Auge, limitaciones y transformación del proceso industrial mexicano: 1940-2000

 

 

Rise, Constraints, and Transformation of the Mexican Industrial Process: 1940-2000

 

 

Esperanza Fujigaki Cruz[i]

Adrián Escamilla Trejo[ii]

 

 

Resumen: Este trabajo tiene como propósito analizar algunas de las características principales de la etapa del proceso industrial mexicano que transcurre de 1940 a finales del siglo XX. La intención es mostrar las tenden­cias generales, los alcances, límites y contradicciones que acompañaron el periodo de mayor desarrollo industrial de México, así como las particularidades relevantes de su desenvolvimiento y transformación a lo largo de estas décadas, aquellos aspectos que lo impulsaban y otros que lo frenaban. Para alcanzar estos objetivos se recurre a una revisión historiográfica, donde se examinan tanto autores de la etapa estudiada, como otros de la actuali­dad; asimismo, se realiza un breve análisis hemerográfico y estadístico, que muestra esas directrices y señala parte de su problemática.

 

Palabras clave: México; Historia industrial; Desarrollo industrial.

 

 

Abstract: This paper analyzes some of the main characteristics of the Mexican industrial process from 1940 to the end of the 20th century. The intention is to show the general trends, the scope, limits and contradictions that accompanied the period of greatest industrial development in Mexico, as well as the relevant particularities of its development and transformation throughout these decades, those aspects that promoted it and others that stopped it. To achieve these objectives, a historiographic review is carried out, where both authors from the period studied and others from present day are examined. Likewise, a brief hemerographic and statistical analysis is carried out, which shows these guidelines and points out part of their problems.

 

Keywords: Mexico; Industrial History; Industrial development.

 

 

Recibido: 16 de marzo de 2024

Aprobado: 31 de mayo de 2024

 


Introducción

 

El proceso de industrialización en México surgió bajo las pautas marcadas por la Primera y la Segunda Revoluciones Industriales. Se produjo después de un largo y lento proceso de gestación, que podemos situar desde las últimas décadas de la época colonial (por el gran desarrollo minero, manufacturero y de los obrajes) y todo el siglo XIX (con la importación –limitada– de máquinas y técnicas de la Primera Revolución Industrial y el inicio de los establecimientos fabriles), situación que continuó hasta los primeros años del Porfiriato (1876-1911).

A partir del decenio de 1880, con el tendido de los principales troncales ferrocarri­leros, un nuevo marco jurídico (Códigos de Comercio de 1884 y 1889, los de minería, los de colonización, la Ley de Instituciones Bancarias de 1897 y la de 1908), el aumento en el número de bancos, el surgimiento de las sociedades anónimas, la creciente inversión de capital nacional y la entrada de capital extranjero (con nueva maquinaria y tecnología), apo­yaron una eclosión más firme de la industria manufacturera y de otras, como la minera, la eléctrica, la petrolera y la siderúrgica. Importantes empresas industriales que surgieron en ese entonces sortearon con éxito la Revolución Mexicana (1910-1917) y se expandieron en el decenio de los años veinte. Este proceso tuvo como soporte la Constitución de 1917, que generó un nuevo marco jurídico y llevó a la creación de instituciones más apropiadas para el desarrollo económico e industrial.

La consolidación de la industria era ya indudable para la década de 1930. Sin em­bargo, el afianzamiento del sector manufacturero no debe engañarnos sobre su grado de tecnificación y avance; las artesanías y los talleres familiares eran el mar donde navegaban pequeñas, medianas y algunas grandes fábricas y ensambladoras, como las establecidas por las tres mayores automotrices estadounidenses. México continuaba siendo un país rural y campesino, pero las reformas estructurales cardenistas (1934-1940) apoyaron su transfor­mación y crearon condiciones propicias para entrar en una nueva fase de industrialización creciente.

Entre 1940 y 1982 ocurrió una etapa de crecimiento constante, de diversificación y auge del proceso industrial, la integración de las distintas ramas industriales manufactureras aumentó y sus relaciones con otros sectores, sobre todo el primario y el financiero, fueron más firmes. El proceso transcurrió bajo los estándares delineados por las políticas pro­teccionistas y de fomento a la industria, la creciente intervención del Estado en diversas ramas manufactureras y energéticas, la gran ampliación del mercado y el ahorro internos, con un aumento constante de la inversión nacional y la inversión directa de capital externo, una de cuyas formas fueron las filiales y subsidiarias de grandes empresas transnacionales, sobre todo estadounidenses.

A través del comercio exterior y de la inversión externa llegaron la maquinaria, los bienes intermedios y la tecnología para las fábricas mexicanas; su flujo y composición cam­biaba conforme aumentaba la sustitución de algunos de estos bienes por las empresas na­cionales, pero sin que en el interior se llegara a los niveles requeridos de fabricación de máquinas en gran escala y de generación de tecnología de punta. A su vez, la monopoliza­ción de la producción manufacturera transcurrió junto con la expansión de las pequeñas, medianas y grandes empresas y el aumento del número de obreros, técnicos y profesionistas vinculados a la industria. La diversificación y crecimiento del mercado de trabajo impulsado por el gran incremento demográfico, la emigración del campo a la ciudad y el aumento en los niveles educativos técnicos y universitarios, acompañó, apoyó y nutrió al avance indus­trial.

Sin embargo, debido tanto a cambios internos como internacionales, algunos de los cuales se manifestaron desde inicios de la década 1970, en esta década y en la de los ochenta, se presentaron situaciones críticas para la economía y el sector manufacturero, que dieron lugar al agotamiento, reconversión y reestructuración del proceso a través del cual la socie­dad mexicana se industrializó en el largo siglo XX; situaciones que corrieron enlazadas con las profundas mutaciones que experimentó el crecimiento económico tanto nacional como mundial. Internamente, a partir de la década de 1980 en adelante, hubo una transformación significativa en la participación estatal y en las políticas económicas dirigidas a la industria: desincorporación y privatización de empresas estatales; disminución del proteccionismo y una mayor apertura al mercado externo, en un primer momento a través del establecimiento de maquilas en la frontera norte del país y, posteriormente, con una orientación de la pro­ducción nacional hacia el exterior, que permitió aumentar las exportaciones de productos manufacturados.

El proceso continuó en la primera década del siglo XXI, mientras a nivel interna­cional se fue desplegando la Tercera Revolución Industrial, con lo que ella significa en sus transformaciones tecnológicas, científicas, nuevas áreas de producción, flexibilización del trabajo, cambios en el mercado mundial y un largo etcétera. Este es el entorno exterior de la transición iniciada en México en la década de los ochenta, misma que representa las for­mas en las que nuestro país comenzó a insertarse en la globalización.

