La máquina de escribir, las relaciones de género y el trabajo administrativo (Buenos Aires, primera mitad del siglo xx)

 

Graciela Queirolo i

graciela.queirolo@gmail.com

 

Introducción

 

¿Tienen género los objetos? ¿Cuándo algo es de mujer? ¿Cuándo algo es de varón? La máquina de escribir es una perla para intentar responder esas preguntas. Con frecuencia, se la presenta como un artefacto que, cuando lo opera un cuerpo masculino, se vincula inmediatamente a la creación literaria. En cambio, cuando lo opera un cuerpo femenino, se asocia al trabajo administrativo. Basta leer el interesante ensayo de Martyn Lyons (2018) para confirmar esta apreciación.

Invitada a participar en un panel para reflexionar cuál es el aporte de la perspectiva de género a la Historia de la industria y los servicios, me parece una sugestiva manera para iniciar el análisis. Vale la pena señalar que este encuentro tuvo lugar en septiembre de 2019, en un contexto de intensa acción de los movimientos feministas que venía creciendo desde marzo de 2015 cuando mujeres del campo cultural y familiares de víctimas de la violencia machista convocaron a una maratón de lecturas y performances para repudiar los femicidios. Si bien los estudios de género y la Historia de las Mujeres ya conformaban un campo académico en notable expansión desde las décadas finales del siglo xx, la combinación con la nueva explosión feminista los ubicó en un lugar de mucha mayor visibilidad, interés y hasta legitimidad. En esta coyuntura transcurrió el panel mencionado.

 

Herramientas, empleadas y empleados, oficinas

 

Desde fines del siglo xix, la máquina de escribir se convirtió en una herramienta que representó cambios técnicos y sociales en las burocracias capitalistas. Más allá de los diferentes relatos que circulan en torno a su origen, la invención se atribuye a Christopher Latham Sholes, en 1873, mientras que la producción a la empresa norteamericana Remington, un año más tarde.[1] Lo indiscutible es su aceptación internacional. En la Argentina, en 1899, ya se importaban máquinas de escribir, según testimonian las publicidades de la revista Caras y Caretas.

La novel herramienta resolvió las nuevas exigencias productivas de la economía que requería una mayor cantidad de todo tipo de documentos escritos devenidos imprescindibles para las operaciones industriales, comerciales y financieras. En 1925, una columna de la revista Para Ti anunciaba: “hace cincuenta años los hombres de negocios enviaban dos o tres cartas al día; actualmente, con ayuda de la máquina, despachan centenares” (Para Ti, 7 de julio de 1925: 14). Asimismo, un acercamiento a la magnitud de la expansión del movimiento epistolar y, por extensión, a los volúmenes del papeleo burocrático, se encuentra en la cantidad de cartas que circularon en la ciudad de Buenos Aires: si en 1915 se contabilizaron cerca de quinientos millones de piezas de correspondencia, en 1922, el número había crecido a casi ochocientos millones (Anuario Estadístico de la Ciudad de Buenos Aires, 1925: 219).

La máquina de escribir ofreció legibilidad, uniformidad y reproducción de un mismo documento, al tiempo que garantizó la velocidad de la escritura. Las veinte palabras por minuto de la escritura manual quedaron cortas frente a las cuarenta, cuando no sesenta, palabras por minuto de la escritura a máquina que se alcanzaban con el “método científico de la escritura al tacto” -uso de los diez dedos de las manos sin mirar el teclado-. De esta manera, “a finales del siglo xix y principios del siglo xx, la máquina de escribir se transformó en el emblema mismo del progreso y la modernidad” (Lyons, 2018: 250), dentro de los “escritorios” u “oficinas modernas” -denominaciones de los años bajo estudio-. Estos nuevos espacios de trabajo reunieron a mujeres y varones con la nueva tecnología que junto a la notable máquina de escribir incluía, además, el teléfono, la máquina de calcular y otros numerosos instrumentos mecánicos.

