Auge, limitaciones y transformación del proceso
industrial mexicano: 1940-2000
Rise,
Constraints, and Transformation
of the Mexican Industrial Process: 1940-2000
Esperanza Fujigaki Cruz[i]
Adrián Escamilla Trejo[ii]
Resumen: Este trabajo tiene como
propósito analizar algunas de las características principales de la etapa del
proceso industrial mexicano que transcurre de 1940 a finales del siglo XX. La
intención es mostrar las tendencias generales, los alcances, límites y
contradicciones que acompañaron el periodo de mayor desarrollo industrial de
México, así como las particularidades relevantes de su desenvolvimiento y
transformación a lo largo de estas décadas, aquellos aspectos que lo impulsaban
y otros que lo frenaban. Para alcanzar estos objetivos se recurre a una
revisión historiográfica, donde se examinan tanto autores de la etapa
estudiada, como otros de la actualidad; asimismo, se realiza un breve análisis
hemerográfico y estadístico, que muestra esas directrices y señala parte de su
problemática.
Palabras clave: México; Historia
industrial; Desarrollo industrial.
Abstract: This paper
analyzes some of the main characteristics
of the Mexican industrial process from 1940 to the end of the 20th century. The intention is to show the general trends, the scope, limits and contradictions that accompanied the period of greatest
industrial development in Mexico,
as well as the relevant particularities of its development and transformation throughout these decades, those aspects that
promoted it and others that stopped
it. To achieve these objectives, a historiographic review is carried out,
where both authors from the period studied and others from present
day are examined. Likewise, a brief hemerographic and statistical analysis is carried
out, which shows these guidelines
and points out part of their
problems.
Keywords: Mexico; Industrial History;
Industrial development.
Recibido: 16 de marzo de 2024
Aprobado: 31 de mayo de 2024
Introducción
El proceso de industrialización en México surgió bajo las pautas
marcadas por la Primera y la Segunda Revoluciones Industriales. Se produjo
después de un largo y lento proceso de gestación, que podemos situar desde las
últimas décadas de la época colonial (por el gran desarrollo minero,
manufacturero y de los obrajes) y todo el siglo XIX (con la importación
–limitada– de máquinas y técnicas de la Primera Revolución Industrial y el
inicio de los establecimientos fabriles), situación que continuó hasta los primeros
años del Porfiriato (1876-1911).
A partir del decenio de 1880, con el tendido de los
principales troncales ferrocarrileros, un nuevo marco jurídico (Códigos de
Comercio de 1884 y 1889, los de minería, los de colonización, la Ley de
Instituciones Bancarias de 1897 y la de 1908), el aumento en el número de
bancos, el surgimiento de las sociedades anónimas, la creciente inversión de
capital nacional y la entrada de capital extranjero (con nueva maquinaria y
tecnología), apoyaron una eclosión más firme de la industria manufacturera y
de otras, como la minera, la eléctrica, la petrolera y la siderúrgica.
Importantes empresas industriales que surgieron en ese entonces sortearon con
éxito la Revolución Mexicana (1910-1917) y se expandieron en el decenio de los
años veinte. Este proceso tuvo como soporte la Constitución de 1917, que generó
un nuevo marco jurídico y llevó a la creación de instituciones más apropiadas
para el desarrollo económico e industrial.
La consolidación de la industria era ya indudable para
la década de 1930. Sin embargo, el afianzamiento del sector manufacturero no
debe engañarnos sobre su grado de tecnificación y avance; las artesanías y los
talleres familiares eran el mar donde navegaban pequeñas, medianas y algunas
grandes fábricas y ensambladoras, como las establecidas por las tres mayores
automotrices estadounidenses. México continuaba siendo un país rural y
campesino, pero las reformas estructurales cardenistas (1934-1940) apoyaron su
transformación y crearon condiciones propicias para entrar en una nueva fase
de industrialización creciente.
Entre 1940 y 1982 ocurrió una etapa de crecimiento
constante, de diversificación y auge del proceso industrial, la integración de
las distintas ramas industriales manufactureras aumentó y sus relaciones con
otros sectores, sobre todo el primario y el financiero, fueron más firmes. El
proceso transcurrió bajo los estándares delineados por las políticas proteccionistas
y de fomento a la industria, la creciente intervención del Estado en diversas
ramas manufactureras y energéticas, la gran ampliación del mercado y el ahorro
internos, con un aumento constante de la inversión nacional y la inversión
directa de capital externo, una de cuyas formas fueron las filiales y
subsidiarias de grandes empresas transnacionales, sobre todo estadounidenses.
A través del comercio exterior y de la inversión
externa llegaron la maquinaria, los bienes intermedios y la tecnología para las
fábricas mexicanas; su flujo y composición cambiaba conforme aumentaba la
sustitución de algunos de estos bienes por las empresas nacionales, pero sin
que en el interior se llegara a los niveles requeridos de fabricación de
máquinas en gran escala y de generación de tecnología de punta. A su vez, la
monopolización de la producción manufacturera transcurrió junto con la
expansión de las pequeñas, medianas y grandes empresas y el aumento del número
de obreros, técnicos y profesionistas vinculados a la industria. La
diversificación y crecimiento del mercado de trabajo impulsado por el gran
incremento demográfico, la emigración del campo a la ciudad y el aumento en los
niveles educativos técnicos y universitarios, acompañó, apoyó y nutrió al
avance industrial.
Sin embargo, debido tanto a cambios internos como
internacionales, algunos de los cuales se manifestaron desde inicios de la
década 1970, en esta década y en la de los ochenta, se presentaron situaciones
críticas para la economía y el sector manufacturero, que dieron lugar al
agotamiento, reconversión y reestructuración del proceso a través del cual la
sociedad mexicana se industrializó en el largo siglo XX; situaciones que
corrieron enlazadas con las profundas mutaciones que experimentó el crecimiento
económico tanto nacional como mundial. Internamente, a partir de la década de
1980 en adelante, hubo una transformación significativa en la participación
estatal y en las políticas económicas dirigidas a la industria:
desincorporación y privatización de empresas estatales; disminución del
proteccionismo y una mayor apertura al mercado externo, en un primer momento a
través del establecimiento de maquilas en la frontera norte del país y,
posteriormente, con una orientación de la producción nacional hacia el exterior,
que permitió aumentar las exportaciones de productos manufacturados.
El proceso continuó en la primera década del siglo
XXI, mientras a nivel internacional se fue desplegando la Tercera Revolución
Industrial, con lo que ella significa en sus transformaciones tecnológicas,
científicas, nuevas áreas de producción, flexibilización del trabajo, cambios
en el mercado mundial y un largo etcétera. Este es el entorno exterior de la
transición iniciada en México en la década de los ochenta, misma que representa
las formas en las que nuestro país comenzó a insertarse en la globalización.
Este trabajo tiene como propósito analizar algunas de
las características principales de la etapa del proceso industrial mexicano que
transcurre de 1940 a finales del siglo XX. La intención es mostrar las
tendencias generales, los alcances, límites y contradicciones que acompañaron
el periodo de mayor desarrollo industrial de nuestro país, así como las particularidades
relevantes de su desenvolvimiento y transformación a lo largo de estas décadas,
aquellos aspectos que lo impulsaban y otros que lo frenaban. Para alcanzar
estos objetivos se recurre a una revisión historiográfica, donde se examinan
tanto autores de la etapa estudiada, como otros de la actualidad; asimismo, se
realiza un breve análisis hemerográfico y estadístico, que muestra esas
directrices y señala parte de su problemática.
Cambios socioeconómicos, políticos y financieros que
apoyaron el desarrollo industrial
Varios trasfondos subyacen a la manera en que la industrialización
mexicana se desarrolló en las décadas posteriores a 1940. Uno de ellos fue el
cambio que presentó el mercado mundial, signado por los grandes avances
tecnológicos y científicos, que lideraron los países más avanzados e influyeron
en los países de menor desarrollo. Otro, las vías particulares en que México
transitó de ser una sociedad rural a otra urbana, industrial y de servicios y
los cauces por los que se constituyó un mercado interno capaz de dar soporte y
consumir una producción manufacturera creciente, lo que implicó cambios
sociales importantes en el ingreso, el consumo y los estilos de vida.
Asimismo, fueron determinantes en este periodo las políticas económicas
–generales y de industrialización, en particular– del Estado mexicano y,
también, las formas de actuación empresariales, que han variado con las
transformaciones del mercado.
Bajo este contexto, a partir de 1940, en parte
estimulada por la Segunda Guerra Mundial y en parte por el impulso que había
acumulado en las dos décadas anteriores, la economía mexicana se caracterizó
por un sostenido crecimiento económico, en gran medida basado en el avance de
la industrialización, del capital financiero, del proceso de monopolización y
de la entrada creciente de capital externo. La industria se transformó en el
eje indiscutible de la acumulación y modernización económica, y fue acompañado
por el gran avance agrícola, demográfico y urbano.
