiría una producción mínima de mil litros diarios promedio durante sesenta días consecutivos. Comprobada su continuidad, el derecho del concesionario se extendería por un mínimo de veinte años y un máximo de treinta, reteniendo el encargado de los sondajes no menos de 51% ni más de 80% del petróleo extraído, un valor oscilante que dependía de la extensión de los trabajos realizados. La iniciativa, finalmente, contemplaba el cobro de impuestos variables a los concesionarios, destinados a formar un fondo especial para financiar, entre otras obras, la construcción de una refinería estatal.

La moción consideró el análisis de las legislaciones petrolíferas con yacimientos en explotación como Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú, donde la inclusión de inversionistas privados había contribuido a aumentar la producción y las entradas fiscales, aunque sin especificar su cuantía. El proyecto no ahondaba en los beneficios financieros esperados de la explotación, ni qué haría Chile con el porcentaje de petróleo deducido como derecho, al no tener la capacidad de procesarlo en el país. La idea de levantar una refinería, considerada en la propuesta, era tan genérica como el derecho que se reservaba el Estado para distribuir el combustible elaborado12.

En la propuesta, el gobierno reconocía que las prospecciones de yacimientos petrolíferos era una labor que superaba la capacidad financiera y logística del Estado. Aunque la propuesta apuntaba a atomizar la búsqueda mediante la entrega de permisos acotados territorialmente, evitando que grandes compañías ingresasen al negocio, no se señalaban los mecanismos para evitar el eventual traspaso de concesiones. Como advirtió un editorial de La Nación, las tres mayores petroleras operaban en todo mundo a través de más de un centenar de compañías subsidiarias distintas. Standard Oil había demostrado años atrás, en México y Bolivia, que la creación de una subsidiaria nacional, con un directorio integrado por reconocidas figuras públicas nacionales, no era sino un resquicio legal que podía ser replicado en Chile13.

El proyecto enfrentó un debate en el que la derecha política (opositora al gobierno de Ríos) respaldó la iniciativa que organizaba una industria petrolera que, velando por los intereses nacionales, incorporaba a sociedades con experiencia suficiente para ubicar, en el corto plazo, depósitos explotables y garantizar su rentabilidad. Diarios como El Mercurio y El Diario Ilustrado, manifestaron abiertamente su respaldo a la moción, reconociendo en sus editoriales a Standard Oil como Royal Dutch Shell como las compañías más idóneas para impulsar los trabajos. El propio duopolio tuvo un rol activo en la discusión, publicando insertos en la prensa de Santiago manifestando su disposición en participar en los sondeos, asumiendo íntegramente el riesgo de las inversiones. A cambio, y sin considerar la literalidad de la norma, exigían que las condiciones de explotación fuesen semejantes a las pactadas con otros gobiernos latinoamericanos, con contratos a un período no menor a 40 años y derechos fiscales que oscilaban entre el 12,5% y el 16,6% de los ingresos brutos. En un memorándum enviado a la Cámara de Diputados, las compañías solicitaron, además, eliminar los artículos que reservaban al Estado la exploración y explotación del petróleo y el privilegio exclusivo para rastrear otros posibles yacimientos en el territorio nacional14.

Las presiones del duopolio fueron percibidas como indebidas, al punto que los todos sectores políticos (incluso los reacios al monopolio estatal) coincidieron en el riesgo político y simbólico dejar en manos extranjeras una actividad estratégica, más cuando el control abarcaría desde la explotación de los yacimientos hasta la distribución del combustible refinado. La posición hegemónica de Standard Oil y Royal Dutch Shell se manifestó en momentos en que el ministro de Economía estimaba, en julio de 1944, que la cuota de combustibles asignada por el gobierno de Estados Unidos no superaría ese año los diez millones de litros mensuales, con el agravante de registrar el retraso que se supuso intencional en el arribo de buques cisternas del duopolio, lo que obligó durante meses a severas restricciones sobre el tránsito vehicular15.

Sin que la propuesta fuese analizada en detalle, el gobierno optó por retirarla del Congreso. Un diputado conservador, Fernando Aldunate, propuso reemplazar el proyecto por otro simplificado que autorizaba al Presidente de la República a celebrar contratos ad referéndum que asegurasen la realización de un programa de investigaciones que permitieran explorar y explotar yacimientos fiscales. Los convenios suscritos, sin excepción, debían ser ratificados por el Congreso16. El Presidente Ríos, en cambio, anunció la decisión de perseverar en la búsqueda excluyente de petróleo, asumiendo, a través de la CORFO, la responsabilidad financiera y técnica de localizar yacimientos y organizar la logística necesaria para su aprovechamiento comercial.

Petróleo en Magallanes

El 25 de diciembre de 1945 fue descubrimiento el primer depósito de petróleo en Springhill (Manantiales), en Tierra del Fuego. La noticia causó una algarabía popular y fue transversalmente reconocido como un logro de los gobiernos radicales, quienes perseveraron en la continuidad de las prospecciones en momentos financieros críticos y en medio de un conflicto mundial. Un editorial de La Nación resumió el hallazgo como “la confirmación de una esperanza largamente mantenida por la nación entera, porque tal noticia constituye el advenimiento de una nueva y portentosa era para los intereses nacionales y para el progreso general de la República”17.

La irrupción del petróleo en Magallanes enfrentó al país a la disyuntiva de tener una legislación que reservaba su propiedad en el Estado, sin prever los mecanismos que hicieran viable su explotación y posterior comercialización. La propuesta se concretó en febrero de ese año, cuando el gobierno entregó formalmente a CORFO la explotación de los yacimientos y el desarrollo de la infraestructura necesaria.

El descubrimiento de petróleo fue la fase inicial de un proceso que no había sido contemplado en la eventualidad de su hallazgo: qué hacer con el petróleo, considerando que, hasta entonces, la legislación se había limitado a reservar su propiedad en el Estado sin prever los mecanismos que hicieran viable su explotación y posterior comercialización.