Este trabajo tiene como propósito analizar algunas de las características principales de la etapa del proceso industrial mexicano que transcurre de 1940 a finales del siglo XX. La intención es mostrar las tendencias generales, los alcances, límites y contradicciones que acompañaron el periodo de mayor desarrollo industrial de nuestro país, así como las parti­cularidades relevantes de su desenvolvimiento y transformación a lo largo de estas décadas, aquellos aspectos que lo impulsaban y otros que lo frenaban. Para alcanzar estos objetivos se recurre a una revisión historiográfica, donde se examinan tanto autores de la etapa estu­diada, como otros de la actualidad; asimismo, se realiza un breve análisis hemerográfico y estadístico, que muestra esas directrices y señala parte de su problemática.

 

Cambios socioeconómicos, políticos y financieros que apoyaron el desarrollo industrial

 

Varios trasfondos subyacen a la manera en que la industrialización mexicana se desarrolló en las décadas posteriores a 1940. Uno de ellos fue el cambio que presentó el mercado mundial, signado por los grandes avances tecnológicos y científicos, que lideraron los países más avanzados e influyeron en los países de menor desarrollo. Otro, las vías particulares en que México transitó de ser una sociedad rural a otra urbana, industrial y de servicios y los cauces por los que se constituyó un mercado interno capaz de dar soporte y consumir una producción manufacturera creciente, lo que implicó cambios sociales importantes en el in­greso, el consumo y los estilos de vida. Asimismo, fueron determinantes en este periodo las políticas económicas –generales y de industrialización, en particular– del Estado mexicano y, también, las formas de actuación empresariales, que han variado con las transformaciones del mercado.

Bajo este contexto, a partir de 1940, en parte estimulada por la Segunda Guerra Mundial y en parte por el impulso que había acumulado en las dos décadas anteriores, la economía mexicana se caracterizó por un sostenido crecimiento económico, en gran me­dida basado en el avance de la industrialización, del capital financiero, del proceso de mo­nopolización y de la entrada creciente de capital externo. La industria se transformó en el eje indiscutible de la acumulación y modernización económica, y fue acompañado por el gran avance agrícola, demográfico y urbano.

La tendencia previa a la ubicación de las industrias en las zonas urbanas continuó, pues las ciudades, sobre todo las grandes, como el Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey y medianas como Puebla, estaban mejor dotadas de la infraestructura necesaria para las instalaciones fabriles. El porcentaje de la población que habitaba en localidades menores a 2500 habitantes fue constante en cerca de 70% entre 1900 y 1940; a partir de entonces empezó a descender, llegando a 41,3% en 1970. En esta última década, la población urbana superó a la rural y, con ello, la fisonomía del país cambió de rural y campesino a urbano-industrial, situación a la que se sumaron las transformaciones sociales, políticas y culturales que esta mutación conlleva, al enfilar al país al predominio casi absoluto de las formas de producción capitalistas, con la industria como vanguardia.

Esta metamorfosis estuvo estrechamente vinculada con la transformación agraria y el crecimiento del sector agropecuario, que proveyó a la industria de alimentos, materias primas, divisas, capital y mano de obra que emigró del campo a la ciudad (Fujigaki, 2004). Las ramas manufactureras productoras de los llamados “bienes salario” (alimentos y bebi­das, textiles, vestido y calzado), se vinculaban estrechamente con el sector agropecuario, ya que procesaban los frutos, cereales, vegetales, carne, lácteos, insumos (como fibras y pieles) y demás que el campo producía. Conforme la industria se orientó, en los años cincuenta, hacia las ramas intermedias (química, metálicos básicos, minerales no metálicos, papel y hule), o hacia las ramas nuevas (como construcción de automotores, productos metálicos, aparatos y maquinaria eléctrica y no eléctrica), el enlace con el sector primario se fue debi­litando, y la desarticulación entre la agricultura y la industria se hizo más evidente entre la segunda mitad de los años sesenta y los setenta, excepto en la agroindustria, sobre todo alimentaria.

La Revolución Mexicana y la Constitución de 1917 habían afianzado la intervención del Estado en la economía, lo que fue perfilando su actuación, al quedar en sus manos sectores claves como el ferrocarril, la producción de petróleo, la petroquímica básica y la generación de electricidad. Las instituciones nacionales de crédito, donde destacaban Na­cional Financiera, Banobras y Bancomex, las políticas económicas de apoyo a la industria, las medidas proteccionistas y de subsidios a la inversión privada y el apoyo a la ampliación del sistema financiero privado, fueron esenciales para avanzar en el proceso de industriali­zación.

Las políticas financiera y comercial, con el manejo de la tasa de cambio, la tarifa y el control cuantitativo de las importaciones, siguiendo la tónica del decenio anterior a 1940, protegieron a la industria, como ocurrió con las devaluaciones de 1938, 1948-49 y de 1954. Durante la inmediata posguerra, la aplicación de los instrumentos de protección se vio res­tringida por el Acuerdo de Comercio entre México y Estados Unidos (Rivero, 1990), que rigió de 1942 a inicios de la década de 1950 y que favorecía a las importaciones de ese país. La exención de impuestos, los subsidios y transferencias de capital, las depreciaciones ace­leradas y los estímulos para la exportación de manufacturas, fueron las medidas más usadas para el fomento industrial de estos años.

Entre las principales disposiciones de la política industrial estaban las leyes de fo­mento a la industria y la Regla XIV de la Tarifa General de Importación. La Ley de Indus­trias de Transformación de 1941 protegía a las llamadas industrias “nuevas” y “necesarias”; eran las que producían bienes que complementaban la oferta interna cuando ésta era insu­ficiente para cubrir la demanda nacional. La Ley de Fomento de Industrias de Transforma­ción de 1946 amplió el periodo de exenciones y las industrias se clasificaron en “fundamen­tales”, de “importancia económica” y “otras”, con exenciones de diez, siete y cinco años, respectivamente. En 1955 se promulgó la Ley de Industrias Nuevas y Necesarias que se mantuvo en vigor hasta 1975. En 1930 se había diseñado la Regla XIV con el fin de permitir la importación, libre de gravámenes, de la maquinaria y equipo industrial; la cual se derogó también en 1975 y se aplicó la nueva tarifa del Impuesto General de Importación.