La tendencia previa a la ubicación de las industrias
en las zonas urbanas continuó, pues las ciudades, sobre todo las grandes, como
el Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey y medianas como Puebla, estaban
mejor dotadas de la infraestructura necesaria para las instalaciones fabriles.
El porcentaje de la población que habitaba en localidades menores a 2500
habitantes fue constante en cerca de 70% entre 1900 y 1940; a partir de
entonces empezó a descender, llegando a 41,3% en 1970. En esta última década,
la población urbana superó a la rural y, con ello, la fisonomía del país cambió
de rural y campesino a urbano-industrial, situación a la que se sumaron las
transformaciones sociales, políticas y culturales que esta mutación conlleva,
al enfilar al país al predominio casi absoluto de las formas de producción
capitalistas, con la industria como vanguardia.
Esta metamorfosis estuvo estrechamente vinculada con
la transformación agraria y el crecimiento del sector agropecuario, que proveyó
a la industria de alimentos, materias primas, divisas, capital y mano de obra
que emigró del campo a la ciudad (Fujigaki, 2004).
Las ramas manufactureras productoras de los llamados “bienes salario”
(alimentos y bebidas, textiles, vestido y calzado), se vinculaban
estrechamente con el sector agropecuario, ya que procesaban los frutos,
cereales, vegetales, carne, lácteos, insumos (como fibras y pieles) y demás que
el campo producía. Conforme la industria se orientó, en los años cincuenta,
hacia las ramas intermedias (química, metálicos básicos, minerales no
metálicos, papel y hule), o hacia las ramas nuevas (como construcción de
automotores, productos metálicos, aparatos y maquinaria eléctrica y no
eléctrica), el enlace con el sector primario se fue debilitando, y la
desarticulación entre la agricultura y la industria se hizo más evidente entre
la segunda mitad de los años sesenta y los setenta, excepto en la
agroindustria, sobre todo alimentaria.
La Revolución Mexicana y la Constitución de 1917
habían afianzado la intervención del Estado en la economía, lo que fue
perfilando su actuación, al quedar en sus manos sectores claves como el
ferrocarril, la producción de petróleo, la petroquímica básica y la generación
de electricidad. Las instituciones nacionales de crédito, donde destacaban Nacional
Financiera, Banobras y Bancomex, las políticas
económicas de apoyo a la industria, las medidas proteccionistas y de subsidios
a la inversión privada y el apoyo a la ampliación del sistema financiero
privado, fueron esenciales para avanzar en el proceso de industrialización.
Las políticas financiera y comercial, con el manejo de
la tasa de cambio, la tarifa y el control cuantitativo de las importaciones,
siguiendo la tónica del decenio anterior a 1940, protegieron a la industria,
como ocurrió con las devaluaciones de 1938, 1948-49 y de 1954. Durante la
inmediata posguerra, la aplicación de los instrumentos de protección se vio restringida
por el Acuerdo de Comercio entre México y Estados Unidos (Rivero, 1990), que
rigió de 1942 a inicios de la década de 1950 y que favorecía a las
importaciones de ese país. La exención de impuestos, los subsidios y
transferencias de capital, las depreciaciones aceleradas y los estímulos para
la exportación de manufacturas, fueron las medidas más usadas para el fomento
industrial de estos años.
Entre las principales disposiciones de la política
industrial estaban las leyes de fomento a la industria y la Regla XIV de la
Tarifa General de Importación. La Ley de Industrias de Transformación de 1941
protegía a las llamadas industrias “nuevas” y “necesarias”; eran las que
producían bienes que complementaban la oferta interna cuando ésta era insuficiente
para cubrir la demanda nacional. La Ley de Fomento de Industrias de Transformación
de 1946 amplió el periodo de exenciones y las industrias se clasificaron en
“fundamentales”, de “importancia económica” y “otras”, con exenciones de diez,
siete y cinco años, respectivamente. En 1955 se promulgó la Ley de Industrias
Nuevas y Necesarias que se mantuvo en vigor hasta 1975. En 1930 se había
diseñado la Regla XIV con el fin de permitir la importación, libre de
gravámenes, de la maquinaria y equipo industrial; la cual se derogó también en
1975 y se aplicó la nueva tarifa del Impuesto General de Importación.
Otras medidas de fomento industrial fueron los
Programas de Fabricación para producir cierto tipo de bienes, en los que se
establecían convenios entre los empresarios y el Estado. En 1970 existían ya
800 de estos programas aplicados tanto a la industria automotriz como a la
producción de maquinaria y equipo para la construcción, tornos, fresadoras,
locomotoras, máquinas de escribir y otras manufacturas (Villa, 1976). A
mediados de los años setenta surgieron dos leyes más, la Ley para Promover la
Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera y la Ley sobre el Registro
de Transferencia de Tecnología y el Uso e Importación de Patentes y Marcas.
Este conjunto de disposiciones, que integraban una política industrial y
comercial proteccionista, ha sido considerado excesivo por algunos estudiosos,
al permitir la sobrevivencia de empresas ineficientes y por los sacrificios
fiscales para el Estado (Cárdenas, 2015). También se ha señalado la falta de
protección efectiva y duradera para industrias claves como serían las de bienes
de capital, donde el atraso del país ha sido mayor.
Dentro de la inversión total, la pública fue un
componente esencial: 42,8% entre 1940 y 1954; 31,2% de 1955 a 1961; 39,8% de
1962 a 1970 y 44% de 1970 a 1978 (Ruiz y Cordera, 1980). La inversión pública,
en la primera mitad de los años cuarenta, se canalizó principalmente a obras de
infraestructura (riego, comunicaciones, transportes). A fines de esa década, la
dirección de la inversión cambió, dirigiéndose a la producción de petróleo,
electricidad, cemento y siderúrgica, entre otros rubros. Para fines de los años
cincuenta, el sector industrial se convirtió en el principal destinatario de la
inversión pública: 33,76% en 1958 y 37,19% en 1970. Petróleo y petroquímica
absorbieron 21,44% el primer año y 17,98% el segundo. La inversión en
electricidad aumentó de 7,45% a 13,71% entre ambas fechas, mientras la
inversión en siderúrgica se mantuvo cercana a 2,5% en ese lapso. Bienestar
social era el siguiente rubro en importancia: 14,15% y 26,44% en cada año
considerado, seguido de fomento agropecuario, con 11,28% en 1940 y 13,22% en
1970 (Villarreal, 1976).
El aparato financiero, público y privado se fue
adecuando a las necesidades del financiamiento económico general e industrial
en particular desde los años cuarenta, apoyado sobre todo por las instituciones
gubernamentales señaladas anteriormente. Paulatinamente se ampliaron las
fuentes internas de crédito a plazos diversos y las emisiones de acciones y
obligaciones. El sistema financiero privado absorbió la mayoría de las
emisiones de valores públicos. Para 1958, 20% de la inversión pública se
financiaba con empréstitos externos (Goldsmith, 1978).
Las empresas estatales, entre 1950 y 1961, financiaban
más de 50% de sus gastos totales de inversión con los recursos que generaban,
con donaciones y aportaciones del gobierno federal y con emisión de valores.
Cerca de 13% lo obtenían de la emisión de valores de renta fija y 30% restante
de la deuda externa, que provenía del Eximbank (Export-Import Bank de Estados Unidos), el Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) y bancos privados extranjeros.
Mientras las empresas privadas y particulares absorbían 62% del financiamiento
total del sistema bancario en 1942, 82% en 1956 y 89,5% en 1962 (Quijano,
1981).
Los bancos comerciales de depósito y ahorro fueron las
instituciones privadas más antiguas de México y su origen se ubica en el
Porfiriato. Con el tiempo fueron la base de la formación de los grandes grupos
financieros mexicanos. En relación con el financiamiento de la inversión
privada en México, tanto en la industria como en la agricultura, la construcción,
el comercio y los servicios, diversos investigadores señalaban que entre 65% y
80% provenía de utilidades no repartidas y de ahorros, al tratarse, sobre todo,
de negociaciones familiares o de grupos que se resistían a emitir valores para
inversionistas externos al negocio (Himes, 1978).
Poco a poco, la promoción y organización de las empresas industriales la
realizaron las sociedades financieras privadas.
Entre 1970 y 1975, las instituciones bancarias
privadas y las instituciones nacionales de crédito, proporcionaban entre 48 y
50% del financiamiento total a la industria. El 50% restante provenía de sus
recursos internos, de “otras reservas” distintas de la depreciación y de
reservas de reinversión (Quijano, 1984). Por otra parte, la Bolsa de Valores de
México se organizó, en forma definitiva, en 1933; en la década de 1950 se
estableció la Bolsa de Valores de Monterrey y en 1960 la de Guadalajara.