En enero de 1946, los diputados socialistas Juan Efraín Ojeda y Astolfo Tapia propusieron traspasar a CORFO el desarrollo integral de la actividad, desde su explotación y refinación hasta su distribución, sin intervención de capitales particulares, fuesen estos nacionales o extranjeros18. Hasta la concreción de la infraestructura industrial, el petróleo de Magallanes se destinó a abastecer el mercado uruguayo, con la venta de la totalidad de la producción por la estatal Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (ANCAP) y a cubrir, a fines de la década, las necesidades regionales de gasolina, diesel y gas.

El hallazgo de nuevos yacimientos durante 1946 supuso al Estado el diseño y concreción de obras de ingeniería de alta complejidad, en un entorno hostil y distante de núcleos urbanos. La apertura de caminos y la construcción de muelles de embarque se constituyó en la fase inicial de un proceso que implicó levantar en Magallanes enormes estanques de depósito, tender oleoductos y habilitar servicios esenciales que dieran continuidad a los trabajos. La CORFO, responsable de la totalidad de los trabajos, consideró factible la posibilidad que, en un plazo no mayor a quince años, el crudo de Magallanes permitiría abastecer los requerimientos de combustibles del país, por lo que la construcción de una gran refinería nacional debía ser prioritaria.

Aunque la destilación era monopolio del Estado, hasta entonces se había autorizado el funcionamiento de pequeñas refinerías privadas en Santiago, Coquimbo, Talcahuano e Iquique. Dos propuestas para construir una estatal, diseñadas por los hermanos Walter y Roberto Müller en 1927 y 1939, respectivamente, no alcanzaban a suprimir las importaciones de combustibles, pero daba al Estado una participación relevante en el mercado, pudiendo incidir en su precio de venta o crear reservas.

Las refinerías de los hermanos Müller fueron descartadas por su alto costo, pero el tema continuó en la palestra. En 1940, Standard Oil solicitó levantar un complejo industrial en las cercanías del puerto de San Antonio para refinar en el país el crudo importado, con una inversión superior a los US$30 millones, lo que permitiría ofrecer combustibles de producción nacional a un valor significativamente inferior al ofertado hasta entonces.

La iniciativa fue rechazada por el gobierno de Aguirre Cerda por constituir un derecho del Estado, una decisión que forzó a tomar una decisión concluyente sobre el rol fiscal en la materia. Un año después, un estudio geológico encargado por CORFO en Estados Unidos determinó que las reservas petrolíferas de Magallanes se distribuían entre la isla Tierra del Fuego y el continente en una superficie que se extendía entre los 35 y 40 mil kilómetros cuadrados, equivalentes al tamaño de Suiza o Países Bajos (Bohan & Pomeranz 1960, 183). La misma fuente señalaba que Springhill (Manantiales), donde se concentraron las prospecciones iniciales, tenía reservas aproximadas a los 30 millones de barriles, por lo que su duración no se extendería más allá de los siguientes siete años.

De acuerdo con el estudio, la única certeza que existía sobre la actividad es que el principal yacimiento tenía fecha de caducidad, por lo que la proyección de la industria petrolífera al largo plazo exigía, por un lado, cuantificar con criterios científicos el volumen de sus depósitos y, por otro, diseñar, desde el Estado, una política integral sobre el recurso. En mayo de 1946, la Standard Oil manifestó su interés por realizar estudios geológicos en búsqueda de nuevos yacimientos de Magallanes, contribuyendo con su experiencia, técnicos y maquinarias, a condición de que el Congreso promulgase una ley petrolífera que garantizase una participación proporcional al Estado como propietario del recurso y a la Standard Oil como inversor. Años más tarde, el diputado socialista Isaac Castro recordaba que la idea de proporcionalidad de la compañía consistía en reservarse el 51% de las acciones de la sociedad explotadora a formarse para ello19.

Como ocurrió en 1944, las presiones de Standard Oil fueron seguidas de informaciones que cuestionaban la capacidad financiera del Estado para explotar los yacimientos, al punto que El Mercurio sostuvo que CORFO había solicitado al gobierno financiar parte de sus inversiones con créditos otorgados por inversionistas privados nacionales20. Si bien las afirmaciones fueron refutadas, el desarrollo de industria petrolífera nacional se vio limitada por el rechazo del gobierno norteamericano, a través del Export Import Bank, para financiar su expansión. La primera vez, en junio de 1946, la negativa se justificó en que no era posible financiar proyectos que podían ser capitalizados a través de inversiones privadas. La segunda, en marzo de 1948, se fundamentó en que el Departamento de Estado recomendaba realizar prospecciones petrolíferas en América Latina con apoyo de trust petroleros, aduciendo su mayor experiencia y preparación tecnológica para realizarlas21.

El vínculo entre Standard Oil y Washington ha sido analizado en competentes investigaciones (Cote 2013; Salas 2005; Spencer 1996; Singh 1989). El rol de compañía en episodios relevantes, como en la Guerra del Chaco, se ha demostrado como incuestionable, al igual que su influencia en los golpes de Estado en Perú y Venezuela, que en 1948 llevaron al poder a Manuel Odría y Carlos Delgado Chalbaud, partidarios de crear marcos regulatorios favorables a inversión privada en la industria petrolera. En el caso de Chile, a la denunciada posición hegemónica de Standard Oil se sumó un factor geopolítico que reforzó las suspicacias sobre los alcances de sus inversiones. En junio de 1946, el diputado comunista Ricardo Fonseca planteó que para una compañía del tamaño e influencia global el verdadero interés de la petrolera no era el petróleo, sino el control del estrecho de Magallanes, una idea que tiempo después fue retomada por, el socialista César Godoy, señalando que no era ilógico suponer que el dominio del paso entre dos océanos fuese una opción en caso que Estados Unidos pudiese ser privado del Canal de Panamá22.