Otras medidas de fomento industrial fueron los Programas de Fabricación para pro­ducir cierto tipo de bienes, en los que se establecían convenios entre los empresarios y el Estado. En 1970 existían ya 800 de estos programas aplicados tanto a la industria automo­triz como a la producción de maquinaria y equipo para la construcción, tornos, fresadoras, locomotoras, máquinas de escribir y otras manufacturas (Villa, 1976). A mediados de los años setenta surgieron dos leyes más, la Ley para Promover la Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera y la Ley sobre el Registro de Transferencia de Tecnología y el Uso e Importación de Patentes y Marcas. Este conjunto de disposiciones, que integraban una política industrial y comercial proteccionista, ha sido considerado excesivo por algunos es­tudiosos, al permitir la sobrevivencia de empresas ineficientes y por los sacrificios fiscales para el Estado (Cárdenas, 2015). También se ha señalado la falta de protección efectiva y duradera para industrias claves como serían las de bienes de capital, donde el atraso del país ha sido mayor.

Dentro de la inversión total, la pública fue un componente esencial: 42,8% entre 1940 y 1954; 31,2% de 1955 a 1961; 39,8% de 1962 a 1970 y 44% de 1970 a 1978 (Ruiz y Cordera, 1980). La inversión pública, en la primera mitad de los años cuarenta, se canalizó principalmente a obras de infraestructura (riego, comunicaciones, transportes). A fines de esa década, la dirección de la inversión cambió, dirigiéndose a la producción de petróleo, electricidad, cemento y siderúrgica, entre otros rubros. Para fines de los años cincuenta, el sector industrial se convirtió en el principal destinatario de la inversión pública: 33,76% en 1958 y 37,19% en 1970. Petróleo y petroquímica absorbieron 21,44% el primer año y 17,98% el segundo. La inversión en electricidad aumentó de 7,45% a 13,71% entre ambas fechas, mientras la inversión en siderúrgica se mantuvo cercana a 2,5% en ese lapso. Bie­nestar social era el siguiente rubro en importancia: 14,15% y 26,44% en cada año conside­rado, seguido de fomento agropecuario, con 11,28% en 1940 y 13,22% en 1970 (Villarreal, 1976).

El aparato financiero, público y privado se fue adecuando a las necesidades del fi­nanciamiento económico general e industrial en particular desde los años cuarenta, apoyado sobre todo por las instituciones gubernamentales señaladas anteriormente. Paulatinamente se ampliaron las fuentes internas de crédito a plazos diversos y las emisiones de acciones y obligaciones. El sistema financiero privado absorbió la mayoría de las emisiones de valores públicos. Para 1958, 20% de la inversión pública se financiaba con empréstitos externos (Goldsmith, 1978).

Las empresas estatales, entre 1950 y 1961, financiaban más de 50% de sus gastos totales de inversión con los recursos que generaban, con donaciones y aportaciones del gobierno federal y con emisión de valores. Cerca de 13% lo obtenían de la emisión de va­lores de renta fija y 30% restante de la deuda externa, que provenía del Eximbank (Export-Import Bank de Estados Unidos), el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) y bancos privados extranjeros. Mientras las empresas privadas y particulares absor­bían 62% del financiamiento total del sistema bancario en 1942, 82% en 1956 y 89,5% en 1962 (Quijano, 1981).

Los bancos comerciales de depósito y ahorro fueron las instituciones privadas más antiguas de México y su origen se ubica en el Porfiriato. Con el tiempo fueron la base de la formación de los grandes grupos financieros mexicanos. En relación con el financiamiento de la inversión privada en México, tanto en la industria como en la agricultura, la cons­trucción, el comercio y los servicios, diversos investigadores señalaban que entre 65% y 80% provenía de utilidades no repartidas y de ahorros, al tratarse, sobre todo, de negocia­ciones familiares o de grupos que se resistían a emitir valores para inversionistas externos al negocio (Himes, 1978). Poco a poco, la promoción y organización de las empresas indus­triales la realizaron las sociedades financieras privadas.

Entre 1970 y 1975, las instituciones bancarias privadas y las instituciones nacionales de crédito, proporcionaban entre 48 y 50% del financiamiento total a la industria. El 50% restante provenía de sus recursos internos, de “otras reservas” distintas de la depreciación y de reservas de reinversión (Quijano, 1984). Por otra parte, la Bolsa de Valores de México se organizó, en forma definitiva, en 1933; en la década de 1950 se estableció la Bolsa de Valores de Monterrey y en 1960 la de Guadalajara.

En cambio, la depreciación y la reinversión de utilidades eran mayores en subsidia­rias de las empresas transnacionales, que obtenían 50% de su financiamiento de sus recursos internos, pero tenían mayor acceso al crédito del mercado internacional y al apoyo directo de sus matrices. A fines de los años setenta, los grandes grupos industriales de capital pri­vado nacional adquirieron importantes préstamos del exterior y a ellos correspondía una parte importante de la deuda privada externa. Al mismo tiempo las enormes empresas es­tatales (Petróleos Mexicanos, Pemex, y la Comisión Federal de Electricidad, CFE) llegaron a contratar directamente con acreedores internacionales y eran responsables de buena parte de la deuda pública total. En consecuencia, a fines de los años setenta y principios de los ochenta, se asistió a “un notable incremento en la internacionalización de las finanzas me­xicanas” (Quijano, 1984), ya que importantes recursos para las actividades productivas tu­vieron su origen en el exterior; mientras en el mercado financiero interno se presentó una contracción, con el fenómeno de la desintermediación financiera.

 

1940-1950: la influencia del contexto internacional y los desafíos para el mercado interno

 

La difícil situación provocada en el comercio internacional y en los movimientos de capitales, que se trastocaron durante la Segunda Guerra Mundial aumentaron la demanda interna de mercancías producidas en México, al restringirse las importaciones, y profundizaron la sus­titución de importaciones, al mismo tiempo que se acentuaba el crecimiento de la población y de la urbanización. Antes de la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la capacidad indus­trial mexicana no se aprovechaba, sin embargo, el conflicto bélico posibilitó nuevas oportu­nidades para la industria nacional, lográndose ampliaciones importantes en la producción. Esto se debió a un mayor uso intensivo del equipo instalado, más que a nuevas inversiones, como se confirmó en el crecimiento de la producción manufacturera de hilados y tejidos.