En cambio, la depreciación y la reinversión de
utilidades eran mayores en subsidiarias de las empresas transnacionales, que
obtenían 50% de su financiamiento de sus recursos internos, pero tenían mayor
acceso al crédito del mercado internacional y al apoyo directo de sus matrices.
A fines de los años setenta, los grandes grupos industriales de capital privado
nacional adquirieron importantes préstamos del exterior y a ellos correspondía
una parte importante de la deuda privada externa. Al mismo tiempo las enormes
empresas estatales (Petróleos Mexicanos, Pemex, y la Comisión Federal de
Electricidad, CFE) llegaron a contratar directamente con acreedores
internacionales y eran responsables de buena parte de la deuda pública total.
En consecuencia, a fines de los años setenta y principios de los ochenta, se
asistió a “un notable incremento en la internacionalización de las finanzas mexicanas”
(Quijano, 1984), ya que importantes recursos para las actividades productivas
tuvieron su origen en el exterior; mientras en el mercado financiero interno
se presentó una contracción, con el fenómeno de la desintermediación
financiera.
1940-1950: la influencia del contexto internacional y
los desafíos para el mercado interno
La difícil situación provocada en el comercio internacional
y en los movimientos de capitales, que se trastocaron durante la Segunda Guerra
Mundial aumentaron la demanda interna de mercancías producidas en México, al
restringirse las importaciones, y profundizaron la sustitución de
importaciones, al mismo tiempo que se acentuaba el crecimiento de la población
y de la urbanización. Antes de la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la
capacidad industrial mexicana no se aprovechaba, sin embargo, el conflicto
bélico posibilitó nuevas oportunidades para la industria nacional, lográndose
ampliaciones importantes en la producción. Esto se debió a un mayor uso
intensivo del equipo instalado, más que a nuevas inversiones, como se confirmó
en el crecimiento de la producción manufacturera de hilados y tejidos.
Durante
la guerra (1940-1945) se logró un rápido aumento de la producción industrial
sin hacer fuertes inversiones, con sólo aprovechar la capacidad excedente y
recargar el servicio de los ferrocarriles, de las plantas de energía y de otras
instalaciones similares. La expansión industrial y un gran incremento de la
inversión privada que hubo a fines de la guerra hicieron posible que el
comercio y los servicios privados crecieran de modo considerable. En cambio,
las insuficientes inversiones que se hicieron en la industria petrolera y en la
de energía eléctrica limitaron la producción de estos sectores. (Nafinsa, 1952, p. 3)
En el periodo de posguerra, el nivel de la inversión
industrial se elevó debido a los proyectos industriales en gran escala
promovidos por Nacional Financiera, también porque la mayor porción de la
inversión se realizó por parte de pequeñas empresas y por industrias existentes
que se estaban ampliando. Además, el crecimiento de la inversión industrial
coincidió con el crecimiento de la competencia extranjera en el mercado
nacional y con la pérdida de los mercados exteriores por parte de los
productores de manufacturas nacionales.
Lo anterior provocó un
crecimiento en el nivel de precios de los bienes de capital que estaban siendo
importados, aunado a la devaluación del peso en 1948, causando una disminución
temporal de la inversión industrial; en cambio, la demanda interna de
manufacturas nacionales estimuló el uso intensivo del equipo existente, más las
medidas proteccionistas (aranceles altos y restricciones a las importaciones)
que, asociadas a las inversiones industriales anteriores, permitieron la
ampliación de la producción entre 1948 y 1949, aunque ésta se mantuvo por
debajo de la capacidad instalada en la mayoría de las industrias. Empero, las
exportaciones de productos manufacturados, habiendo crecido durante la guerra,
no lograron recuperarse, principalmente porque los grandes países
industrializados reconquistaron los mercados externos. En México, las
inversiones hechas al final de la guerra y en los primeros años de la
posguerra, aumentaron la capacidad excedente, aunque se señalaba que
[…]
el exceso de capacidad es antieconómico, sobre todo en un país donde el capital
es escaso en relación con la mano de obra. Sin embargo, es normal que en una
economía que se desarrolla rápidamente la producción aventaje en forma temporal
a la demanda, anticipándose al crecimiento del mercado. […] el desarrollo de
las industrias de bienes de capital ha sido desde 1939 mayor que el de las
industrias de bienes de consumo. (Ortiz Mena, et al., 1953, pp. 232-233)
En lo anterior se nota
que la orientación hacia las industrias de bienes de capital representaba un
especial interés para el sector gubernamental, sobre todo en un país donde los
recursos de capital eran escasos respecto a la oferta de mano de obra y donde
el mercado potencial de bienes de capital era más pequeño que el de los bienes
de consumo. Sin embargo, el rezago en sectores básicos como la producción de
maquinaria y equipo continuó, aunque desde 1956 “por primera vez y en forma
invariable a partir de entonces, el Producto Bruto Interno (PBI) generado por
las manufacturas, 18,3%, supera al agrícola, 17%, con lo cual la industria de
transformación pasa a desempeñarse como el eje del crecimiento nacional y de la
inserción a la economía internacional”. (Gracida y Fujigaki,
2006, pp. 102-103)
Entre 1939 y 1950, las
inversiones privadas extranjeras a largo plazo, aunque no con el peso de las
décadas anteriores, aumentaron en forma importante. Sin embargo, los pagos por
concepto de intereses, dividendos y utilidades eran mayores que las inversiones
netas a largo plazo, 622 y 240 millones de dólares respectivamente. Esta
situación llevó al gobierno mexicano al siguiente diagnóstico:
La
capacidad de México para absorber más inversiones exteriores directas de
carácter privado depende, a corto plazo, de su capacidad para hacer mayores
pagos por concepto del servicio, a pesar de que fluctúen ampliamente los
ingresos de la ex- portación y de otras fuentes […] del grado en que se adopten
medidas a corto plazo para frenar las importaciones innecesarias y, a la larga,
para aumentar la capacidad de exportar y promover cuando convenga
económicamente, la sustitución de importaciones por productos nacionales. (Nafinsa, 1952, p. 6)
Si bien el crecimiento
industrial fue reforzado por la situación de la Segunda Guerra Mundial, el
Estado continuó apoyando su avance en la posguerra a través de la política proteccionista.
El gobierno de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) puntualizó su política industrial
en estos términos:
Mucho
se nos ha criticado a los mexicanos de estar industrializándonos
desordenadamente, sin coordinación y plan alguno. Hemos visto, sin embargo,
que nuestros mayores esfuerzos se han canalizado hacia la creación de obras y
fomento de actividades básicas para el país […]. También se nos ha criticado
por haber creado una capacidad productiva por encima de las posibilidades de
absorción del mercado […]. Finalmente, se nos critica porque nuestras
instalaciones industriales han tenido que depender para subsistir de la
existencia de barreras arancelarias. Pero aquí los críticos han olvidado que
todo país que inicia su industrialización debe depender del auxilio del Estado
a través de los aranceles. (Carrillo Flores, 1950, p. 7)
En consecuencia, el
avance de la industria se convirtió en el eje del desarrollo y el medio para
salir del atraso. Un estudioso estadounidense de la época, Sanford
Mosk, señalaba que para la política gubernamental era
inconcebible una disminución de la tasa de desarrollo industrial, dada la
premisa de que la industrialización era el mejor camino para lograr el progreso
económico y social de México. De tal manera que a éste se le fue dando mayor
importancia, aún en detrimento del avance agrícola, que había sido plataforma
esencial para su despegue. Recomendaba que México, ante la ausencia de un plan
de industrialización nacional, realizara una planeación económica, no en el
sentido de una economía controlada, sino en el de delinear un orden de
prioridades, con las cuales se dirigiera el proceso de industrialización,
puesto que la ausencia de planeación agravaría aún más los trastornos y
problemas derivados del avance de la industria. Las perspectivas de México para
importar maquinaria y equipo para su industrialización no eran claras y las
dificultades técnicas y de capital para producirlos internamente eran altas. De
ahí que enfatizara que “el mayor error sería que el Gobierno se abstuviera de
delinear un amplio programa para el desarrollo económico, dejando el destino
industrial del país sujeto enteramente a las decisiones de las empresas privadas”
(Mosk, 1951, p. 232).