Tempranamente, la máquina de escribir se asoció con las mujeres y la ocupación de dactilógrafa, devenida un “trabajo de mujer”. Las voces de la época se refirieron al inventor del artefacto como “el hombre que libertó a las mujeres” (Para Ti, 7 de julio de 1925: 14), y se le atribuyeron reflexiones como esta: “siento que he hecho algo en beneficio de la mujer que trabaja. Esto la capacitará para ganar más fácilmente sus medios de vida” (Nuevo Manual de Dactilografía para máquinas Remington, 1939: 28). Algunas interpretaciones historiográficas referidas a Estados Unidos y Francia explicaron el incremento de la presencia de las mujeres en las oficinas como una consecuencia de la adopción de la máquina de escribir (Davies, 1982; Fine, 1990; Gardey, 1995). Asimismo, en la sociedad argentina, la dactilografía se representó como una ocupación femenina. Basta mencionar que las instituciones de enseñanza comercial publicitaron sus cursos con imágenes de mujeres sentadas detrás de un teclado (Imagen 1).


 

Imagen 1: Nuevo Manual de Dactilografía para máquinas Remington, 1939

Fuente: Nuevo Manual de Dactilografía para máquinas Remington, 1939, p. 29.

 

Asimismo, otros supuestos sellaron los destinos de las mujeres con la máquina de escribir y las tareas administrativas en general: su motricidad fina, es decir, una destreza manual propicia para operar ágilmente el teclado y una especial paciencia para ejecutar tareas monótonas como la trascripción mecanográfica. Además, el hacer de las tareas burocráticas asumió similitudes con el hacer de las faenas domésticas: el orden de los útiles y la disposición para atender las múltiples demandas de otras personas guardaban cercanos parecidos con el orden del hogar y los cuidados a los familiares. De este modo, las dactilógrafas desplegaron en el espacio público una naturaleza femenina. Semejante extensión de sentidos contribuyó a un proceso de feminización de la profesión.

Dentro de los “escritorios”, el trabajo de mujeres y varones se organizó según una división técnica. Ellas predominaron en las tareas burocráticas, mientras ellos lo hicieron en las tareas contables: la dactilógrafa y la secretaria junto con el tenedor de libros y el jefe fueron empleados emblemáticos en estos espacios (Imagen 2). Los avisos clasificados del diario La Prensa, principal matutino de la Argentina, permiten elaborar datos para respaldar la afirmación anterior. A lo largo de 1920 y 1950, de diez avisos que pedían dactilógrafas o dactilógrafos para oficinas privadas, siete solicitaban mujeres. En cambio, de diez avisos que solicitaban tenedores de libros, alrededor de nueve solicitaban varones.

 


 

Imagen 2: Oficina moderna, 1943

Fuente: Jan y Ollúa (1943: 10).

 

Empleadas y empleados de escritorio debieron acreditar saberes comerciales para desempeñarse como tales. Dentro de ellos, se destacaron la mecanografía, la taquigrafía, la redacción comercial, la teneduría de libros y la contabilidad que principalmente se adquirieron en instituciones de educación informal entre las que brilló por su especialización y presencia nacional (y hasta internacional) Academias Pitman. Con el eslogan de “cursos fáciles y rápidos que Ud. puede aprender en clase o por correspondencia”, Pitman ofreció capacitaciones doblemente breves ya que solo requerían un par de horas diarias a lo largo de unos pocos meses (entre tres y dieciocho, según la especialidad). La modalidad de enseñanza postal -”por correspondencia”- facilitó aún más la difusión de la propuesta. En definitiva, Pitman, al igual que otras innumerables instituciones de educación informal, ofrecía una formación que se podía adquirir mientras se realizaba un empleo o el trajín doméstico. El único requisito indispensable era la alfabetización. Gracias a la expansión de la educación primaria, desde fines del siglo xix, muchas personas cumplían con él. En la ciudad de Buenos Aires, en 1914, de cien personas, 77 eran alfabetas, mientras que, en 1947, alrededor de 94 lo eran (Tedesco y Cardini, 2007: 462). Cierto es que los saberes comerciales también se podían aprender -y sin duda perfeccionar- dentro del espacio de trabajo a partir del entrenamiento de otra persona y la práctica cotidiana. No en vano las publicidades marcaron las diferencias entre el personal “improvisado” y el personal “profesional” y subrayaron las ventajas técnicas de los segundos -simbolizadas con el “diploma Pitman”- para una movilidad ocupacional ascendente.