 

Durante la guerra (1940-1945) se logró un rápido aumento de la producción industrial sin hacer fuertes inversiones, con sólo aprovechar la capacidad excedente y recargar el servicio de los ferrocarriles, de las plantas de energía y de otras instalaciones similares. La expansión industrial y un gran incremento de la inversión privada que hubo a fines de la guerra hicieron posible que el comercio y los servicios privados crecieran de modo considerable. En cambio, las insuficientes inversiones que se hicieron en la industria petrolera y en la de energía eléctrica limitaron la producción de estos sectores. (Nafinsa, 1952, p. 3)

 

En el periodo de posguerra, el nivel de la inversión industrial se elevó debido a los proyectos industriales en gran escala promovidos por Nacional Financiera, también porque la mayor porción de la inversión se realizó por parte de pequeñas empresas y por industrias existentes que se estaban ampliando. Además, el crecimiento de la inversión industrial coincidió con el crecimiento de la competencia extranjera en el mercado nacional y con la pérdida de los mercados exteriores por parte de los productores de manufacturas nacionales.

Lo anterior provocó un crecimiento en el nivel de precios de los bienes de capital que estaban siendo importados, aunado a la devaluación del peso en 1948, causando una dismi­nución temporal de la inversión industrial; en cambio, la demanda interna de manufacturas nacionales estimuló el uso intensivo del equipo existente, más las medidas proteccionistas (aranceles altos y restricciones a las importaciones) que, asociadas a las inversiones industria­les anteriores, permitieron la ampliación de la producción entre 1948 y 1949, aunque ésta se mantuvo por debajo de la capacidad instalada en la mayoría de las industrias. Empero, las exportaciones de productos manufacturados, habiendo crecido durante la guerra, no logra­ron recuperarse, principalmente porque los grandes países industrializados reconquistaron los mercados externos. En México, las inversiones hechas al final de la guerra y en los pri­meros años de la posguerra, aumentaron la capacidad excedente, aunque se señalaba que

 

[…] el exceso de capacidad es antieconómico, sobre todo en un país donde el capital es escaso en rela­ción con la mano de obra. Sin embargo, es normal que en una economía que se desarrolla rápidamente la producción aventaje en forma temporal a la demanda, anticipándose al crecimiento del mercado. […] el desarrollo de las industrias de bienes de capital ha sido desde 1939 mayor que el de las industrias de bienes de consumo. (Ortiz Mena, et al., 1953, pp. 232-233)

 

En lo anterior se nota que la orientación hacia las industrias de bienes de capital repre­sentaba un especial interés para el sector gubernamental, sobre todo en un país donde los recursos de capital eran escasos respecto a la oferta de mano de obra y donde el mercado potencial de bienes de capital era más pequeño que el de los bienes de consumo. Sin embargo, el rezago en sectores básicos como la producción de maquinaria y equipo continuó, aunque desde 1956 “por primera vez y en forma invariable a partir de entonces, el Producto Bruto Interno (PBI) generado por las manufacturas, 18,3%, supera al agrícola, 17%, con lo cual la industria de transformación pasa a desempeñarse como el eje del crecimiento nacional y de la inserción a la economía internacional”. (Gracida y Fujigaki, 2006, pp. 102-103)

Entre 1939 y 1950, las inversiones privadas extranjeras a largo plazo, aunque no con el peso de las décadas anteriores, aumentaron en forma importante. Sin embargo, los pagos por concepto de intereses, dividendos y utilidades eran mayores que las inversiones netas a largo plazo, 622 y 240 millones de dólares respectivamente. Esta situación llevó al gobierno mexicano al siguiente diagnóstico:

 

La capacidad de México para absorber más inversiones exteriores directas de carácter privado depende, a corto plazo, de su capacidad para hacer mayores pagos por concepto del servicio, a pesar de que fluctúen ampliamente los ingresos de la ex- portación y de otras fuentes […] del grado en que se adopten medidas a corto plazo para frenar las importaciones innecesarias y, a la larga, para aumentar la capacidad de exportar y promover cuando convenga económicamente, la sustitución de importaciones por pro­ductos nacionales. (Nafinsa, 1952, p. 6)

 

Si bien el crecimiento industrial fue reforzado por la situación de la Segunda Guerra Mundial, el Estado continuó apoyando su avance en la posguerra a través de la política pro­teccionista. El gobierno de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) puntualizó su política indus­trial en estos términos:

 

Mucho se nos ha criticado a los mexicanos de estar industrializándonos desordenadamente, sin coordi­nación y plan alguno. Hemos visto, sin embargo, que nuestros mayores esfuerzos se han canalizado hacia la creación de obras y fomento de actividades básicas para el país […]. También se nos ha criticado por haber creado una capacidad productiva por encima de las posibilidades de absorción del mercado […]. Finalmente, se nos critica porque nuestras instalaciones industriales han tenido que depender para subsistir de la existencia de barreras arancelarias. Pero aquí los críticos han olvidado que todo país que inicia su industrialización debe depender del auxilio del Estado a través de los aranceles. (Carrillo Flores, 1950, p. 7)

 

En consecuencia, el avance de la industria se convirtió en el eje del desarrollo y el medio para salir del atraso. Un estudioso estadounidense de la época, Sanford Mosk, señalaba que para la política gubernamental era inconcebible una disminución de la tasa de desarrollo industrial, dada la premisa de que la industrialización era el mejor camino para lograr el pro­greso económico y social de México. De tal manera que a éste se le fue dando mayor impor­tancia, aún en detrimento del avance agrícola, que había sido plataforma esencial para su despegue. Recomendaba que México, ante la ausencia de un plan de industrialización nacio­nal, realizara una planeación económica, no en el sentido de una economía controlada, sino en el de delinear un orden de prioridades, con las cuales se dirigiera el proceso de industria­lización, puesto que la ausencia de planeación agravaría aún más los trastornos y problemas derivados del avance de la industria. Las perspectivas de México para importar maquinaria y equipo para su industrialización no eran claras y las dificultades técnicas y de capital para producirlos internamente eran altas. De ahí que enfatizara que “el mayor error sería que el Gobierno se abstuviera de delinear un amplio programa para el desarrollo económico, de­jando el destino industrial del país sujeto enteramente a las decisiones de las empresas priva­das” (Mosk, 1951, p. 232).