Una de las decisiones que mejor relata la posición oficial respecto de Standard Oil se reflejó al momento de decidir el emplazamiento de la futura refinería nacional. Previo a la solicitud a Universal Products Oil de Chicago de un estudio para determinar la factibilidad técnica de construirla, en 1947 la CORFO eligió Concón, una localidad al norte de Valparaíso, situada a 27 kilómetros del puerto de desembarque de Quintero y a 18 kilómetros de la línea del ferrocarril Valparaíso-Santiago. Concón era la segunda alternativa de locación respecto de Barrancas, un pueblo distante 1,5 kilómetros de San Antonio, ciudad portuaria con instalaciones adecuadas para tender una cañería que transportase el crudo a la refinería. Barracas era también una estación del ferrocarril que comunicaba San Antonio con Santiago, una vía que complementaba la construcción de un proyectado oleoducto a la capital, a un costo significativamente menor23.

Las ventajas geográficas y económicas de Barrancas fueron confrontadas con el argumento que San Antonio era, desde 1913, el puerto donde Standard Oil descargaba su combustible y mantenía sus depósitos de reserva. Levantar la refinería en esa localidad podía ser interpretado como un gesto intolerable de apoyo hacia una compañía históricamente hostil hacia la institucionalidad nacional.

La opción de Standard Oil de constituirse en Chile como una sociedad anónima en 1947, con representación directiva de gremios de la producción y el comercio nacionales, contrastó con el anuncio del gobierno de promover la industrialización del petróleo con recursos propios, destinando US$35 millones para la proyectada refinería en Concón. Para obras de infraestructura mayor en Magallanes se asignaron más de US$25 millones, lo que permitió concluir las obras del oleoducto entre Manantiales y caleta Clarence, con una extensión de 68,4 kilómetros y capacidad para transportar quince mil barriles diarios, depositados en estanques con capacidad para 180 mil barriles24. En 1949 se inició la construcción de una planta de gasolina en el cerro Manantiales levantada por Hudson Engineering Corporation de Houston, con una capacidad de tratamiento de 800 mil m3 diarios. Junto a la planta se instalaría una columna de destilación para refinar en Magallanes una pequeña parte del crudo, abasteciendo las necesidades de gasolina, keroseno, diésel oil y fuel oil en la región. Manantiales fue puesto en producción en octubre de 1949 y, a mediados de 1950, el nuevo yacimiento de Cerro Sombrero. Al 31 de diciembre de 1950, la producción total alcanzaba a 108.929 m3 (Memoria ENAP 1951, 20; Claude 1948).

Con un desarrollo sostenido, en enero de 1950 el gobierno planteó la posibilidad de traspasar la administración de la actividad a un organismo cuyas operaciones se ajustasen a la rapidez que exigía las operaciones comerciales. Dos meses después, el Presidente Gabriel González Videla presentó al Congreso un proyecto que sugería la creación de una empresa petrolífera dependiente de la CORFO, para concentrar las operaciones de la industria en sus funciones industriales y comerciales25.

Aprobada por unanimidad, la Ley n° 9.618, de 19 de junio de 1950, creó la Empresa Nacional del Petróleo [ENAP], entidad que asumió íntegramente los derechos y funciones que correspondían al Estado sobre la exploración, explotación de los yacimientos petrolíferos, y de la refinación y venta del crudo y subproductos. El patrimonio de la empresa estaba formado por la totalidad de las inversiones realizadas por la CORFO hasta la fecha, además de los bienes y recursos asignados anualmente del presupuesto de la Corporación. Las utilidades y beneficios estarían destinados a incrementar su patrimonio hasta que la industria petrolera alcanzase su completo desarrollo.

Desnacionalizar la industria

La ENAP dio plena continuidad a los trabajos de búsqueda de yacimientos petrolíferos en Magallanes y explotación intensiva de los descubiertos. En diciembre de 1954 se encontraban en faenas trece pozos, con una producción total de 276.041,8 m3, un avance sostenido en relación a 1950, cuando el crudo extraído fue de 100.227 m3. En su etapa de prueba, previo a su plena operatividad en 1955, la Refinería de Concón recibió 162.870 m3, de los cuales el 63% era de procedencia nacional. La producción de gasolina y kerosene (33 y 9 millones de litros, respectivamente), fueron en su totalidad vendidos a las distribuidoras ESSO, Shell y COPEC, supliendo casi el 90% de la demanda interna. Con una incidencia todavía menor, la producción de petróleo diesel e industrial para la minería era lo suficientemente significativa como para prever el pleno abastecimiento nacional en un plazo no superior a los diez años. En sus primeros cuatro años, ENAP exportó 671.738,6 m3 de crudo a ANCAP, por un valor de US$13,4 millones y vendió 2,5 millones de kilos de gas propano licuado al ministerio de Industria y Comercio de Argentina. Entre 1951 y 1954, ENAP registró balances financieros positivos, lo que le permitió proyectar inversiones para aumentar en la producción a 420.000 m3 en 1955, con el objetivo de ocupar a totalidad de la capacidad de la refinería de Concón y suplir las importaciones de crudo desde Arabia (ENAP, Memoria 1954, s.p.).

El crecimiento de la compañía se explica tanto por el control monopólico sobre la producción de combustibles como por la continuidad del respaldo financiero de CORFO, lo que le permitió crear un fondo de reserva superior a los $645 millones. La solidez financiera de ENAP contrastaba con la grave situación financiera del Estado, cuyo déficit para 1954 fue estimado en 24 mil millones de pesos, equivalente al 12,5% del PIB26. La crisis económica llevó al gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en febrero de 1953, a impulsar una profunda reforma a la administración pública con el fin de disminuir el gasto fiscal. Esto significó la jerarquización de los trabajadores del Estado a partir de la evaluación de sus funciones y desempeño, lo que se tradujo en una reducción de la burocracia y del número de oficinas públicas.