Los empleos de escritorio conformaron una interesante opción para aquellas personas que debían emplearse para vivir, ya sea porque solo poseían su cuerpo y, en el mejor de los casos, algún tipo de saber, o porque tenían bienes materiales que no eran suficientes, o porque habían perdido capitales que alguna vez habían tenido; en definitiva, para la clase trabajadora integrada por todas aquellas personas jurídicamente libres pero económicamente dependientes. A diferencia de otras ocupaciones asalariadas, los empleos administrativos prometían mejores remuneraciones -producto de la alfabetización y los saberes técnicos-, carreras laborales y un relativo menor deterioro físico.

Un último elemento identificó a las y los empleados de escritorio: la “buena presencia”, según la expresión de los avisos clasificados, es decir, el traje con corbata para los varones, las blusas y los zapatos con tacos para las mujeres. En otras palabras, una apariencia elegante los separó nítidamente de las y los trabajadores manuales y domésticos[2].

Por todo lo dicho, el contacto con la alfabetización y los saberes comerciales dentro de una sociedad que estaba empezando a dejar de ser analfabeta, la posibilidad de la movilidad ocupacional ascendente premiada con mayores salarios que habilitarían un mayor poder adquisitivo y la apariencia elegante, otorgaron a las ocupaciones administrativas, y por extensión a sus trabajadores, importantes cuotas de prestigio social que las distinguieron jerárquicamente de otras ocupaciones asalariadas. A partir de la combinación de niveles educativos, niveles salariales, carreras laborales y la apariencia exterior, los empleos administrativos integraron las ocupaciones que las ciencias sociales clasificaron de “clase media” (Germani, 1971; Romero, 1986 [1976]).

Entonces, un primer balance de esta exposición consiste en destacar dos situaciones: las mujeres se desempeñaron como empleadas de escritorio vinculadas a la máquina de escribir; las y los empleados administrativos integraron la clase media.

 

Género y clase en el sector administrativo

 

La división técnica en el sector burocrático fue también jerárquica y las mujeres ocuparon predominantemente puestos bajo la supervisión de un varón. La inequidad caracterizó las relaciones de género dentro de los escritorios. Tres fueron los mecanismos que construyeron la inequidad. En primer lugar, los salarios diferenciales ante la ejecución de una tarea idéntica. En el período 1944-1950, una dactilógrafa ganaba un promedio de 130 pesos mensuales mientras que un dactilógrafo recibía un promedio de 165 pesos. En segundo lugar, las ocupaciones de mujeres tenían retribuciones más bajas que aquellas que podían ocupar los varones. Para el período ya señalado, una secretaria o taqui-dactilógrafa ganaba un promedio de 200 pesos mensuales, mientras que un tenedor de libros obtenía un promedio de 300 pesos mensuales. Incluso en los casos en que algún hombre ocupara una posición feminizada, su sueldo sería mayor, tal como lo ejemplifica el citado caso de los dactilógrafos. Finalmente, las carreras laborales o desarrollos profesionales de las empleadas finalizaron en posiciones intermedias como secretaria o jefa de una sección, mientras que los empleados lo hicieron en las máximas posiciones de dirección como gerente, director o jefe de la compañía. Por todo lo dicho, las empleadas tuvieron considerablemente menos poder económico que los empleados varones.