Un importante grupo de
empresarios industriales era consciente de las dificultades que enfrentaban
para el crecimiento de sus empresas, como la insuficiente generación de energía
eléctrica y de combustibles, los problemas del sistema ferrocarrilero, la falta
de transportes eficaces y la necesidad de contar con una protección
arancelaria adecuada. Lo reducido del mercado interno frenaba la demanda por la
pequeña capacidad de compra de la mayoría de los habitantes, lo que reflejaba
la desigualdad en la distribución del ingreso, e insistían que entre los
objetivos perseguidos con la industrialización estaban
diversificar
la economía para ponerla a salvo de eventualidades exteriores; otro era elevar
el nivel de vida de la mayoría de los habitantes, ya que en la industria se
pagaban mayores salarios que en el campo […] Además, eran importantes elementos
como: adecuada provisión de materias primas, un sistema de impuestos
interiores apropiado, cuadros técnicos preparados y eficientes distribuidores
comerciales de las manufacturas. (Fujigaki, 1998)
La industria mexicana se había
enfrentado a severas restricciones para importar maquinaria e insumos
industriales –que no fueron incluidos en el Tratado Comercial firmado con
Estados Unidos durante los años de guerra–, lo que pudo notarse en diferentes
industrias. Así, en la industria textil se introdujo maquinaria de medio uso
adquirida en el exterior, lo que significaba incorporar máquinas y técnicas más
modernas internamente, aunque en el nivel internacional resultaran atrasadas.
Situación similar se presentaba en la industria siderúrgica. En la química,
firmas antiguas no pudieron reemplazar las máquinas y aparatos desgastados. En
este sentido fue muy importante el apoyo que Nacional Financiera dio a empresas
industriales, por ejemplo, a Celanese Mexicana, donde los intereses estadounidenses estaban
representados por Celanese Corporation,
que detentaba 50% de las acciones, Nafinsa tenía
12,5% y el resto estaba en manos de algunos bancos y de inversionistas privados
mexicanos (Fujigaki, 1998). El sector farmacéutico
fue dominado por empresas alemanas desde finales de la década de los veinte.
Posteriormente, en la década de los cincuenta se observó mayor participación de
la industria nacional, y, al mismo tiempo, la paulatina penetración de las
empresas norteamericanas y europeas en el mercado nacional (Plana, 2004).
En la posguerra, el
dominio creciente de Estados Unidos dentro del universo capitalista se
manifestó en la búsqueda del reordenamiento del mercado y el comercio mundiales
a través de las nuevas instituciones internacionales surgidas de Bretton Woods.
Un momento importante de controversia entre la posición de Estados Unidos y los
países de Latinoamérica, entre ellos México, fue la Conferencia Interamericana
sobre los Problemas de la Guerra y de la Paz, o “Conferencia de Chapultepec”,
celebrada en la ciudad de México en febrero de 1945. El gobierno estadounidense
pretendía reorganizar el sistema económico mundial sin tomar en cuenta las
perspectivas de los países atrasados de América Latina, a los que relegaba a
permanecer como productores de materias primas y mercados para los productos de
la industria estadounidense, según se desprendía de la Carta Económica de las
Américas o “Plan Clayton”, presentado en la Conferencia; posición con la cual
no estuvieron de acuerdo las naciones latinoamericanas que asistieron a la
misma; encabezadas por la Confederación de Trabajadores de América Latina
(CETAL). Los países latinoamericanos reclamaban su derecho a industrializarse
y a proteger sus mercados. La Conferencia también impulsó un significativo
acuerdo entre las clases obrera y patronal de la República Mexicana, llamado
“Pacto Obrero Industrial”, firmado entre la Confederación de Trabajadores de México
(CTM) y la Cámara Nacional de la Industria de Transformación (CNIT o Canacintra). Se trataba de
un
“pacto” o “alianza patriótica” entre obreros y empresarios para promover la
“revolución industrial de México”. Este pacto, que en muchos sentidos se
contraponía a la Carta de las Américas propuesta pocas semanas antes por el
gobierno norteamericano, no fue aceptado por todos los empresarios. Pero la
Confederación de Cámaras Industriales (Concamin) sí
salió en esos momentos a la defensa de la industrialización del país. (Torres,
1984, p. 21)
Dado el convencimiento de
los principales actores: Estado, empresarios y trabajadores, de la importancia
de avanzar en el desarrollo industrial, éste continuó afianzándose. En la
década de los cincuenta, la producción de bienes de consumo inmediato alcanzó
gran desarrollo y fueron favorables las perspectivas de expansión de los
bienes de consumo duradero, sobre todo para las clases medias y altas urbanas,
así como la de los bienes intermedios. Para entonces, las potencialidades del
mercado nacional eran percibidas claramente por los inversionistas
extranjeros.
Así, el capital
extranjero empezó a dirigirse de manera preferente al sector industrial. “La
inversión extranjera directa en la industria se incrementó de 7,1% del total en
1940, a más de 50% para 1960, y a 75% durante la década de los setenta” (Story, 1990, p. 85). A Estados Unidos pertenecían dos
terceras partes de la inversión externa en 1950, que llegó a más de 80% para
1960, y a 68% en 1982, la disminución se explica porque otros países extranjeros
incrementaron sus inversiones en la industria mexicana.
1960-1970: del auge al descenso industrial
Estas décadas fueron las de mayor dinamismo,
modernización y auge del desarrollo industrial; este escenario tuvo aspectos
más favorables a partir de la segunda mitad de los cincuenta, alcanzó su mayor
expansión en los sesenta y empezó a enfrentarse a crecientes dificultades a
fines de ese decenio y, sobre todo, en el siguiente. Estos fueron los años en
que la concentración en el sector industrial y la centralización del capital
financiero llegaron a los más altos niveles hasta entonces alcanzados. El creciente
predominio de los grupos monopólicos de capital privado nacional y de las
subsidiarias de las grandes transnacionales se hizo evidente al imponer su
ritmo al proceso industrial. Reforzaron sus lazos entre ellas y con el sector
público, que continuó brindándoles las ventajas y facilidades acostumbradas con
su política proteccionista, de subsidios y exenciones tributarias. La política
de control salarial, la creación de infraestructura, los insumos baratos
proporcionados por las empresas estatales, junto con la preparación de buena
parte de los técnicos y profesionistas que requerían en las universidades
públicas y en el Instituto Politécnico Nacional, fueron, también, condiciones
favorables.
A partir de la
devaluación de 1954, en que el peso se fijó en $12,50 por dólar (paridad que se
mantuvo hasta 1976), la política económica se enfiló a lograr la estabilidad
del tipo de cambio y de los precios, como condición necesaria para alcanzar un
crecimiento económico sostenido, que se haría evidente en el incremento del PBI
a una tasa media anual de 7%. Son los años del llamado “desarrollo
estabilizador”. De igual forma, a nivel internacional se desplegó “la edad de
oro” del capitalismo.
Asimismo, fueron los
tiempos cuando se empezaron a manifestar, poco a poco, desequilibrios en
varios aspectos: comercial, financiero, en la falta de una reforma fiscal
progresiva que proporcionara más recursos al erario. Estaba también presente
la naturaleza desequilibrada de la estructura productiva, la cual se fue
acentuando conforme avanzaba el proceso de industrialización que, a su vez,
llevó a una continua importación de bienes de capital y tecnología y a un
creciente pago de regalías e intereses a los inversores externos. Al mismo
tiempo, el endeudamiento externo público y privado se incrementó a lo largo de
estos años, para estallar en la crisis de la deuda de los ochenta. Por otra
parte, desde mediados de los sesenta, era evidente el abandono en que se
encontraba el medio rural y el menor incremento de la agricultura, sobre todo
alimentaria; el sector perdió, en parte, su papel de generador de divisas.
Estos cambios se hicieron evidentes en la segunda mitad de la década de los
setenta.
Entre 1955 a 1970 las
manufacturas crecieron a 8,9% anual, por encima del incremento del PBI, y
contribuyeron a generar casi 23% de producto en el último año (Gracida y Fujigaki, 2006). En la industria manufacturera se había
privilegiado la producción de bienes de consumo, tanto perecederos como
duraderos, y ciertos renglones de los bienes intermedios y de capital. Así, a
finales de los años sesenta la producción de bienes de consumo alcanzó 44% de
la estructura productiva industrial. Mientras que la entrada de tecnología
ahorradora de mano de obra llevó a generar menor cantidad de empleos. En los
sesenta y setenta, la industria alcanzó altos niveles de concentración y una
creciente presencia del capital extranjero, sobre todo en las ramas más
dinámicas. Cada vez fue más evidente la necesidad del Estado de mantener
buenas relaciones con el sector empresarial.
Al respecto, en los
primeros años del presidente López Mateos (1959-1961), disminuyó la inversión
privada y aumentó la salida de capitales, por lo que el gobierno tuvo que
buscar la reanudación de las relaciones amistosas con el capital nacional y
extranjero. Se ha mencionado que esta situación se debió a la declaración del
presidente de que su gobierno era de “extrema izquierda dentro de la
Constitución”. Buscando reactivar la economía, se promovió una mayor
participación del sector público y el impulso a las actividades industriales;
también se incrementaron los programas de asistencia social (creación del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los
Trabajadores del Estado: ISSSTE), y de educación (creación de la Comisión de
Libros de Texto Gratuito) (Vernon, 1966). En los años sesenta se nacionalizaron
y “mexicanizaron” una serie de industrias, como la eléctrica y la minería; también
se aplicaron más estrictamente las exenciones de impuestos y las licencias de
importación. Para 1970, el país era prácticamente autosuficiente en la
producción de la mayor parte de los bienes de consumo, comestibles, acero y
productos petroleros básicos (Hansen, 1971).