En este proceso de reorganización del Estado, y como un giro a los objetivos impulsados por los gobiernos anteriores desde Pedro Aguirre Cerda, el gobierno de Ibáñez propuso un proyecto de ley sobre capitalización pública y privada, la iniciativa era un cambio en el paradigma desarrollista chileno, donde los esfuerzos financieros del Estado se centraron en el desarrollo de grandes proyectos industriales que permitirían en el corto plazo alcanzar un alto standard de vida. Para Ibáñez, la regla fiscal debía sostenerse en el ahorro, la sobriedad en el gasto público y el incremento en la capitalización nacional, obligando a la banca privada, a las compañías de seguro e instituciones de previsión a invertir parte de sus excedentes en bonos, debentures, acciones y valores de instituciones capitalizadoras del Estado. Esto permitiría desarrollar la actividad agropecuaria, un área cuyo crecimiento era considerablemente menor que el del aumento de la población (1,3% y 1,75%, respectivamente) y de la cual se proyectaba un crecimiento del 40% en los siguientes ocho años27.

La reorganización alcanzó a CORFO, entidad que desde 1954, comenzó a financiar parte de sus programas de desarrollo con cobros adicionales asociados a los servicios implementados y recursos gestionados en el sistema bancario, nacional o internacional. El 8 de agosto de ese año, el gobierno, como parte del plan de reestructuración fiscal, presentó al Congreso una iniciativa orientada a distinguir las inversiones públicas en infraestructura o servicios de los gastos generales declarados en la Ley General de Presupuestos. La propuesta declaraba que proyectos estratégicos, como la actividad petrolífera, habían logrado consolidarse lo suficiente para administrarse de forma autónoma.

El gobierno planteó a CORFO la urgencia de promover el crecimiento industrial o manufacturera, priorizando la actividad agropecuaria con el fin de incrementar la producción de alimentos28. Para facilitar la expansión de ENAP, el gobierno la eximió durante cuatro años del pago de todo tipo de impuestos, debiendo, en ese lapso, destinar sus rentas o utilidades al desarrollo de la industria. Esto complementaba de la decisión del gobierno, en noviembre de 1954, de dar a la empresa su autonomía financiera una vez que la refinería de Concón entrase en operaciones29.

La decisión del gobierno, en 1954, de eximir a la petrolera del pago de impuestos, en la práctica, debe interpretarse como un subsidio indirecto cuantioso y perjudicial hacia las transnacionales, considerando que el combustible producido localmente se valoraba al costo establecido de petróleo crudo, esto es, sin considerar el costo de transporte y los aranceles. Sin perjuicio de ello, el carácter público de ENAP debería conciliar, en el corto plazo, su función social con criterios administrativos propios de una sociedad anónima, lo que obligaba a reestructurar sus operaciones comerciales y reformular parte de sus proyectos. La directiva expuso a las autoridades que la complejidad del plan de crecimiento requería inversiones propias de una actividad en pleno desarrollo. En el período 1954-1958, ENAP tenía por meta una producción 20.000 barriles diarios, cantidad estimada para abastecer el consumo normal a fines de la década. Esto implicaba, entre otros gastos, la construcción de gasoductos desde Concón a Valparaíso y Santiago, y la compra de al menos tres buques cisternas para el transporte del crudo desde Magallanes a Quintero. Como parte de sus funciones, ENAP además debía realizar prospecciones en los lugares donde había denuncios de petróleo o se presumía su existencia30.

Para el gobierno de Ibáñez, la inclusión de capitales privados en la actividad era un tema ineludible, pues era necesario aumentar la producción de petróleo, en un período en que la demanda por combustibles era creciente, y para garantizar la disponibilidad de reservas para afrontar periodos de escasez. La medida que se ajustaba a la realidad económica fiscal, sin que eso significase alterar la normativa en cuanto a la propiedad de las reservas ni cualquier derecho imprescriptible en favor del Estado.

Uno de los temas recurrentes en la prensa del período fue la denuncia respecto a las inversiones en infraestructura de ENAP en Magallanes, insuficiente para extraer y depositar cantidades proporcionales a las crecientes necesidades del mercado nacional. Se trataba, para muchos, de un emprendimiento fiscal de valor meramente simbólico, que involucró un costo mayor a un Estado sin capacidad para intervenir técnica y financieramente en labores ejecutadas por compañías privadas.

Esta aseveración quedó de manifiesto cuando, poco tiempo antes de entrar en operaciones, se hizo público que la refinería de Concón ocuparía solo un tercio de su capacidad con petróleo nacional, destinando los dos tercios restantes a elaborar combustibles con crudo importado31. El propio gobierno, en noviembre de 1954, utilizó este argumento para justificar la presentación de un proyecto de ley que autorizaba a ENAP para celebrar contratos con personas naturales o jurídicas para la exploración y explotación de yacimientos petrolíferos en el país.

La indicación generó dudas de diversos sectores políticos sobre sus objetivos, si se comparaba la situación chilena con la de países donde la capacidad de producción era notoriamente inferior: en 1954 Francia producía el 1,1% del petróleo que refinaba, Inglaterra el 0,17% e Italia el 0,53%. ENAP también había anunciado en julio del mismo año que, el país alcanzaría en 1958 su plena autonomía en la producción de combustibles32.

Meses antes de la presentación de la propuesta, Julio Ruiz Bourgeois, anterior ministro de Economía y Vicepresidente de CORFO en el gobierno de Gabriel González Videla, acusó que cualquier idea en torno a la entrega de concesiones petrolíferas, echando por tierra la legislación vigente que reservaba para el Estado su exclusiva propiedad solo tendría como objetivo favorecer a uno de los dos grupos internacionales con subsidiarias en Chile33.