¿Por qué las mujeres estuvieron subordinadas a los varones dentro del mundo laboral de las oficinas? La respuesta se encuentra en un orden de género basado en una noción androcéntrica de trabajo, constituida por el contrato sexual (Pateman, 1995 [1988]), la división sexual del trabajo (Hartmann, 1994 [1976]) o la ideología de la domesticidad (Scott, 2000). De acuerdo con ella, el trabajo se concibió exclusivamente como un empleo remunerado que ejecutaban a lo largo de toda su vida los varones, cuya identidad de género se definía con la figura del proveedor. Dentro de este sistema de ideas, el trabajo asalariado de las mujeres fue una actividad excepcional que se entendía a partir de una imperiosa necesidad económica ocasionada por la ausencia del proveedor -muerte, despido, enfermedad, abandono, sueldo escaso- o bien una diligencia temporaria que duraría durante la soltería de la protagonista pero que finalizaría con su matrimonio o, a más tardar, con el nacimiento del primer hijo o hija. Estas ideas descansaron sobre una identidad femenina construida alrededor de una naturaleza maternal. El proveedor y la madre se unieron en un contrato matrimonial que colocó a los maridos en el mundo el trabajo asalariado y a las esposas en el mundo del trabajo doméstico, con las excepciones señaladas. En consecuencia, el salario de las mujeres se calculó como una contribución o ayuda a la economía familiar: un salario complementario, por lo tanto, más reducido.

Además, los procesos de feminización de las ocupaciones administrativas, así como favorecieron el ingreso de las mujeres en ellas, también desconocieron las calificaciones adquiridas porque naturalizaron los aprendizajes al atribuirlos a una condición biológica. Semejante descalificación redundó en una menor retribución salarial. Vale mencionar que otros trabajos ejecutados por mujeres sufrieron conceptualizaciones similares. Tal fue el caso de la docencia, la enfermería y el trabajo doméstico.

Independientemente de las circunstancias que motivaron la participación asalariada de las mujeres, así como su tiempo de permanencia en el empleo, todas ellas se enfrentaron con las ideas anteriores y con una remuneración reducida respecto de la de los varones. Estas nociones de excepcionalidad fueron amasadas por el Estado, las organizaciones sindicales, el sistema educativo y el campo cultural, según desarrollaré a continuación.

La legislación que reglamentó el trabajo asalariado de las mujeres priorizó la protección de las trabajadoras madres, motivada por las preocupaciones en torno a la calidad de la población nacional (Biernat y Ramacciotti, 2013). Asimismo, desatendió todos los mecanismos de inequidad que reproducía el mercado, sin por ello desconocerlos. Vale destacar que muchos legisladores conocían que las mujeres recibían salarios menores que los que ganaban los varones, pero no promovieron medidas al respecto, porque priorizaron la reglamentación de los cuidados maternales. Esta situación abonó la excepcionalidad al privilegiar la identidad maternal de las mujeres y con ella el contrato sexual.

Por su parte, las organizaciones sindicales también promovieron la identidad maternal de las mujeres y la identidad de proveedor de los varones, según lo testifican la Federación de Empleados de Comercio (fec) de orientación socialista y la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas (face), defensora del catolicismo social. Es por demás llamativo que, a pesar de sus profundas diferencias ideológicas, ambas organizaciones mantuvieran coincidencias en materia de género. La fec impulsó la sanción de una legislación que reglamentara las condiciones de trabajo, incluyendo la jornada de cuarenta y cuatro horas semanales -”sábado inglés”-, el cierre de los establecimientos a las veinte horas y la Reforma de Código de Comercio que estableció, entre otras cosas, la indemnización por despido y el descanso anual pago. Dentro de sus campañas, estuvo ausente cualquier reivindicación por las modalidades del trabajo femenino asalariado, aunque se exigió el cumplimiento de la legislación que ya reglamentaba el trabajo de las mujeres, que no era otra que la referida a la trabajadora madre, mencionada anteriormente. Finalmente, en 1948, luego de largos conflictos, la fec consiguió un convenio laboral donde estableció que el personal femenino cobraría un 85% de los sueldos acordados para el personal masculino, una medida que se mantuvo con variaciones en el porcentaje hasta 1974. En síntesis, no solo se ignoró la remuneración desigual propia de las empleadas sino que se la reglamentó.