Un importante grupo de empresarios industriales era consciente de las dificultades que enfrentaban para el crecimiento de sus empresas, como la insuficiente generación de energía eléctrica y de combustibles, los problemas del sistema ferrocarrilero, la falta de trans­portes eficaces y la necesidad de contar con una protección arancelaria adecuada. Lo reducido del mercado interno frenaba la demanda por la pequeña capacidad de compra de la mayoría de los habitantes, lo que reflejaba la desigualdad en la distribución del ingreso, e insistían que entre los objetivos perseguidos con la industrialización estaban

 

diversificar la economía para ponerla a salvo de eventualidades exteriores; otro era elevar el nivel de vida de la mayoría de los habitantes, ya que en la industria se pagaban mayores salarios que en el campo […] Además, eran importantes elementos como: adecuada provisión de materias primas, un sistema de im­puestos interiores apropiado, cuadros técnicos preparados y eficientes distribuidores comerciales de las manufacturas. (Fujigaki, 1998)

 

La industria mexicana se había enfrentado a severas restricciones para importar ma­quinaria e insumos industriales –que no fueron incluidos en el Tratado Comercial firmado con Estados Unidos durante los años de guerra–, lo que pudo notarse en diferentes indus­trias. Así, en la industria textil se introdujo maquinaria de medio uso adquirida en el exterior, lo que significaba incorporar máquinas y técnicas más modernas internamente, aunque en el nivel internacional resultaran atrasadas. Situación similar se presentaba en la industria side­rúrgica. En la química, firmas antiguas no pudieron reemplazar las máquinas y aparatos des­gastados. En este sentido fue muy importante el apoyo que Nacional Financiera dio a em­presas industriales, por ejemplo, a Celanese Mexicana, donde los intereses estadounidenses estaban representados por Celanese Corporation, que detentaba 50% de las acciones, Nafinsa tenía 12,5% y el resto estaba en manos de algunos bancos y de inversionistas privados mexi­canos (Fujigaki, 1998). El sector farmacéutico fue dominado por empresas alemanas desde finales de la década de los veinte. Posteriormente, en la década de los cincuenta se observó mayor participación de la industria nacional, y, al mismo tiempo, la paulatina penetración de las empresas norteamericanas y europeas en el mercado nacional (Plana, 2004).

En la posguerra, el dominio creciente de Estados Unidos dentro del universo capita­lista se manifestó en la búsqueda del reordenamiento del mercado y el comercio mundiales a través de las nuevas instituciones internacionales surgidas de Bretton Woods. Un momento importante de controversia entre la posición de Estados Unidos y los países de Latinoamé­rica, entre ellos México, fue la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y de la Paz, o “Conferencia de Chapultepec”, celebrada en la ciudad de México en febrero de 1945. El gobierno estadounidense pretendía reorganizar el sistema económico mundial sin tomar en cuenta las perspectivas de los países atrasados de América Latina, a los que relegaba a permanecer como productores de materias primas y mercados para los productos de la industria estadounidense, según se desprendía de la Carta Económica de las Américas o “Plan Clayton”, presentado en la Conferencia; posición con la cual no estuvieron de acuerdo las naciones latinoamericanas que asistieron a la misma; encabezadas por la Confe­deración de Trabajadores de América Latina (CETAL). Los países latinoamericanos recla­maban su derecho a industrializarse y a proteger sus mercados. La Conferencia también im­pulsó un significativo acuerdo entre las clases obrera y patronal de la República Mexicana, llamado “Pacto Obrero Industrial”, firmado entre la Confederación de Trabajadores de Mé­xico (CTM) y la Cámara Nacional de la Industria de Transformación (CNIT o Canacintra). Se trataba de

 

un “pacto” o “alianza patriótica” entre obreros y empresarios para promover la “revolución industrial de México”. Este pacto, que en muchos sentidos se contraponía a la Carta de las Américas propuesta pocas semanas antes por el gobierno norteamericano, no fue aceptado por todos los empresarios. Pero la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin) sí salió en esos momentos a la defensa de la industrialización del país. (Torres, 1984, p. 21)

 

Dado el convencimiento de los principales actores: Estado, empresarios y trabajadores, de la importancia de avanzar en el desarrollo industrial, éste continuó afianzándose. En la década de los cincuenta, la producción de bienes de consumo inmediato alcanzó gran desa­rrollo y fueron favorables las perspectivas de expansión de los bienes de consumo duradero, sobre todo para las clases medias y altas urbanas, así como la de los bienes intermedios. Para entonces, las potencialidades del mercado nacional eran percibidas claramente por los inver­sionistas extranjeros.

Así, el capital extranjero empezó a dirigirse de manera preferente al sector industrial. “La inversión extranjera directa en la industria se incrementó de 7,1% del total en 1940, a más de 50% para 1960, y a 75% durante la década de los setenta” (Story, 1990, p. 85). A Estados Unidos pertenecían dos terceras partes de la inversión externa en 1950, que llegó a más de 80% para 1960, y a 68% en 1982, la disminución se explica porque otros países ex­tranjeros incrementaron sus inversiones en la industria mexicana.

 

1960-1970: del auge al descenso industrial

 

Estas décadas fueron las de mayor dinamismo, modernización y auge del desarrollo indus­trial; este escenario tuvo aspectos más favorables a partir de la segunda mitad de los cin­cuenta, alcanzó su mayor expansión en los sesenta y empezó a enfrentarse a crecientes difi­cultades a fines de ese decenio y, sobre todo, en el siguiente. Estos fueron los años en que la concentración en el sector industrial y la centralización del capital financiero llegaron a los más altos niveles hasta entonces alcanzados. El creciente predominio de los grupos mono­pólicos de capital privado nacional y de las subsidiarias de las grandes transnacionales se hizo evidente al imponer su ritmo al proceso industrial. Reforzaron sus lazos entre ellas y con el sector público, que continuó brindándoles las ventajas y facilidades acostumbradas con su política proteccionista, de subsidios y exenciones tributarias. La política de control salarial, la creación de infraestructura, los insumos baratos proporcionados por las empresas estatales, junto con la preparación de buena parte de los técnicos y profesionistas que requerían en las universidades públicas y en el Instituto Politécnico Nacional, fueron, también, condiciones favorables.

A partir de la devaluación de 1954, en que el peso se fijó en $12,50 por dólar (paridad que se mantuvo hasta 1976), la política económica se enfiló a lograr la estabilidad del tipo de cambio y de los precios, como condición necesaria para alcanzar un crecimiento económico sostenido, que se haría evidente en el incremento del PBI a una tasa media anual de 7%. Son los años del llamado “desarrollo estabilizador”. De igual forma, a nivel internacional se des­plegó “la edad de oro” del capitalismo.

Asimismo, fueron los tiempos cuando se empezaron a manifestar, poco a poco, des­equilibrios en varios aspectos: comercial, financiero, en la falta de una reforma fiscal progre­siva que proporcionara más recursos al erario. Estaba también presente la naturaleza des­equilibrada de la estructura productiva, la cual se fue acentuando conforme avanzaba el pro­ceso de industrialización que, a su vez, llevó a una continua importación de bienes de capital y tecnología y a un creciente pago de regalías e intereses a los inversores externos. Al mismo tiempo, el endeudamiento externo público y privado se incrementó a lo largo de estos años, para estallar en la crisis de la deuda de los ochenta. Por otra parte, desde mediados de los sesenta, era evidente el abandono en que se encontraba el medio rural y el menor incremento de la agricultura, sobre todo alimentaria; el sector perdió, en parte, su papel de generador de divisas. Estos cambios se hicieron evidentes en la segunda mitad de la década de los setenta.