Para Ruiz, la insistencia de presentar la política petrolífera como un descalabro para las finanzas públicas parecía responder a una ofensiva comunicacional de Standard Oil. La crítica de Ruiz parece comprobarse en diciembre de 1954, cuando el ministro de Hacienda, Jorge Prat, recibió del Secretario de Estado norteamericano, Herbert Hoover Jr., una propuesta para renegociar parte de la deuda pública con el Fondo Monetario Internacional con la venta de la refinería de Concón, señalando que se trataba del único capital avaluable en una actividad cuyo futuro, en manos del Estado, seguía siendo incierto. Hoover planteó la idea de vender a capitales privados las reservas petrolíferas existentes, una medida permitiría a Chile capitalizar su economía y beneficiarse la rebaja del precio de combustibles por el aumento de la producción34.

Prat se comprometió a solicitar al gobierno de los Estados Unidos ayuda para redactar una legislación petrolera adecuada, sugiriendo que el proyecto para abrir la industria a inversiones particulares debía ajustarse para concretar la propuesta de Hoover. En efecto, la propuesta de apertura de la actividad resultaba poco atractiva, al no alterar la condición jurídica del petróleo como reserva del Estado, incluso conservando el privilegio de usufructo un porcentaje menor del producto extraído. La inserción de capitales privados, de acuerdo a la moción, esta vez quedaba condicionada a dos aspectos esenciales: la inclusión de ENAP en las sociedades beneficiadas con concesiones y la mantención del privilegio exclusivo de la empresa estatal para continuar con prospecciones en Magallanes35.

Los parlamentarios de derecha defendieron la integración del capital privado como una medida pragmática, al permitir un ordenamiento de las finanzas públicas. Partidarios del libre mercado y críticos de la función social del Estado, conservadores, liberales y agro-laboristas asociaron el rebrote inflacionario de inicios de la década con uso del presupuesto nacional por parte de los gobiernos radicales, período en el cual los fondos públicos que debían destinarse a gastos se destinaron preferentemente a inversiones. Esta situación obligaba a la redistribución de los recursos sobrantes, forzando emisiones y a sucesivas reformas al régimen tributario. Sin un orden fiscal, la economía chilena financió su industrialización con impuestos y contribuciones, no con empréstitos36.

Para sectores de izquierda, en cambio, la eventual liberalización de la actividad petrolífera fue considerada una decisión insensata, al desconocer la experiencia histórica sobre el predominio de capitales privados sobre recursos estratégicos, sacrificando el esfuerzo precedente por perseverar en una política económica nacionalista exitosa. Incluso, al margen de sus deficiencias, el proceso de industrialización promovido por el Estado tenía un valor simbólico incuestionable, al fomentar el crecimiento interno y ser implementado en un periodo marcado por la peor crisis financiera del país, prescindiendo de capitales privados. Desde 1938 a 1952, la producción industrial fabril creció a una tasa anual promedio de 5,5%, y en igual período, el poder adquisitivo de los obreros chilenos se incrementó un 70,7%37.

La capitalización fiscal fue más lenta de lo esperado, fundamentalmente porque la capacidad de producir era menor que lo que exigía la demanda nacional. La defensa de rol del Estado fue acompañada de una retórica que refería a las presiones de compañías extranjeros para intervenir una actividad en condiciones similares a lo realizado en Perú y Bolivia. Abrirles la posibilidad de insertarse en la industria, a juicio del senador radical Luis Bossay, derivaría en el retroceso del país “hacia las épocas más negras del coloniaje económico y de las concesiones en favor de los intereses imperialistas de los consorcios internacionales”38.

Para el senador del partido Democrático del Pueblo, Humberto Martones, la apertura de la actividad a privados no pasaba de ser una estrategia promovida por grandes corporaciones, las que esperaron por diez años la evolución de la actividad, periodo en el cual ENAP demostró su eficacia al levantar una industria que surgió sin apoyo crediticio externo y con presiones para restringir su plan de desarrollo. Autorizar el ingreso de capitales privados significaba desnacionalizar la explotación del petróleo y burlar el espíritu nacional: “las conquistas del pueblo son sociales, como en la legislación social, o económicas, como en la nacionalización de sus riquezas naturales. En este caso, se desea atentar contra una conquista económica del pueblo”39.

Independiente de arraigo popular de las políticas estatistas y la defensa de la institucionalidad nacional, la opción del gobierno al impulsar la integración de capitales privados en la actividad petrolífera no incentivó la inversión y, por el contrario, actuó como un eficaz aliciente a la especulación. Hubo centenares de solicitudes de pertenencias con posibles evidencias de hidrocarburos en la Pampa del Tamarugal (Tarapacá), Viña del Mar, Batuco (Santiago) y Chiloé. Solo en la zona comprendida entre los departamentos de Chanco y Constitución, una de las zonas de mayor índice de ruralidad del país, en agosto de 1955 se inscribieron más de treinta solicitudes40.

En junio de 1955, el gobierno retiró del Congreso el proyecto que autorizaba a la ENAP para celebrar contratos con privados41. En enero del mismo año, el propio Ibáñez había informado al embajador norteamericano en Chile, Willard Beaulac, de la decisión de retirar la moción de noviembre del año anterior y proponer otro que, bajo criterios técnicos, financieros y políticos, conciliase los intereses públicos con los particulares. Al recordar Bealuac la propuesta de Hoover al ministro de Hacienda, poniendo en venta lo activos de la industria, Ibáñez le manifestó su voluntad de perseverar en el carácter estratégico del petróleo de Magallanes y el interés de que, en el futuro las empresas extranjeras pudiesen explorar y explotar en el resto del país “para ENAP”42.