Por su parte, ninguna de las medidas que promovió la face para “elevar moralmente a la mujer que trabaja” contempló cuestionar la inequidad laboral que afectaba a las empleadas. La institución concentró sus acciones en beneficios sanitarios, educativos, recreativos y sociales con el fin de preparar una mano de obra sana, capacitada y disciplinada que cumpliera con los requisitos que exigía el mercado. Así, promovió la inclusión subordinada de las trabajadoras a la ley de los capitalistas aunque también de los trabajadores.

En cuanto a las instituciones educativas, la ya citada Academias Pitman expandió la capacitación comercial y, junto con los saberes técnicos necesarios para el desarrollo profesional, difundió la división genérica del trabajo en las oficinas. En efecto, Pitman interpeló a la población masculina a estudiar para actuar como “jefes” o “directores”: “sea Ud., otro director más formado en Pitman” proponía una publicidad en los años cuarenta (Mundo Argentino, 3 de agosto de 1949: 25). En cambio, la Academia llamó a la población femenina para desempeñarse como dactilógrafa, taquígrafa-dactilógrafa y secretaria y no dudó en llamar a las capacitaciones que proponía a sus alumnas “escudo de protección para la mujer” o “salvavidas contra la adversidad” a las que podían recurrir ante “cualquier trance difícil de su vida” o “para defenderse ventajosamente en la lucha por la vida, si necesitaran trabajar (Para Ti, 12 de julio de 1949: 32). Asimismo, Pitman no solo construyó un sentido excepcional del empleo femenino, sino que también naturalizó el trabajo doméstico como femenino porque ninguna estudiante ni empleada se desentendía de él. De acuerdo con esto, una joven podía estudiar cualquier curso comercial sin “desatender sus quehaceres domésticos” o más aún una mujer podía estudiar, emplearse y gracias al poder adquisitivo que le brindaría el empleo conquistado podría “[pagar] una sirvienta con una parte de su sueldo” y a continuación sentirse “libre” con tiempo y recursos para “distraerse y divertirse” (Leoplán, 12 de septiembre de 1939). En definitiva, ninguna empleada se desvinculaba de sus responsabilidades reproductivas. En el mejor de los casos, podría delegarlas en otra mujer bajo su supervisión.

Finalmente, el campo cultural elaboró dos estereotipos que circularon bajo numerosos formatos como crónicas, novelas, poesías, tiras cómicas y películas. El primero fue el de la empleada banal, ineficiente y casamentera: el “hada del teclado” (Para Ti, 20 de enero de 1925: 22). Su inoperante desempeño laboral era inversamente proporcional a su predisposición para el entretenimiento o la carrera matrimonial que apuntaba a los empleados de elevadas jerarquías. Se la representó atenta al maquillaje, sensible ante las reprimendas de los superiores y caprichosa. Este estereotipo también alimentó las ideas de que las mujeres trabajaban solo para comprarse ropa, accesorios y demás gastos superfluos. Por lo tanto, su presencia competía o les restaba oportunidades a los hombres que tenían la responsabilidad de mantener a una familia. El razonamiento finalizaba con la tranquilidad de que estas jóvenes más temprano que tarde se retirarían del mercado al concretarse su matrimonio. He aquí la concepción de temporalidad propia de la excepcionalidad con que se pensó el trabajo femenino asalariado.