Entre 1955 a 1970 las manufacturas crecieron a 8,9% anual, por encima del incre­mento del PBI, y contribuyeron a generar casi 23% de producto en el último año (Gracida y Fujigaki, 2006). En la industria manufacturera se había privilegiado la producción de bienes de consumo, tanto perecederos como duraderos, y ciertos renglones de los bienes interme­dios y de capital. Así, a finales de los años sesenta la producción de bienes de consumo alcanzó 44% de la estructura productiva industrial. Mientras que la entrada de tecnología ahorradora de mano de obra llevó a generar menor cantidad de empleos. En los sesenta y setenta, la industria alcanzó altos niveles de concentración y una creciente presencia del ca­pital extranjero, sobre todo en las ramas más dinámicas. Cada vez fue más evidente la nece­sidad del Estado de mantener buenas relaciones con el sector empresarial.

Al respecto, en los primeros años del presidente López Mateos (1959-1961), dismi­nuyó la inversión privada y aumentó la salida de capitales, por lo que el gobierno tuvo que buscar la reanudación de las relaciones amistosas con el capital nacional y extranjero. Se ha mencionado que esta situación se debió a la declaración del presidente de que su gobierno era de “extrema izquierda dentro de la Constitución”. Buscando reactivar la economía, se promovió una mayor participación del sector público y el impulso a las actividades industria­les; también se incrementaron los programas de asistencia social (creación del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado: ISSSTE), y de educación (crea­ción de la Comisión de Libros de Texto Gratuito) (Vernon, 1966). En los años sesenta se nacionalizaron y “mexicanizaron” una serie de industrias, como la eléctrica y la minería; tam­bién se aplicaron más estrictamente las exenciones de impuestos y las licencias de importa­ción. Para 1970, el país era prácticamente autosuficiente en la producción de la mayor parte de los bienes de consumo, comestibles, acero y productos petroleros básicos (Hansen, 1971).

A nivel social, junto a la creciente urbanización y aumento de la población, se pre­sentó una continua diferenciación en los ingresos, la desigualdad entre las distintas clases y estratos de la población se acentuó cada vez más (Tello, 2012). En la práctica, esto llevó a estrechar relativamente el mercado interno y a la disminución en el ritmo de la demanda, lo que provocó que aumentara la capacidad ociosa en las áreas industriales donde se estableció tecnología para una producción masiva; la alternativa fue diferenciar cada vez más los pro­ductos para satisfacer el consumo de las llamadas clases media y alta. “Paradójicamente en­tonces, el éxito del desarrollo estabilizador fue, en parte, el fruto de la profundización de los desequilibrios financieros y productivos, así como de la disminución de la capacidad finan­ciera del Estado” (Gracida y Fujigaki, 2006, p. 81).

Lo anterior se debió, en parte, a que la sustitución de importaciones no alcanzó los niveles requeridos en la producción de bienes de capital, principalmente. “La política de pro­fundizar la sustitución de importaciones resultó de largos alcances, con importantes conse­cuencias de largo plazo para la economía y la sociedad en su conjunto” (Cárdenas, 2003, p. 263). Entre ellas, estaba el hecho de que la protección en muchos casos resultó excesiva y creó una industria que no era capaz de competir en los mercados externos. “El primer signo de debilidad era la pérdida de competitividad en el sector industrial. La estrategia implicaba el fortalecimiento de una estructura industrial oligopólica, lo que significaba la limitación de la competencia interna” (Cárdenas, 2003, p. 264)

Un balance crítico del “desarrollo estabilizador” nos llevaría a las siguientes aprecia­ciones: el crecimiento se basó, en parte, en las exportaciones agrícolas, pero no se apoyó a la agricultura para sostener el crecimiento a largo plazo. Se puso en el centro al mercado interno, pero este se frenó con la distribución del ingreso cada vez más polarizada y el uso de tecno­logías intensivas en capital que frenaban el aumento del empleo. Se produjo el estancamiento de los ingresos fiscales del Estado, ya que se evitó llevar a cabo una reforma que gravara al capital y se acentuó la regresiva distribución del ingreso. Se ensanchó la brecha entre utilida­des privadas y beneficio social. El creciente malestar en el campo y entre los trabajadores y clases medias de las ciudades, se manifestaría en movimientos políticos y sociales (como los estudiantiles de 1968), y en el surgimiento de guerrillas rurales y urbanas.

Ahora bien, el avance del sector manufacturero puede apreciarse en el Cuadro 1. Las tendencias de crecimiento que se observan indican que, a diferencia de periodos anteriores, no fueron el sector textil y el de productos alimenticios, bebidas y tabacos los más dinámicos del periodo, debido a que su peso relativo dentro del sector manufacturero disminuyó, ya que pasaron de representar cerca de 26 y 36% respectivamente del PBI total manufacturero en 1950 a 17 y 28% respectivamente en 1970, en estos años su crecimiento fue lento respecto al de otros sectores.

Los que más destacaron por su crecimiento dinámico fueron los productos químicos, los minerales no metálicos, los metálicos, los bienes de capital y la industria eléctrica, ya que la tasa de crecimiento anual compuesta del total de la industria manufacturera durante el periodo que va de 1950 a 1970 fue de 8,21%, y los sectores mencionados superaron ese indicador.[iii] Paralelamente, se presentó un proceso creciente de concentración de los medios de producción en pocas manos. Las dos últimas columnas del cuadro nos muestran la im­portancia y dinamismo de dos sectores industriales primordiales: construcción y electricidad los que, junto con el petróleo y sus derivados, fueron apoyos determinantes (creación de infraestructura fundamental, precios subsidiados de energéticos, petroquímica básica, etcétera), para el avance de la industria manufacturera.