A nivel social, junto a
la creciente urbanización y aumento de la población, se presentó una continua
diferenciación en los ingresos, la desigualdad entre las distintas clases y
estratos de la población se acentuó cada vez más (Tello, 2012). En la práctica,
esto llevó a estrechar relativamente el mercado interno y a la disminución en el
ritmo de la demanda, lo que provocó que aumentara la capacidad ociosa en las
áreas industriales donde se estableció tecnología para una producción masiva;
la alternativa fue diferenciar cada vez más los productos para satisfacer el
consumo de las llamadas clases media y alta. “Paradójicamente entonces, el
éxito del desarrollo estabilizador fue, en parte, el fruto de la profundización
de los desequilibrios financieros y productivos, así como de la disminución de
la capacidad financiera del Estado” (Gracida y Fujigaki,
2006, p. 81).
Lo anterior se debió, en
parte, a que la sustitución de importaciones no alcanzó los niveles requeridos
en la producción de bienes de capital, principalmente. “La política de profundizar
la sustitución de importaciones resultó de largos alcances, con importantes
consecuencias de largo plazo para la economía y la sociedad en su conjunto”
(Cárdenas, 2003, p. 263). Entre ellas, estaba el hecho de que la protección en
muchos casos resultó excesiva y creó una industria que no era capaz de competir
en los mercados externos. “El primer signo de debilidad era la pérdida de
competitividad en el sector industrial. La estrategia implicaba el
fortalecimiento de una estructura industrial oligopólica, lo que significaba la
limitación de la competencia interna” (Cárdenas, 2003, p. 264)
Un balance crítico del
“desarrollo estabilizador” nos llevaría a las siguientes apreciaciones: el
crecimiento se basó, en parte, en las exportaciones agrícolas, pero no se apoyó
a la agricultura para sostener el crecimiento a largo plazo. Se puso en el
centro al mercado interno, pero este se frenó con la distribución del ingreso
cada vez más polarizada y el uso de tecnologías intensivas en capital que
frenaban el aumento del empleo. Se produjo el estancamiento de los ingresos
fiscales del Estado, ya que se evitó llevar a cabo una reforma que gravara al
capital y se acentuó la regresiva distribución del ingreso. Se ensanchó la
brecha entre utilidades privadas y beneficio social. El creciente malestar en
el campo y entre los trabajadores y clases medias de las ciudades, se
manifestaría en movimientos políticos y sociales (como los estudiantiles de
1968), y en el surgimiento de guerrillas rurales y urbanas.
Ahora bien, el avance del
sector manufacturero puede apreciarse en el Cuadro 1. Las tendencias de
crecimiento que se observan indican que, a diferencia de periodos anteriores,
no fueron el sector textil y el de productos alimenticios, bebidas y tabacos los
más dinámicos del periodo, debido a que su peso relativo dentro del sector
manufacturero disminuyó, ya que pasaron de representar cerca de 26 y 36%
respectivamente del PBI total manufacturero en 1950 a 17 y 28% respectivamente
en 1970, en estos años su crecimiento fue lento respecto al de otros sectores.
Los que más destacaron
por su crecimiento dinámico fueron los productos químicos, los minerales no
metálicos, los metálicos, los bienes de capital y la industria eléctrica, ya
que la tasa de crecimiento anual compuesta del total de la industria manufacturera
durante el periodo que va de 1950 a 1970 fue de 8,21%, y los sectores
mencionados superaron ese indicador.[iii]
Paralelamente, se presentó un proceso creciente de concentración de los medios
de producción en pocas manos. Las dos últimas columnas del cuadro nos muestran
la importancia y dinamismo de dos sectores industriales primordiales:
construcción y electricidad los que, junto con el petróleo y sus derivados,
fueron apoyos determinantes (creación de infraestructura fundamental, precios
subsidiados de energéticos, petroquímica básica, etcétera), para el avance de
la industria manufacturera.
Cuadro 1: Producto Interno Bruto, por
actividades manufactureras más construcción y electricidad, 1950-1970 (en
millones de pesos a precios de 1960)
Año |
Total (a) |
Productos alimenticios,
bebidas y tabaco |
Textil e indumentaria |
Derivados forestales |
Productos químicos |
Minerales no metálicos |
Minerales metálicos |
Bienes de capital |
Otros |
Construcción |
Electricidad |
1950 |
14 244 |
5 178 |
3 718 |
1 544 |
1 104 |
501 |
986 |
924 |
289 |
3 028 |
619 |
1951 |
15 746 |
5 792 |
3 881 |
1 680 |
1 362 |
538 |
938 |
1 262 |
293 |
3 315 |
688 |
1952 |
16 440 |
6 302 |
3 955 |
1 490 |
1 378 |
525 |
1 191 |
1 263 |
336 |
3 736 |
748 |
1953 |
16 266 |
6 713 |
3 499 |
1 545 |
1 404 |
550 |
1 039 |
1 194 |
322 |
3 449 |
798 |
1954 |
17 855 |
7 348 |
3 945 |
1 517 |
1 607 |
600 |
1 185 |
1 314 |
339 |
3 712 |
880 |
1955 |
19 589 |
7 609 |
4 428 |
1 599 |
1 807 |
723 |
1 554 |
1 474 |
395 |
4 133 |
981 |
1956 |
21 813 |
7 865 |
4 947 |
1 984 |
1 877 |
869 |
1 947 |
1 843 |
481 |
4 774 |
1 095 |
1957 |
23 229 |
8 791 |
4 767 |
1 968 |
2 052 |
956 |
2 077 |
2 082 |
536 |
5 397 |
1 182 |
1958 |
24 472 |
9 583 |
4 851 |
1 920 |
2 220 |
909 |
2 297 |
2 082 |
620 |
5 214 |
1 272 |
1959 |
26 667 |
9 956 |
5 273 |
2 328 |
2 669 |
1 068 |
2 442 |
2 398 |
533 |
5 330 |
1 368 |
1960 |
28 931 |
10 620 |
5 434 |
2 347 |
3 284 |
1 182 |
2 805 |
2 635 |
624 |
6 105 |
1 502 |
1961 |
30 559 |
11 218 |
5 497 |
2 398 |
3 431 |
1 156 |
2 969 |
3 215 |
675 |
6 074 |
1 609 |
1962 |
32 050 |
11 588 |
5 757 |
2 663 |
3 859 |
1 309 |
3 033 |
3 124 |
717 |
6 471 |
1 753 |
1963 |
35 003 |
12 530 |
5 907 |
2 864 |
4 078 |
1 357 |
3 619 |
3 857 |
791 |
7 411 |
2 170 |
1964 |
40 138 |
13 642 |
7 197 |
3 533 |
4 743 |
1 575 |
4 193 |
5 287 |
968 |
8 663 |
2 529 |
1965 |
45 251 |
14 368 |
7 671 |
3 743 |
5 764 |
1 727 |
4 645 |
6 266 |
1 067 |
8 534 |
2 769 |
1966 |
49 594 |
15 305 |
8 064 |
3 908 |
6 551 |
2 018 |
5 186 |
7 413 |
1 149 |
9 762 |
3 157 |
1967 |
53 093 |
16 183 |
8 971 |
4 063 |
7 359 |
2 262 |
5 536 |
7 529 |
1 190 |
11 032 |
3 533 |
1968 |
58 646 |
17 380 |
9 655 |
4 340 |
8 406 |
2 550 |
6 148 |
8 902 |
1 265 |
11 844 |
4 228 |
1969 |
63 526 |
18 473 |
10 374 |
4 774 |
9 657 |
2 811 |
6 605 |
9 553 |
1 279 |
12 961 |
4 812 |
1970 |
69 060 |
19 644 |
11 397 |
5 110 |
10 508 |
2 964 |
7 282 |
10 624 |
1 531 |
13 583 |
5 357 |
Fuente: Elaboración propia con base a
datos de INEGI (1950 a 1980).
Nota
(a): Total se refiere únicamente a la manufactura. Construcción y Electricidad quedan fuera del total.
En contraste con los años sesenta, a lo largo de la
siguiente década se deterioró la situación económica y política. Los años de
crecimiento con estabilidad de precios dieron paso al estancamiento con
inflación, a tono con lo que sucedía a nivel mundial. Se empezó a tomar
conciencia de la otra cara de la industrialización y la modernización. Ya no
pudo sostenerse la autosuficiencia alimentaria y se deterioraron cada vez más
los niveles de vida del grueso de la población (Tello, 2007). El número de
desempleados y subempleados aumentó, mientras el déficit crónico del sector
externo llegó a niveles sin precedentes.