El segundo estereotipo fue el de la empleada proletarizada, víctima de la explotación y de la opresión, cuando no protagonista del “mal paso”. De acuerdo con ello, las mujeres solteras habían ingresado a las oficinas ante la ausencia del padre proveedor. Allí, padecían extensas jornadas sumidas en ambientes encerrados, sin luz natural ni ventilación, aturdidas por el ruido incesante de todas las máquinas de trabajo y los gritos de los jefes. Además, debían enfrentar la sombra del acoso sexual de sus superiores pero también de sus compañeros y hasta de los clientes. Abundaron relatos en los que la protagonista era una joven empleada que seducida por un empleado de mayor jerarquía, finalizaba su periplo abandonada, cuando no embarazada. Josué Quesada, Josefina Marpons y Nicolás Olivari dieron vida, con diferentes intenciones y tonos, a estas historias. Se trató de una variación del poema “la costurerita que dio aquel mal paso” tan en boga en el imaginario social y cultural de estos años. Este estereotipo se asoció con la imagen de la empleada encorvada sobre la máquina de escribir a la que solo una imperiosa necesidad económica podía empujar a tolerar semejantes situaciones y lo que era peor, abandonar su hogar y hasta renunciar a la carrera matrimonial. Así, se difundió de otra manera la excepcionalidad del trabajo femenino. Roberto Arlt lo sintetizó con el título una de sus crónicas: “¿Existe la felicidad para la mujer que trabaja?” (El Mundo, 23 de agosto de 1937), cuya respuesta implícita era un tajante no.

Luego de este recorrido por las instituciones que conceptualizaron las nociones androcéntricas de trabajo, conocemos cómo se construyeron las relaciones de género dentro de las ocupaciones administrativas. Como afirmé en Mujeres en las oficinas, tales ocupaciones portaron una paradoja que condicionó la experiencia laboral femenina: por un lado, esgrimieron ventajas distintivas respecto de otras ocupaciones asalariadas, constituidas a partir de la capacitación profesional y expresadas tanto en los mejores niveles salariales como en la movilidad ocupacional, mientras que, por otro lado, esgrimieron mecanismos que establecieron la inequidad laboral que se expresó en niveles salariales menores que los de los varones y en carreras laborales de menor jerarquía. Fue precisamente la paradoja la que me permitió pensar en las empleadas de escritorio -y de manera más general en los empleados- como integrantes de la clase trabajadora, porque tanto las ventajas como la inequidad remitían a relaciones asalariadas que resaltaban su condición dependiente frente a las clases propietarias.

Las ventajas laborales habilitaron su capacidad de decisión expresada tanto en el consumo (poder económico) como en la libertad de movimientos, acompañada por ciertas cuotas de prestigio social. Entre las ventajas anudadas a la capacitación comercial y la inequidad, discurrieron las representaciones de la experiencia de las empleadas en el mercado de trabajo, sobre la que construyeron una particular identidad laboral que las distinguió de otras trabajadoras.

Si el análisis de género restituye las relaciones de inequidad que entablaron mujeres y varones dentro del sector administrativo, el análisis de clase restituye no solo las relaciones asalariadas de los empleados sino también las formas de explotación que los afectaron. En especial señalaremos dos. En primer lugar, el requisito de la “buena presencia”, que así como los distinguió respecto de los trabajadores industriales, también les restó poder adquisitivo a sus sueldos al convertirse en un requisito laboral que ellos debieron afrontar. En segundo lugar, si bien la exposición física fue menor que la que afectaba a los trabajadores manuales, las y los empleados sufrieron enfermedades nerviosas, conocidas como “neurastenias” y gastrointestinales, producto de las presiones laborales. Ambas situaciones fueron denunciadas por los reformadores sociales en los recintos legislativos pero también por algunas organizaciones sindicales como la fec, que resaltó la identidad trabajadora de sus miembros (Queirolo, 2016).

 

A modo de cierre: ¿Qué aporta la perspectiva de género a los estudios sobre historia de la industria y los servicios?