La importancia de otorgar concesiones para la búsqueda de yacimientos no podía desmerecer, en opinión del mandatario, la excepcional labor de la empresa estatal. La producción diaria en 1954 era de mil metros cúbicos diarios, cuya capacidad de carga era tres veces mayor al crudo despachado desde Magallanes. Se esperaba que, en 1958, la totalidad de la gasolina y kerosene consumido en Chile tuviese su origen en los yacimientos de Magallanes y procesado en el país. La proyección era aún más auspiciosa, considerando que de los 55 mil kilómetros cuadrados de superficie con posibilidad de reservas, la búsqueda se había concentrado, hasta entonces, en 31 mil, restando el 56% del área por rastrear. En opinión del gerente de ENAP, Fernando Salas, el total de la cuenca petrolífera permitía suponer la existencia, en 1954, de depósitos de alrededor de cien millones de metros cúbicos, equivalentes a dos mil millones de dólares de la época43.

La riqueza de los yacimientos era, precisamente, el origen del interés de capitales privados. El aludido Herbert Hoover Jr., Secretario de Estado entre 1954 y 1957, era un reconocido ingeniero geofísico y propietario, entre otras sociedades, de la Union Geophysical, compañía que participó en el descubrimiento de petróleo en Magallanes en 1945. Las estimaciones de las reservas de hidrocarburos, presentadas por ENAP en 1954, eran estimaciones avaladas por Consolidated Engineering Corporation, de la cual Hoover era accionista.

Asumiendo que no había opción política para liberalizar la actividad, se apeló a pruebas controversiales, como el cuestionamiento a la formación profesional de los técnicos nacionales para desempeñarse en faenas petrolíferas e, incluso, sobre las estimaciones de las reservas. La principal premisa, sin embargo, giró en torno al denominado “argumento atómico”, cuyo objetivo era acelerar la explotación de las reservas existentes ante el avance del poder nuclear, capaz de generar cantidades ilimitadas de energía a partir de la fisión del átomo. Pese a que aún se encontraba en una fase experimental, la irrupción de la nueva matriz energética amenazaba a dejar sin valor los depósitos no explotados (Iñiguez 1963, 89).

La inminencia del átomo como fuente de generación de energía se transformó en un tema de debate público, en momentos en que se iniciaban en Chile exploraciones en búsqueda de minerales radioactivos y se discutía la formalización de una institucionalidad pública para el uso pacífico del poder nuclear. Mediante inserciones de prensa, Standard Oil promovió el riesgo proyectar el petróleo como reservas entendiendo que, en un plazo acotado, su valor y funcionalidad caducarían por el avance de fuentes de energía más baratas.

La propia petrolera publicó un folleto con citas de conocidos políticos y científicos que auguraban una pronta transición en la matriz energética global, destacando al propio gobierno boliviano de Víctor Paz Estenssoro, quien en 1953 había nacionalizado la industria petrolífera. Paz acordó con un empresario norteamericano la exploración del territorio en busca de nuevas reservas, señalando que “no podemos indefinidamente guardar el petróleo en una época en que la energía atómica comienza a ser utilizada con fines industriales”44.

En línea con la multinacional, parlamentarios de derecha se sumaron al clamor para presionar por la inclusión de capitales privados en futuras prospecciones petrolíferas, en vista de su pronta obsolescencia. Un diputado conservador, José Ignacio Palma, afirmó que, “así como el petróleo desplazó a la energía del vapor en el mundo, hoy día la energía atómica está reemplazando a la del petróleo. Probablemente, dentro del campo de la energía nuclear, los minerales radioactivos sean, en un futuro próximo, reemplazados por otros”45.

En un país donde el poder atómico aún no se disociaba de su uso bélico, y en tiempos en que su empleo ni siquiera era consensuado en la comunidad científica, la campaña no tuvo efecto alguno. El senador radical Luis Bossay alertado por el esfuerzo comunicacional y las presiones sobre el gobierno, advirtió que la capacidad del átomo para generar energía se encontraba en una etapa de desarrollo. Bossay, además, llamó a considerar, como un hecho esencial, que el uso de la energía nuclear dependía de las condiciones financieras y técnicas que tenían los países para adquirirlo, adaptarlo y asimilarlo, quedando su uso limitado a un número menor de naciones46. Poco tiempo después, un ensayo académico demostró la contradicción existente en Chile entre el discurso de las grandes compañías sobre el peligro del poder del átomo, con sus planes de inversión y un informe del gobierno norteamericano que retrasaba la expansión global de la energía nuclear para después de 1975, abarcando no más del 7% de los requerimientos energéticos mundiales (Baltra 1957, 8-12).

En medio de la discusión sobre el avance de la energía nuclear como matriz energética y la consecuente caducidad del petróleo, en noviembre de 1956 el gobierno repuso en el Congreso su propuesta para reformar la ley ENAP, solicitando nuevamente incorporar capitales privados en la exploración y explotación de petróleo, una moción que esta vez contaba el respaldo del Instituto de Ingenieros de Chile.

En estricto rigor, el apoyo del gremio a la idea del gobierno se englobaba en un análisis mayor, que sugería la urgencia de invertir más de mil millones de dólares en infraestructura pública. Solo el petróleo, de acuerdo a la estimación del Colegio de Ingenieros, requería inversiones por más de cien millones de dólares para abastecer el consumo del país, sin considerar la demanda de la Gran Minería. La única vía para lograrlo era incorporar capital privado a la actividad, el que podía asumir el riesgo financiero, con el aval de tener la organización técnica y el personal especializado. La atracción de capital tenía ventajas adicionales, como la posibilidad de obtener créditos para invertir en sectores prioritarios, como la agricultura. El deber del Estado, a juicio del gremio, debía centrarse en crear las condiciones necesarias para que los capitalistas extranjeros se vincularan con inversores e industrias nacionales y, en especial, orientar sus esfuerzos en asegurar de una vez el abastecimiento de combustibles en el país (Uribe 1954, 306-308).