 

Cuadro 1: Producto Interno Bruto, por actividades manufactureras más construcción y electricidad, 1950-1970 (en millones de pesos a precios de 1960)

Año

Total (a)

Productos ali­menticios, be­bidas y ta­baco

Textil e indu­mentaria

Derivados forestales

Productos químicos

Minerales   no metálicos

Minerales metálicos

Bienes de capital

Otros

Construcción

Electricidad

1950

14 244

5 178

3 718

1 544

1 104

501

986

924

289

3 028

619

1951

15 746

5 792

3 881

1 680

1 362

538

938

1 262

293

3 315

688

1952

16 440

6 302

3 955

1 490

1 378

525

1 191

1 263

336

3 736

748

1953

16 266

6 713

3 499

1 545

1 404

550

1 039

1 194

322

3 449

798

1954

17 855

7 348

3 945

1 517

1 607

600

1 185

1 314

339

3 712

880

1955

19 589

7 609

4 428

1 599

1 807

723

1 554

1 474

395

4 133

981

1956

21 813

7 865

4 947

1 984

1 877

869

1 947

1 843

481

4 774

1 095

1957

23 229

8 791

4 767

1 968

2 052

956

2 077

2 082

536

5 397

1 182

1958

24 472

9 583

4 851

1 920

2 220

909

2 297

2 082

620

5 214

1 272

1959

26 667

9 956

5 273

2 328

2 669

1 068

2 442

2 398

533

5 330

1 368

1960

28 931

10 620

5 434

2 347

3 284

1 182

2 805

2 635

624

6 105

1 502

1961

30 559

11 218

5 497

2 398

3 431

1 156

2 969

3 215

675

6 074

1 609

1962

32 050

11 588

5 757

2 663

3 859

1 309

3 033

3 124

717

6 471

1 753

1963

35 003

12 530

5 907

2 864

4 078

1 357

3 619

3 857

791

7 411

2 170

1964

40 138

13 642

7 197

3 533

4 743

1 575

4 193

5 287

968

8 663

2 529

1965

45 251

14 368

7 671

3 743

5 764

1 727

4 645

6 266

1 067

8 534

2 769

1966

49 594

15 305

8 064

3 908

6 551

2 018

5 186

7 413

1 149

9 762

3 157

1967

53 093

16 183

8 971

4 063

7 359

2 262

5 536

7 529

1 190

11 032

3 533

1968

58 646

17 380

9 655

4 340

8 406

2 550

6 148

8 902

1 265

11 844

4 228

1969

63 526

18 473

10 374

4 774

9 657

2 811

6 605

9 553

1 279

12 961

4 812

1970

69 060

19 644

11 397

5 110

10 508

2 964

7 282

10 624

1 531

13 583

5 357

Fuente: Elaboración propia con base a datos de INEGI (1950 a 1980).

Nota (a): Total se refiere únicamente a la manufactura. Construcción y Electricidad quedan fuera del total.

 

En contraste con los años sesenta, a lo largo de la siguiente década se deterioró la situación económica y política. Los años de crecimiento con estabilidad de precios dieron paso al estancamiento con inflación, a tono con lo que sucedía a nivel mundial. Se empezó a tomar conciencia de la otra cara de la industrialización y la modernización. Ya no pudo sostenerse la autosuficiencia alimentaria y se deterioraron cada vez más los niveles de vida del grueso de la población (Tello, 2007). El número de desempleados y subempleados aumentó, mien­tras el déficit crónico del sector externo llegó a niveles sin precedentes.

Las dificultades que presentó el sector industrial se han vinculado a las limitaciones que presentó el proceso de sustitución de importaciones y a las dificultades crecientes para pasar de las sustituciones simples a las complejas

 

Es posible caracterizar el modelo de SI [Sustitución de Importaciones] adoptado en México por tres rasgos: 1. Depende de la capacidad de importación generada en otros sectores de la economía; 2. A medida que se avanza en la SI se va reduciendo el arco de posibilidades lógicas del propio modelo; 3. El paso de la sustitución de bienes de consumo no duradero a la de bienes intermedios y duraderos y posteriormente a la de bienes de capital resulta cada vez más difícil. Esto se debe a la creciente comple­jidad tecnológica de los procesos implicados, a las dificultades en el financiamiento derivadas del au­mento en la masa de capital necesaria por planta y al incremento de magnitud mínima de los mercados que dificulta operar eficientemente con las tecnologías existentes. (Boltvinik y Hernández-Laos, 1981, p. 474)

 

El paso de las sustituciones simples a las complejas requería de mayores inversiones por planta y un uso más intenso del capital para operar con eficiencia, realizando economías a escala que permitieran disminuir los costos. Esto era difícil en México por la pequeña mag­nitud relativa del mercado nacional, lo que aunado a la protección que rodeó a la industria, favoreció las altas tasas de ganancia para las empresas de mayor tamaño. Boltvinik y Hernán­dez-Laos (1981) incorporan como elementos del proceso de sustitución de importaciones seguido en el país altos niveles de concentración industrial y la estructura oligopólica del mercado.

Estos dos últimos aspectos también son resaltados por Fajnzylber (1980) al señalar el alto grado de concentración de la industria manufacturera y cómo las empresas transnacio­nales se ubicaban, preferentemente, en esos sectores, donde generaban una proporción ma­yoritaria de la producción y desempeñaban una función de liderazgo en la actividad industrial. El tamaño de las filiales de estas empresas era mayor que el de las empresas nacionales y se expandían más rápidamente; en su crecimiento recurrieron muchas veces a la adquisición de empresas locales (propiciando la desnacionalización de la industria), y financiaron su expan­sión, en forma cada vez más amplia, con recursos financieros captados en el país:

 

Las diferencias en las relaciones capital-trabajo, productividad y nivel de remuneraciones conducen a estimar un nivel de la tasa de rentabilidad 60% superior en los sectores en que las ET [Empresas Trans­nacionales] generan más de 75% de la producción respecto a aquellos en que las empresas nacionales controlan más de 75% del mercado. En los sectores productores de bienes de consumo no durables la relación supera 100%. (Fajnzylber, 1980, p. 487)

 

Ante este panorama, la maquila se presentó como una alternativa para continuar con el avance de la industria.[iv] En México la industria maquiladora apareció oficialmente en 1965, bajo el marco del Programa Industrial Fronterizo (PIF), oficialmente llamado “Programa de Aprovechamiento de la Mano de Obra Sobrante a lo Largo de la Frontera con Estados Uni­dos”, creado en respuesta a una serie de coyunturas que planteaban necesidades concretas: generar empleos para enfrentar la suspensión del Programa Bracero (que inició durante la Segunda Guerra Mundial, en 1942), y la creciente migración de jornaleros hacia el norte para trabajar en los campos agrícolas de EE.UU. y de México. Cabe destacar que por esos años el sector algodonero del país presentaba dificultades (Hansen, 2003).