 

El género fue definido como una categoría analítica para abordar la dimensión sexuada de las personas, considerada constitutiva de las relaciones sociales. Dicho de otro modo, en las postrimerías del siglo xx, la Historia como ciencia social comenzó a estudiar la diferencia sexual con la propuesta de análisis de la categoría género. Dicha propuesta invitaba a pensar en las relaciones de poder y en cuatro dimensiones de estudio -las representaciones, las normativas, las instituciones y las identidades- (Scott, 2011 [1986]). Fue la Historia de las Mujeres, en parte, un motor para los estudios de género y quienes se identificaron con esa historiografía tempranamente subrayaron enfáticamente que la Historia de las Mujeres no se refería solo a las mujeres, sino que proponía una lectura de las relaciones sociales centradas en la perspectiva femenina históricamente contextualizada (Bock, 1991). Precisamente, una respuesta reiterada que tuvo que remarcar esta historiografía fueron los aportes de la Historia de las Mujeres a la comprensión del pasado. Así, llegamos a la pregunta que convocó este panel.

Mi investigación se concentró en las mujeres que realizaban trabajos asalariados dentro del sector administrativo privado. La búsqueda de mujeres me mostró a los varones e indefectiblemente tuve que explicar las relaciones sociales entre ambos. De hecho, las mujeres conformaron una minoría respecto de los varones: en 1914, en la ciudad de Buenos Aires, ellas representaban un 11% de las empleadas frente al 89% de los empleados; mientras que, en 1947, constituían un 16% frente al 84%. Sin embargo, esa minoría iba acompañada de un destacado crecimiento de las empleadas en cantidades y respecto de otras ocupaciones. Asimismo, la pregunta por los empleos burocráticos me empujó a los debates de clase.

Mis primeras preguntas partieron de la constatación de que el trabajo asalariado de las mujeres excedía los espacios estrictamente industriales o fabriles, el lugar por excelencia desde el que la historiografía laboral analizó a la clase trabajadora que se convirtió prácticamente en sinónimo de clase obrera. Sin embargo, la expresión “mujeres que trabajan”, frecuente en todo tipo de documentos de la primera mitad del siglo xx, fue una primera advertencia de la complejidad de la experiencia femenina asalariada.

“Mujeres que trabajan” fue la manera que usaron las y los contemporáneos del fenómeno para explicar la presencia de las mujeres en el mercado laboral. La mujer trabajadora encarnaba una contradicción imposible de resolver porque una mujer era, según el sistema de género, una madre, y una madre no trabajaba. Como demostraron las interpretaciones, ya clásicas, la mujer trabajadora constituyó un oxímoron (Hutchison, (2005) [2001]; Weinstein, 1995), un problema (Nari, 2004; Lobato, 2007) que debía explicarse y para ello se construyeron los sentidos de excepcionalidad ya mencionados. Pero “mujeres que trabajan” remitía también a la enorme cantidad de ocupaciones que realizaban las mujeres que excedían el mundo puramente obrero y fabril e invadía oficinas, comercios, dependencias estatales, escuelas, hospitales, casas particulares. Así, el oxímoron de la mujer trabajadora permitió pensar la enfermería como una “profesión atajo” para las mujeres porque una enfermera cuidaba en el mundo público de la misma manera que una madre lo hacía en el mundo privado (Martin, 2025) o bien en el “dilema Nightingale”, porque las enfermeras padecían salarios miserables mientras se debatían entre un ejercicio empírico de sus tareas o un ejercicio con una titulación previa (Ramacciotti y Valobra, 2017). Sentidos similares ostentó la “paradoja de la empleada” presentada más atrás.

La Historia de las Mujeres se había concentrado en el trabajo femenino asalariado exclusivamente en el mundo fabril -la obrera o la costurera- y, en un primer momento, desestimó otras ocupaciones como las de las empleadas porque las vinculó con la clase media. Asimismo, los análisis que las ciencias sociales le habían destinado a la clase media se habían ocupado de los empleados, pero la pregunta por la diferencia sexual había estado ausente. En esta intersección de problemas se insertó mi objeto de investigación: el trabajo femenino asalariado en el mundo administrativo. La investigación comenzó desde la indagación por las relaciones de género y se inmiscuyó con la clase.