Las dificultades que
presentó el sector industrial se han vinculado a las limitaciones que presentó
el proceso de sustitución de importaciones y a las dificultades crecientes para
pasar de las sustituciones simples a las complejas
Es
posible caracterizar el modelo de SI [Sustitución de Importaciones] adoptado en
México por tres rasgos: 1. Depende de la capacidad de importación generada en
otros sectores de la economía; 2. A medida que se avanza en la SI se va
reduciendo el arco de posibilidades lógicas del propio modelo; 3. El paso de la
sustitución de bienes de consumo no duradero a la de bienes intermedios y
duraderos y posteriormente a la de bienes de capital resulta cada vez más
difícil. Esto se debe a la creciente complejidad tecnológica de los procesos
implicados, a las dificultades en el financiamiento derivadas del aumento en
la masa de capital necesaria por planta y al incremento de magnitud mínima de
los mercados que dificulta operar eficientemente con las tecnologías
existentes. (Boltvinik y Hernández-Laos, 1981, p.
474)
El paso de las
sustituciones simples a las complejas requería de mayores inversiones por
planta y un uso más intenso del capital para operar con eficiencia, realizando
economías a escala que permitieran disminuir los costos. Esto era difícil en
México por la pequeña magnitud relativa del mercado nacional, lo que aunado a
la protección que rodeó a la industria, favoreció las altas tasas de ganancia
para las empresas de mayor tamaño. Boltvinik y Hernández-Laos
(1981) incorporan como elementos del proceso de sustitución de importaciones
seguido en el país altos niveles de concentración industrial y la estructura
oligopólica del mercado.
Estos dos últimos
aspectos también son resaltados por Fajnzylber (1980)
al señalar el alto grado de concentración de la industria manufacturera y cómo
las empresas transnacionales se ubicaban, preferentemente, en esos sectores,
donde generaban una proporción mayoritaria de la producción y desempeñaban una
función de liderazgo en la actividad industrial. El tamaño de las filiales de
estas empresas era mayor que el de las empresas nacionales y se expandían más
rápidamente; en su crecimiento recurrieron muchas veces a la adquisición de
empresas locales (propiciando la desnacionalización de la industria), y
financiaron su expansión, en forma cada vez más amplia, con recursos
financieros captados en el país:
Las
diferencias en las relaciones capital-trabajo, productividad y nivel de
remuneraciones conducen a estimar un nivel de la tasa de rentabilidad 60%
superior en los sectores en que las ET [Empresas Transnacionales] generan más
de 75% de la producción respecto a aquellos en que las empresas nacionales
controlan más de 75% del mercado. En los sectores productores de bienes de
consumo no durables la relación supera 100%. (Fajnzylber,
1980, p. 487)
Ante este panorama, la
maquila se presentó como una alternativa para continuar con el avance de la
industria.[iv] En
México la industria maquiladora apareció oficialmente en 1965, bajo el marco
del Programa Industrial Fronterizo (PIF), oficialmente llamado “Programa de
Aprovechamiento de la Mano de Obra Sobrante a lo Largo de la Frontera con
Estados Unidos”, creado en respuesta a una serie de coyunturas que planteaban
necesidades concretas: generar empleos para enfrentar la suspensión del
Programa Bracero (que inició durante la Segunda Guerra Mundial, en 1942), y la
creciente migración de jornaleros hacia el norte para trabajar en los campos
agrícolas de EE.UU. y de México. Cabe destacar que por esos años el sector
algodonero del país presentaba dificultades (Hansen, 2003).
La idea del gobierno
mexicano era crear empleos bien remunerados mediante la industrialización de
la frontera, vía el fomento de industrias locales enlazadas como proveedoras a
las empresas maquiladoras que se pensaba transferirían tecnología y brindarían
capacitación a los trabajadores nacionales. En 1975 la Secretaría de Industria
y Comercio publicó un informe titulado “La frontera norte: diagnóstico y
perspectivas”, en donde se concluía que la instalación de maquiladoras había
brindado muchas ventajas para la región y el país, entre otras: un aumento del
empleo, del nivel técnico de la mano de obra, de los ingresos personales y de
divisas; incrementos en la recaudación fiscal y la promoción de inversiones en
ramas auxiliares (Bustamante, 1975). En un primer momento se estableció que
estas nuevas inversiones debían tener como mínimo un 51% de participación
nacional. Más adelante, en 1971, se expidió un decreto que establecía que el
capital social de una empresa maquiladora podía ser 100% extranjero y que los
inversionistas foráneos podían adquirir derechos de dominio sobre los terrenos
destinados a la instalación de maquiladoras dentro de la franja fronteriza por
una duración de 30 años.
Bustamante (1975)
contradice el optimismo de la Secretaría de Industria y Comercio sobre el papel
positivo de las maquilas, al concluir que después de casi 10 años de funcionamiento
se incrementó el desempleo en las ciudades fronterizas (en relación con el
rápido crecimiento de la población) y los empleos generados hasta entonces eran
precarios, inestables y muchas veces sin respeto alguno por la legislación
laboral vigente. Por otra parte, si bien las exportaciones de este sector
beneficiaban la balanza comercial, existía ya una creciente tendencia
subyacente al aumento de las importaciones de materias primas y maquinaria y a
la exportación de utilidades que contrarrestaban paulatinamente su saldo.
Respecto a la formación de trabajadores dotados de mayores habilidades
técnicas, el autor no encontró evidencia empírica que sostuviera esa idea, al
contrario, las plantas maquiladoras instaladas se caracterizaban por ser un
conjunto de tareas especializadas altamente intensivas que no requerían el
aprendizaje y la capacitación constante del trabajador. Para el autor, los
supuestos incrementos en la recaudación fiscal y en la inversión en ramas
auxiliares no se ajustaban a la realidad y a la lógica de comportamiento de las
empresas transnacionales que, precisamente, en su búsqueda de menores costos,
relocalizaban las fases del proceso productivo intensivas en trabajo; incluso,
eran los gobiernos, como el mexicano, quienes otorgaban estímulos fiscales
para su instalación (considerados en el PIF) y, en todo caso, los que
realizaban inversiones auxiliares en infraestructura, como las que se hicieron
bajo el Programa Nacional Fronterizo.
La maquila se estableció
en México a partir de objetivos que parecen contrapuestos: por un lado,
fomentar el desarrollo industrial del país y el desarrollo económico de las
regiones fronterizas; y por otro, reducir costos a las empresas
transnacionales mediante mano de obra barata y regímenes fiscales
preferenciales. A pesar de estas lógicas industriales diferentes, el gobierno
impulsó a través de diversos decretos su consolidación. Las empresas maquiladoras
aprovecharon esas ventajas en función de sus propias transformaciones e intereses.
A principios de la década de los ochenta era claro que había triunfado su
lógica industrial (Quintero, 2004).
En diciembre de 1965 se
encontraban instaladas 12 empresas maquiladoras que daban empleo a 3087
trabajadores; para 1967, había 57 maquiladoras que empleaban a 4257; en 1969 se
reportaba que el número de maquiladoras era de 147 y ocupaban alrededor de
17000 operarios, todas ellas registradas bajo el PIF. En 1971 existían 209
plantas que empleaban a 29000 trabajadores, en su enorme mayoría del sexo
femenino. En 1974 el número de empresas maquiladoras subió a 516, y el de
empleados a 56253. Para 1980 se contaba con 620 establecimientos que daban
empleo a 119546 personas (Bustamante, 1975). Las primeras empresas instaladas
correspondían al sector textil, de calzado y juguetes, Durante los años setenta
la mayoría de las nuevas empresas pertenecían a las ramas de autopartes y
electrónica (Quintero, 2004). Para inicios de la década de los ochenta se
observaba que la industria maquiladora era inestable, no había propiciado el
desarrollo de sectores industriales nacionales como se esperaba y mantenía
precarias condiciones laborales. Aun así, los gobiernos subsiguientes la
siguieron considerando una estrategia importante para el desarrollo económico
de México.
Transformación de las pautas productivas industriales
(1980-2000)
Durante las últimas décadas del siglo XX la estructura
productiva industrial mexicana experimentó profundas modificaciones motivadas
por la combinación de diversos procesos tanto de origen interno como externo.
Por un lado, el menor dinamismo de la producción manufacturera en general
–particularmente acentuado en los países de mayor industrialización durante la
posguerra–, en un contexto de incrementos en los márgenes de capacidad ociosa y
aumento de las presiones competitivas en el mercado mundial (Brenner, 2009),
propició nuevas estrategias empresariales para la gestión de activos y la
organización productiva y del trabajo. Sobre la base del acelerado cambio
técnico derivado de la revolución tecnológica de las décadas previas se
modificaron sustancialmente las pautas productivas a nivel global –con respecto
al boom industrializador de la posguerra–, creando con ello nuevas
condiciones económicas que se agrupan en lo que, cada vez más, se reconoce
como un cambio histórico a nivel mundial.