La nueva propuesta del gobierno insistía en la urgencia por abastecer la totalidad de la demanda nacional, incluyendo, por primera vez, la necesidad de satisfacer la totalidad de los requerimientos de combustibles de las industrias cuprífera y salitrera. Para salvaguardar los derechos fiscales, la moción reservaba a ENAP la explotación de la provincia de Magallanes, pero definía con precisión el procedimiento para conceder concesiones y fiscalizar el cumplimiento de las obligaciones asumidas por los contratistas. El Estado limitaba a diez el número de concesiones otorgadas a inversor, quienes debían ser personas naturales o jurídicas con domicilio legal en Chile, con capacidad técnica y solvencia económica para explorar y explotar los yacimientos descubiertos. Cada concesión duraría treinta años, abarcando una superficie no mayor a 50 mil hectáreas cada una, obligándose a perforar un mínimo de 10 mil metros por cada 100 mil hectáreas.

Los concesionarios de explotación debían pagar, como único impuesto, el 50% de la renta líquida que obtuviesen, entendiendo por tal el monto de los ingresos totales obtenido por la venta de la producción, pudiendo descontar del costo de producción una cuota de agotamiento equivalente hasta el 15% de los ingresos. La indicación aludía hasta al precio de venta del crudo extraído, el que no podía ser menor al mejor precio medio que hubiese obtenido en el mercado para un producto de calidad similar47.

El ministro de Minería, Osvaldo Sainte Marie, al justificar la propuesta señalando que le parecía poco razonable que el Estado siguiese invirtiendo en una actividad cuyo éxito estaba sujeto al azar y que suponía beneficios efectivos a muy largo plazo, quizá no supuso que los inversionistas podían pensar lo mismo48. Ya en junio de 1944, el gerente de Shell en Chile, J. M. Baird-Smith, había advertido que era sabido que la única zona en Chile con probabilidad de tener reservas petrolíferas era Magallanes, y que por ello el interés de las compañías se limitaba a esa región, absteniéndose de cooperar en la búsqueda de petróleo en otras regiones (Iñiguez 1963, 91).

Aunque algunos parlamentarios consideraron las propuestas como proyectos a la medida para consolidar la estatización aun abriendo la actividad a privados, la crítica se centraba en el contrasentido de una indicación que, en la práctica, excluía la inversión privada al mismo tiempo que reafirmaba la descapitalización de ENAP. Más interesante, sin embargo, fue el que la ambigüedad de la propuesta solo corroborase el estatus de la industria petrolífera chilena como una excepcional política pública. Desde inicios de la década, los gobiernos también promovieron cambios en la minería cuprífera y salitrera, buscando controlar su producción y el precio de mercado, imponiendo un estanco sobre la producción en el primer caso, y como parte de la propiedad de las compañías explotadoras, en la segunda. En ambos casos, los resultados fueron perjudiciales, fuese por presiones externas o por la contracción estacionaria en la demanda global de ambos minerales.

En el caso del petróleo, en cambio, su declaración como bien nacional estaba directamente asociado con la fuerte defensa de su propiedad, incluso en momentos en que a posibilidad de liberar su explotación a pareció ser una decisión sensata. El simbolismo de una industria definida por un senador como “hija del esfuerzo chileno”49, tuvo un lado práctico igualmente valioso. Hasta entonces, las inversiones extranjeras en otros sectores productivos exigían garantías como destinar su producción a mercados externos y garantías que permitieran amortizar el capital inicial con cargo a las utilidades. En todos los casos, la cuantía de lo invertido era proporcionalmente menor a la riqueza de lo exportado y a la rentabilidad obtenida de su explotación. Un caso referencial fue el mineral de cobre de El Teniente. Con una inversión inicial de US$10 millones en 1926, en 1952 esta había aumentado a US$90 millones, un monto deducido íntegramente de las utilidades de la mina, las que en igual período superaron los US$320 millones50. Las inversiones extranjeras, como lo había demostrado el petróleo en México o la explotación frutícola en Centroamérica, no producían una gran expansión económica ni generaban efectos multiplicadores sobre las economías internas, porque los beneficios de la industria se concentraban en los países de origen de los capitales invertidos (Benítez 1990).

Conclusiones

La política petrolífera en Chile no solo abrió el camino para el gradual proceso de nacionalización del salitre y el cobre, sino que estimuló la formación de otras empresas estatales, que, exitosas en sus objetivos, desarrollaron áreas donde capitales chilenos y extranjeros no estuvieron disponibles para el riesgo. Fue el Estado quien creó la primera fundición de cobre del país, en tiempos en que el mineral se exportaba en bruto. Ante la escasez de azúcar durante la Segunda Guerra Mundial, CORFO innovó al introducir la remolacha, dando origen a la Industria Azucarera Nacional (IANSA), en lo que fue una genuina revolución en el campo chileno. La formación de la Compañía de Aceros del Pacífico (CAP) dio autosuficiencia al país del metal y se convirtió por décadas en el mayor abastecedor del continente (Vera 1964, 17-24).

Como ocurrió con el control estatal sobre la generación y distribución de electricidad, o con el monopolio de las telecomunicaciones, ENAP como estaba previsto, logró en 1962 abastecer de combustibles la totalidad del mercado vehicular y doméstico, y a dos tercios de la demanda de la gran minería, con inversiones que superaban los US$220 millones y un valor comercial de US$180 millones.