Recientemente, Silvana Palermo (2020) ha postulado que la clase trabajadora argentina se destacó por su apuesta a la especialización ocupacional, según demuestra con el caso de los trabajadores ferroviarios, los marítimos y los empleados de comercio. Es decir, a partir de las carreras laborales que estos espacios prometieron, las y los trabajadores procuraron ser parte de ellos, con saberes empíricos adquiridos a lo largo del ejercicio de la actividad o con saberes profesionales aprehendidos en alguna institución educativa. Esta hipótesis discute las interpretaciones que entendieron a la clase trabajadora como descalificada y con una alta rotación ocupacional. Asimismo, introduce un sugestivo matiz para pensar la diversidad ocupacional al interior de la clase trabajadora y abona la interpretación expuesta páginas atrás de la identidad trabajadora de las y los empleados.

Regresemos a las relaciones de género dentro de los escritorios. Allí las empleadas ejecutaron tareas monótonas características de los procesos de gestión burocrática. Semejante tipo de actividades conformaron un pliegue nada visible de los procesos productivos finales que se celebraron como grandes logros comerciales donde se premió a los líderes de la gestión -mayoritariamente varones-. Un destacado aporte de los estudios de género es el iluminar este tipo de trabajos no solo para mostrar sus nociones de descalificación fomentadas por la feminización sino para entender que son constitutivos del funcionamiento exitoso del sistema productivo. Los a priori descalificadores de las tareas administrativas invisibilizaron su contribución a la economía más general e imprimieron oscuridad a quienes las ejecutaron: muchas empleadas de escritorio.

Iniciamos estas páginas haciendo referencia a la máquina de escribir, que cuando era operada por un cuerpo masculino se asociaba a la creatividad. Pero aún la creatividad requiere del hacer burocrático. El escritor Mark Twain (1835-1910) fue un admirador de la máquina de escribir y la revolución que imprimió en la escritura. Sin embargo, contrató dactilógrafas a quienes les dictaba los borradores de sus obras. Por su parte, el revolucionario León Trostky (1879-1940), durante sus años mexicanos, grababa sus ideas en un dictáfono, un primitivo aparato de registro de voz, que luego transcribía en papel un equipo de dactilógrafas y él procedía a revisar. Finalmente, Silvina Ocampo (1903-1993) trabajaba con su secretaria particular quien escribía a máquina sus manuscritos sobre los que ella volvía a trabajar. Estas tres pequeñas historias destacan el valor de la tarea burocrática en el resultado final de cada intelectual. Un ejercicio similar debería hacerse con el trabajo en las oficinas.

 

 

Fuentes

 

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Revistas Caras y Caretas, Leoplán, Revista Mundo Argentino, Revista Para Ti: ediciones citadas.

 

 

Bibliografía

 

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i Universidad Nacional de La Plata. Centro Interdisciplinario de Investigación en Género (cinig). Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (idihcs). Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet). Ciudad de Buenos Aires. Argentina. Agradezco a Ludmila Scheinkman su invitación a la mesa que originó esta publicación, así como los intercambios sostenidos en esa oportunidad con las otras dos expositoras -Paula Aguilar y Andrea Andújar- y con las y los demás participantes de la jornada. Sintetizo aquí los argumentos desarrollados con mayor profundidad en Queirolo (2018).

[1] Para relatos de la época bajo estudio, ver Eyzaguirre (1924) y Nuevo Manual de Dactilografía (1939). Para relatos historiográficos ver Peyrière (1994) y Lyons (2018).

[2] A sabiendas de que el uso del lenguaje inclusivo es discutido y no existen aún variantes oficialmente aceptadas en el idioma español, el equipo editorial de H-industri@ ha decidido respetar las preferencias de cada autor/a. Por este motivo, en este número -que incluye una serie de artículos dedicados a la cuestión de género en los estudios sobre industria- se podrán observar distintas variantes de dicho lenguaje.