En el frente interno,
durante la década de los años setenta entró en crisis el modo de articulación
económica entre el Estado y la iniciativa privada que surgió con la Revolución
y se relanzó durante la segunda posguerra. Los grupos empresariales y financieros
más fuertes, tanto nacionales como extranjeros, exigieron al Estado otra serie
de garantías que les permitieran mantener en constante crecimiento sus
beneficios: a los primeros hacerlos más competitivos a nivel internacional y a
los segundos permitirles una mayor participación en actividades hasta entonces
reservadas para el Estado y los capitales nacionales.
Básicamente el gran
capital exigió una economía sin regulaciones, y con ello una nueva función por
parte del Estado: reducir al mínimo su participación como productor y
redistribuidor del ingreso –en
específico mediante su intervención en las relaciones entre capital y trabajo–;
pidieron la privatización de las empresas y bancos más rentables, la liquidación
de los activos públicos que entraban en conflicto con sus propias inversiones y
la apertura de nuevos espacios de valorización hasta antes salvaguardados por
leyes constitucionales (educación, salud, territorio, agua, biosfera); mejores
condiciones para los flujos monetarios internacionales; la eliminación de
trabas a la inversión externa; y toda una serie de modificaciones al marco
institucional para disminuir aún más la tasa de tributación del capital y los
costos de producción, principalmente los laborales; así como la implementación
de una política económica de corte monetarista para constreñir el crecimiento
de los salarios, los precios, la tasa de interés y mantener la estabilidad en
los tipos de cambio; todo ello con el único fin de mejorar el desempeño y
rentabilidad de la inversión privada (Trejo, 2012). A esta nueva articulación
entre el Estado y el capital, analizada desde hace varios años por diversos
autores (i. e. Guillen, 2005; Concheiro, 1996) se le llamó desde los círculos
oficiales “modernización”, o “cambio estructural” desde el lenguaje académico.
Fue bajo este contexto de
cambios internos y externos que durante la década de los años ochenta el Estado
mexicano emprendió un profundo proceso de restructuración en todos los órdenes
de la economía. En el caso del sector industrial se planteó la necesidad de
modernizar las estructuras productivas bajo el siguiente diagnóstico: el
desempeño de la producción manufacturera mexicana se había rezagado frente al
avance de otras naciones, lo que se reflejaba en menores índices de eficiencia
y productividad, en mercancías de menor calidad y mayor precio y en el
deterioro constante de la balanza comercial en este sector. Lo anterior se
atribuía principalmente al rezago tecnológico y la conservación de procesos
productivos obsoletos, así como a una deficiente organización de la producción
que no propiciaba, entre otras sinergias, la integración de cadenas productivas
para aprovechar las economías de escala (Cárdenas, 2015). Todo ello –según el
diagnóstico oficial– limitaba el crecimiento del sector y su papel como motor
dinámico de la economía, e impedía también su inserción a los mercados
mundiales de manufacturas. Los signos más evidentes de este atraso, se decía,
se ubicaban en el sector paraestatal de la economía y en aquellas industrias
excesivamente protegidas de la competencia externa (de la Madrid, 2004).
De esta forma, se
propusieron cambios en el entramado institucional para modificar las pautas de
funcionamiento del aparato productivo industrial. En primer lugar, racionalizar
la protección reduciendo gradualmente los aranceles y eliminando los permisos y
cuotas de importación; en segundo lugar, la estructuración de una industria
exportadora, apoyada por un tipo de cambio subvaluado y diversos programas de
apoyo financiero, tecnológico y exenciones fiscales; y, en tercer lugar, la
reclasificación de las empresas públicas en “estratégicas”, “prioritarias” y
“no prioritarias”, para someterlas paulatinamente a un proceso de modernización
y desincorporación (venta, fusión o liquidación) (Tello, 2007). Al mismo
tiempo, se concertaron acciones específicas con el capital privado –como el
Programa Nacional de Fomento Industrial y Comercio Exterior (PRONACIFE),
1983-1988 y el Programa de Apoyo Integral a Industria Mediana y Pequeña (PAI),
1982-1988– para incorporar y difundir los avances tecnológicos que se estaban
dando a nivel mundial y los nuevos procesos de gestión para racionalizar
procesos productivos, así como el desarrollo de infraestructura en enclaves
regionales destinados a la producción para mercado externo; de esta forma se le
dio una atención especial al sector electrónico, automotriz y petroquímico.
A todos estos cambios se
les englobó bajo el término de “Reconversión Industrial” (RI), el cual
rápidamente se constituyó como un principio clave dentro de la retórica modernizadora
oficial de los años ochenta. El objetivo de la restructuración básicamente
consistía en darle un nuevo perfil al aparato industrial modificando la forma
de producir, así como los productos mismos, tendiente a eliminar los obstáculos
estructurales que limitaban su rendimiento y expansión. Esto implicaba la
introducción de nuevas tecnologías y formas de organización del trabajo,
mediante métodos e inversiones adicionales provenientes del exterior, el cierre
de procesos productivos obsoletos y la elevación de la productividad mediante
el empleo racional de todos los elementos que concurrían en la actividad productiva.
Todo ello con la finalidad de establecer un aparato productivo más eficiente y
competitivo, con mayor integración interna y una mejor articulación con la
economía internacional (Villarreal, 1988).
No obstante, debajo de
esta retórica de modernización, la RI en realidad fue una estrategia diseñada
en conjunto con los grupos empresariales más fuertes, tanto nacionales como
extranjeros, bajo las condiciones de entonces, ante la crisis y la atonía en el
crecimiento de sus beneficios que venía desde los años setenta, para eliminar
las trabas institucionales y políticas que impedían la modificación de las
relaciones laborales y la disminución de los costos del trabajo. Autores como
de la Garza (2006) han establecido una serie de puntos neurálgicos para
explicar los objetivos y alcances de la RI, traducidos por los empresarios como
una transformación del régimen de trabajo.
En principio, la
necesidad de sustituir maquinaria y estructuras productivas obsoletas por
máquinas e instalaciones flexibles y de control numérico (reprogramables),
principalmente en la industria automotriz, electrónica y del complejo
metalmecánico, que incrementaran los ritmos de productividad en un contexto de
apertura a la competencia externa, implicaba un cambio sustancial en las
formas de organización del trabajo, las relaciones laborales y la demanda de
fuerza de trabajo.
Con respecto a las
formas, el objetivo central fue vencer la resistencia individual y colectiva de
los trabajadores a la intensificación de los ritmos de producción, mediante la
incorporación paulatina de grupos de trabajadores hábiles pero no especializados,
polivalentes, bajo regímenes específicos de contratación individualizada con
periodos de corta duración –por proyectos–; y la conformación de grupos o
círculos de trabajo en líneas asincrónicas de montaje para superar una de las
limitaciones del sistema taylorista del trabajo: la disminución del ritmo de
las actividades ante faltas del personal obrero (derivado de la separación y
especialización de funciones sobre líneas de ensamble sincronizadas).
En lo referente a las
relaciones laborales, el objetivo de la RI era revertir las conquistas
sindicales que frenaban el desgaste de la fuerza de trabajo (como aquellas que
limitaban las cargas de trabajo y evitaban que los trabajadores fueran usados
en labores para los que no fueron contratados), promovían su estabilidad (como
los méritos por antigüedad) y el avance del salario por encima de la
productividad, y que incluso permitían a los sindicatos participar en
decisiones relacionadas con la producción. Pero, sobre todo, la ofensiva
patronal buscaba cancelar aquellas cláusulas que obligaban a las empresas a
informar y pactar con los sindicatos los cambios de tecnologías y formas de
organización del trabajo.
Otro objetivo de la RI
fue superar la rígida oferta laboral que se presentaba en algunas ramas, debido
a la presencia de sindicatos que administraban un porcentaje alto de las nuevas
contrataciones, mediante la relocalización de sus actividades a regiones con
escasa influencia de la cultura sindical o a través del quiebre técnico de
empresas y la liquidación de sus respectivos sindicatos para reabrirlas con
otro tipo de contrataciones, sobre todo incorporando jóvenes y mujeres sin
experiencia sindical. Todo ello tolerado por las autoridades laborales; incluso
se comenzó a fomentar el surgimiento de parques industriales en nuevas regiones
“no conflictivas” (de la Garza, 2006).