El control de sectores productivos sensibles no se articuló bajo un discurso antinorteamericano ni tuvo un trasfondo crítico al capitalismo como modelo económico. En el caso del petróleo, la resistencia hacia las grandes transnacionales derivó de su indiscutida influencia sobre las decisiones adoptadas por los gobiernos británico y norteamericano para evitar competencia. Como señaló en 1958 el diputado radical Raúl Hernan Brücher, la industria petrolera en Chile fue la consecuencia del interés manifiesto de esos países “de cerrar la llave de su apoyo económico a estas empresas que no han podido tener así toda la amplitud de su desarrollo”51. La práctica había demostrado su eficacia en regiones lejanas, como Arabia y Persia, donde la falta de financiamiento obligó a recurrir a los grandes intereses petroleros.

El gobierno de Ibáñez perseveró en dar urgencia a la tramitación del proyecto, el que fue incluido en la tabla de discusión parlamentaria por última vez en septiembre de 1957. Seis meses después la indicación fue archivada. Desde entonces, la inclusión de capitales privados en la industria dejó de ser parte de la discusión parlamentaria, asumiéndose como parte de las atribuciones que competían a ENAP. Sobre este punto, un factor de distensión estuvo en el anuncio del gobierno norteamericano, en 1960, de dejar sin efecto las restricciones a los créditos externos destinados a prospecciones petrolíferas por parte de Estados con reserva sobre los depósitos en sus territorios.

Aún en períodos de producción creciente, la ENAP mantuvo la política de realizar importaciones regulares de crudo, variando su origen desde los Estados Unidos a Arabia Saudita. El objetivo de consolidar su posición monopólica sobre la refinación de petróleo en Chile, señalado por la compañía, tiene un fundamento quizá más certero. El primero alude al sostenido descenso del valor del barril en el mercado, principalmente por la sobreproducción tras el término de la Segunda Guerra Mundial. El sostenido descenso en el precio de crudo en el mercado global hizo que fuese más rentable importarlo crudo y procesarlo en el país, que continuar explotándolo en Magallanes.

Con costos al alza, ENAP inició en 1959 prospecciones detalladas en la región de Tarapacá y en zonas costeras próximas a los grandes depósitos carboníferos de Lota. La enorme inversión solo sirvió para confirmar la inexistencia de reservas de hidrocarburos fuera de la región magallánica y la necesidad de la empresa de diversificar sus intereses en otras actividades para subsistir (Mordojovich 1965).

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Fecha de recepción del artículo: 21/08/2022

Fecha de aceptación del artículo: 18/10/2022


1 Universidad de Tarapacá.

ORCID: 0000-0003-0154-6446.

cdonoso@academicos.uta.cl

Investigación realizada como parte del proyecto FONDECYT Regular 1200297.

2 El Diario Ilustrado, 17.06.1933.

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4 DE 29, 18.01.1949, 1.324.

5 La Nación (Santiago) [en adelante LN], 31.05.1939.

6 Cámara de Diputados. Sesión Extraordinaria [en adelante DE], n° 20, 10.04.1939, 1.087.

7 Cámara de Diputados. Sesión Ordinaria [en adelante DO], n° 24, 11.07.1944, 930.

8 DO 2, 28.04.1942, 133-139.

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11 DO 24, 11.07.1944, 916.

12 DO 24, 11.07.1944, 915-925.

13 LN, 08.09.1944.

14 DO 28, 12.07.1944, 1.037.

15 LN, 12.07.1944 y 15.07.1944.

16 DO 29, 12.07.1944, 1.078.

17 LN, 31.12.1945.

18 Cámara de Diputados. Sesión Extraordinaria [en adelante DE] 30, 15.01.1946, 1.680-1.681

19 DO 2, 28.05.1946, 115; DO 40, 03.08.1954, 1.947.

20 Cámara de Senadores. Sesión Ordinaria [en adelante SO] 7, 11.06.1946, 455-456.

21 DO 6, 05.06.1946, 237; DE 30, 19.01.1949, 1.368.

22 DO, 05.06.1946, 237; DE 30, 19.01.1949, 1.369.

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25 SO 2, 30.05.1950, 28-35.

26 SO 6, 09.06.1954, 262.

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28 DO 5, 08.06.1954, 177-179.

29 DE 84, 20.04.1955, 5.242.

30 DO 5, 08.06.1954, 182-184.

31 DO 35, 27.07.1954, 1.707; DE 23, 23.11.1954, 1.641; Las Noticias de la Última Hora (Santiago), 01.08.1954.

32 SE 7, 21.06.1955, 230.

33 SO 23, 17.08.1954, 1.501

34 Foreign Relations of the United States, volume IV, 1952-1954, Doc. 220 (825.2311/12-254), 02.12.1954.

35 DE 28, 23.11.1954, 1.641-1.647.

36 SO 23, 13.01.1954, 1.021-1.022.

37 SO 3, 01.06.1955, 96-97; SO, 15.11.1955, 417.

38 SE 28, 01.09.1954, 1.933.

39 SE 25, 24.08.1954, 1.791.

40 DO 79, 13.09.1955, 3606 y DE 1, 30.09.1955, 131-132.

41 DO 8, 08.06.1955, 237.

42 Foreign Relations of the United States, vol. VII,1955-1957, Doc. 374 (825.002-2755), 26.01.1955.

43 SE 25, 24.08.1954, 1.709; SE 28, 01.09.1954, 1.934-1.936; SE 7, 21.06.1955, 229.

44 DO 35, 27.07.1954, 1.707.

45 DE 35, 13.12.1956, 2.106.

46 SO 28, 01.09.1954, 1.946.

47 DE 22, 27.11.1956, 1.374-1.386.

48 Panorama Económico (Santiago), n° 171, 1957, 405-406.

49 SO 23, 17.08.1954, 1.500.

50 SO 37, 27.04.1954, 1.950.

51 DO 44, 05.02.1958, 3.373-3.374.

pp. 99-135 - Anuario CEEED - N°18 - Diciembre/Mayo 2022

Año 14 - e-ISSN 2545-8299