En suma, todos estos cambios
auspiciados bajo la RI lo que en el fondo buscaban era romper con el cúmulo de
prácticas que determinaban in situ la carga normal, las formas y ritmos
de trabajo, aquellas que se encuentran en el corazón mismo del proceso
productivo y que en la mayoría de las ocasiones ni las máquinas, ni los
manuales, ni los supervisores más adiestrados pueden controlar del todo. Dicho
de otra forma, el objetivo de la RI no sólo era transformar el régimen de
trabajo para adecuarlo a las nuevas tendencias productivas, y de paso disminuir
relativamente sus costos; sino imponer una nueva cultura laboral, tendiente a
generalizar y aceptar las formas flexibles del trabajo dentro de los sistemas
de producción.
En este sentido, la
Reconversión Industrial de los años ochenta y noventa no fue una simple
modernización tecnológica para revitalizar las estructuras productivas en un
contexto de cambios institucionales que relajaron el aparato proteccionista de
la industria construido desde la posguerra; sino que al darse ésta sobre la
base de una transformación en la organización del trabajo y la reducción de
sus costos, implicó en el fondo un replanteamiento de las relaciones
obrero-patronales y las de estos grupos con el Estado.
Pero la RI no sólo se
abrió paso en medio de la destrucción de los derechos laborales, sino también
aniquilando activos y desintegrando cadenas productivas locales. Como se ha
mencionado, una de las condiciones para racionalizar y modernizar la planta industrial
fue la relajación del aparato proteccionista. Derivado de ello, a principios de
la década de 1990 el gobierno intensificó el proceso de apertura comercial que
venía planteándose desde mediados de los años ochenta, lo que propició, entre
otros fenómenos, la conformación de un panorama heterogéneo y polarizado dentro
del sector manufacturero del país.
La exposición a la
competencia internacional provocó, por un lado, la liquidación paulatina de
productores locales en varias ramas –como las de electrodomésticos y juguetes–
que venían fortaleciéndose desde el largo periodo de la posguerra, lo que
incrementó las importaciones de productos que hasta no hace poco antes se
fabricaban internamente. No obstante, al mismo tiempo esa apertura brindó las
condiciones para que otras ramas y cadenas productivas –como la electrónica y
la automotriz– se modernizaran e incrementaran sus niveles de participación
dentro de la producción total y las exportaciones del sector. Este perfil
heterogéneo y polarizado, además, se dio en un contexto de auge y decadencia de
algunas regiones productivas. Las zonas industriales que despuntaron entre
1950-1980 presentaron un menor dinamismo frente a las nuevas pautas de
aglomeración industrial, que se presentan sobre todo en el norte del país.
Consideraciones finales
Sin duda, la industrialización es uno de los procesos centrales que
distinguen al siglo XX mexicano, pues apoyó la modernización y crecimiento del
país, sobre todo a partir de la segunda posguerra. Sus pautas fueron la
creciente migración del campo hacia la ciudad, la explosión demográfica, la
progresiva urbanización y los cambios en los patrones de consumo. Ahora bien,
el proceso de industrialización no concluyó en la década de los ochenta, pero
sí parece que dejó de ocupar el importante lugar que tuvo, tanto en la economía
real como en las aspiraciones e ideas reflejadas en las políticas económicas.
Desde entonces, ha seguido un complejo curso, cuando las diferencias en los
objetivos y las modificaciones del sector trataron de ajustarse a las
tendencias de las transformaciones mundiales.
En 1982 se cerró una
etapa de la historia de la industria México, con dos acontecimientos
importantes: la nacionalización de la banca y la adopción del control de
cambios. Los siguientes seis años serían de inflación y crisis. Con el
presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) se iniciaría una reestructuración de
la industria. Entre sus objetivos estaba el saneamiento o el cierre de empresas
estatales consideradas ineficientes y/o la quiebra de industrias no
estratégicas. De nueva cuenta, también, en la búsqueda de la modernización
económica, ahora neoliberal, se trataba de acabar con el exceso de
proteccionismo, para lo cual se sustituyeron los permisos previos de
importación por un sistema arancelario, con el fin –según se declaraba– de
alterar situaciones de privilegio que perjudicaban al consumidor. Por ejemplo,
de la Madrid dijo:
Tomé
esta medida porque estoy convencido de que para salir de esos círculos viciosos
es necesario cambiar las técnicas del proteccionismo. Al vincular de manera
eficaz la actividad productiva del país a las corrientes comerciales y a los
procesos de reconversión industrial que internacionalmente se están poniendo en
práctica, estamos promoviendo la modernización necesaria de nuestra planta
industrial, a fin de mejorar sus niveles de calidad y eficiencia para competir
en los mercados del exterior. (2004, p. 452)
En 1986, México entró al GATT (por la sigla en inglés
del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y el país enfiló
hacia lo que se llamaría “modelo de sustitución de exportaciones” en
contraposición al de sustitución de importaciones. Dio inicio también un
proceso de liberalización acelerada. El mercado exterior sería el objetivo que
conquistar y el mercado interno pasaría a segundo plano. El 8 de mayo de ese
año, la empresa paraestatal Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey fue
declarada en estado de quiebra y 8800 trabajadores fueron despedidos. Por
ejemplo, de la Madrid (2004, p. 572) señaló que “la quiebra de la Fundidora de
Monterrey crea un precedente sano, pues demuestra que las empresas públicas que
no tengan viabilidad económica también pueden ser liquidadas”. Fundidora sólo
era el inicio de un proyecto de ajuste para toda la industria siderúrgica. A
tono con lo anterior, declaró:
Yo
creo que la empresa más conflictiva de todas es Sidermex,
no solamente por sus problemas tecnológicos, sino por la situación mundial de
la siderúrgica. No somos competitivos en términos internacionales, y la verdad
es que nos resulta más barato comprar acero que producirlo. Pero, si adoptamos
la política de cerrar todo aquello en lo que no somos competitivos, creo que
podríamos terminar por cerrar al país. (de la Madrid, 2004, p. 574)
Lo anterior casi se logró en los siguientes gobiernos
neoliberales, ya que, si bien no cerraron al país, sí se perdió parte
importante de nuestra soberanía nacional y autonomía financiera y económica,
pues se abrió nuestro mercado interno demasiado rápido y fácil al exterior; se
entregaron áreas claves al capital extranjero (como el sistema financiero) y se
abandonaron otras, sobre todo a partir de 1994 con la firma del Tratado de
Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá. En forma abrupta, el proceso
industrial dejó de ser el objetivo principal de la política económica. Su
pasado inmediato –desde los ochenta– está plagado de altibajos y de un sabor a
derrota; y su porvenir se volvió incierto.
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Contribución de autoría (taxonomía CRediT)
Esperanza Fujigaki Cruz: conceptualización,
investigación, metodología, visualización, redacción - borrador original y
redacción - revisión y edición.
Adrián Escamilla Trejo: conceptualización, investigación, metodología,
visualización, redacción - borrador original y redacción - revisión y edición.
[i]
Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Economía. ORCID
0000-0003-3491-6570, fujigakife@yahoo.com.mx
[ii]
Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Economía. ORCID 0000-0002-7407-8682, adrian.escamilla@economia.unam.mx
El
presente ensayo es un balance crítico que integra algunas ideas previamente
publicadas por ambos autores en distintos trabajos; es fruto del esfuerzo de
investigación realizado en los últimos 15 años en el marco de diferentes
proyectos PAPIIT-UNAM coordinados por ambos autores en la Facultad de Economía
de la Universidad Nacional Autónoma de México (FE-UNAM).
[iii] Para obtener
la tasa de crecimiento anual se usó el método compuesto. Metodología: 1/n [año final/ año inicial] – 1 *(100). En que n =
número de años del periodo que se estudia. La tasa de crecimiento
anual compuesta de las diversas
actividades manufactureras fue la siguiente: Productos alimenticios, bebidas y tabaco: 6,89%;
Textil e indumentaria: 5,76%; Derivados forestales: 6,16%; Productos
químicos: 11,92%; Minerales
no metálicos: 9,29%; Minerales metálicos: 10,51%; Bienes de capital: 12,98%; Construcción: 7,79%;
Electricidad: 11,39%; Otras industrias: 8,69% Cálculos propios con base en los datos del cuadro 1.
[iv] La maquila es la
subcontratación hecha por empresas extranjeras para producir y ensamblar partes
de un producto final o que posteriormente serían empleados en el proceso
productivo de otra empresa. Básicamente, consiste en la búsqueda constante de
ventajas comparativas (principalmente mano de obra barata, mayoritariamente
femenina), es decir, realizar la producción o ensamblaje de un bien con el
menor costo de oportunidad en comparación con otras regiones o países, por ello
su constante movilidad. Su unidad básica de producción son centros de trabajo
cuya actividad se concentra en el ensamblaje, transformación y reparación de
componentes destinados principalmente a la exportación; gozan de un régimen
fiscal de excepción, lo cual les permite la mayoría de las veces establecerse
sin pagar impuestos e importar insumos sin pagar aranceles.