La idea del gobierno mexicano era crear empleos bien remunerados mediante la in­dustrialización de la frontera, vía el fomento de industrias locales enlazadas como proveedo­ras a las empresas maquiladoras que se pensaba transferirían tecnología y brindarían capaci­tación a los trabajadores nacionales. En 1975 la Secretaría de Industria y Comercio publicó un informe titulado “La frontera norte: diagnóstico y perspectivas”, en donde se concluía que la instalación de maquiladoras había brindado muchas ventajas para la región y el país, entre otras: un aumento del empleo, del nivel técnico de la mano de obra, de los ingresos personales y de divisas; incrementos en la recaudación fiscal y la promoción de inversiones en ramas auxiliares (Bustamante, 1975). En un primer momento se estableció que estas nue­vas inversiones debían tener como mínimo un 51% de participación nacional. Más adelante, en 1971, se expidió un decreto que establecía que el capital social de una empresa maquila­dora podía ser 100% extranjero y que los inversionistas foráneos podían adquirir derechos de dominio sobre los terrenos destinados a la instalación de maquiladoras dentro de la franja fronteriza por una duración de 30 años.

Bustamante (1975) contradice el optimismo de la Secretaría de Industria y Comercio sobre el papel positivo de las maquilas, al concluir que después de casi 10 años de funciona­miento se incrementó el desempleo en las ciudades fronterizas (en relación con el rápido crecimiento de la población) y los empleos generados hasta entonces eran precarios, inesta­bles y muchas veces sin respeto alguno por la legislación laboral vigente. Por otra parte, si bien las exportaciones de este sector beneficiaban la balanza comercial, existía ya una cre­ciente tendencia subyacente al aumento de las importaciones de materias primas y maquinaria y a la exportación de utilidades que contrarrestaban paulatinamente su saldo. Respecto a la formación de trabajadores dotados de mayores habilidades técnicas, el autor no encontró evidencia empírica que sostuviera esa idea, al contrario, las plantas maquiladoras instaladas se caracterizaban por ser un conjunto de tareas especializadas altamente intensivas que no requerían el aprendizaje y la capacitación constante del trabajador. Para el autor, los supuestos incrementos en la recaudación fiscal y en la inversión en ramas auxiliares no se ajustaban a la realidad y a la lógica de comportamiento de las empresas transnacionales que, precisamente, en su búsqueda de menores costos, relocalizaban las fases del proceso productivo intensivas en trabajo; incluso, eran los gobiernos, como el mexicano, quienes otorgaban estímulos fis­cales para su instalación (considerados en el PIF) y, en todo caso, los que realizaban inver­siones auxiliares en infraestructura, como las que se hicieron bajo el Programa Nacional Fronterizo.

La maquila se estableció en México a partir de objetivos que parecen contrapuestos: por un lado, fomentar el desarrollo industrial del país y el desarrollo económico de las regio­nes fronterizas; y por otro, reducir costos a las empresas transnacionales mediante mano de obra barata y regímenes fiscales preferenciales. A pesar de estas lógicas industriales diferen­tes, el gobierno impulsó a través de diversos decretos su consolidación. Las empresas ma­quiladoras aprovecharon esas ventajas en función de sus propias transformaciones e intere­ses. A principios de la década de los ochenta era claro que había triunfado su lógica industrial (Quintero, 2004).

En diciembre de 1965 se encontraban instaladas 12 empresas maquiladoras que da­ban empleo a 3087 trabajadores; para 1967, había 57 maquiladoras que empleaban a 4257; en 1969 se reportaba que el número de maquiladoras era de 147 y ocupaban alrededor de 17000 operarios, todas ellas registradas bajo el PIF. En 1971 existían 209 plantas que em­pleaban a 29000 trabajadores, en su enorme mayoría del sexo femenino. En 1974 el número de empresas maquiladoras subió a 516, y el de empleados a 56253. Para 1980 se contaba con 620 establecimientos que daban empleo a 119546 personas (Bustamante, 1975). Las primeras empresas instaladas correspondían al sector textil, de calzado y juguetes, Durante los años setenta la mayoría de las nuevas empresas pertenecían a las ramas de autopartes y electrónica (Quintero, 2004). Para inicios de la década de los ochenta se observaba que la industria ma­quiladora era inestable, no había propiciado el desarrollo de sectores industriales nacionales como se esperaba y mantenía precarias condiciones laborales. Aun así, los gobiernos subsi­guientes la siguieron considerando una estrategia importante para el desarrollo económico de México.

 

Transformación de las pautas productivas industriales (1980-2000)

 

Durante las últimas décadas del siglo XX la estructura productiva industrial mexicana expe­rimentó profundas modificaciones motivadas por la combinación de diversos procesos tanto de origen interno como externo. Por un lado, el menor dinamismo de la producción manu­facturera en general –particularmente acentuado en los países de mayor industrialización du­rante la posguerra–, en un contexto de incrementos en los márgenes de capacidad ociosa y aumento de las presiones competitivas en el mercado mundial (Brenner, 2009), propició nue­vas estrategias empresariales para la gestión de activos y la organización productiva y del trabajo. Sobre la base del acelerado cambio técnico derivado de la revolución tecnológica de las décadas previas se modificaron sustancialmente las pautas productivas a nivel global –con respecto al boom industrializador de la posguerra–, creando con ello nuevas condiciones eco­nómicas que se agrupan en lo que, cada vez más, se reconoce como un cambio histórico a nivel mundial.

En el frente interno, durante la década de los años setenta entró en crisis el modo de articulación económica entre el Estado y la iniciativa privada que surgió con la Revolución y se relanzó durante la segunda posguerra. Los grupos empresariales y financieros más fuertes, tanto nacionales como extranjeros, exigieron al Estado otra serie de garantías que les permi­tieran mantener en constante crecimiento sus beneficios: a los primeros hacerlos más com­petitivos a nivel internacional y a los segundos permitirles una mayor participación en activi­dades hasta entonces reservadas para el Estado y los capitales nacionales.

Básicamente el gran capital exigió una economía sin regulaciones, y con ello una nueva función por parte del Estado: reducir al mínimo su participación como productor y redistribuidor del ingreso  –en específico mediante su intervención en las relaciones entre capital y trabajo–; pidieron la privatización de las empresas y bancos más rentables, la liqui­dación de los activos públicos que entraban en conflicto con sus propias inversiones y la apertura de nuevos espacios de valorización hasta antes salvaguardados por leyes constitu­cionales (educación, salud, territorio, agua, biosfera); mejores condiciones para los flujos mo­netarios internacionales; la eliminación de trabas a la inversión externa; y toda una serie de modificaciones al marco institucional para disminuir aún más la tasa de tributación del capital y los costos de producción, principalmente los laborales; así como la implementación de una política económica de corte monetarista para constreñir el crecimiento de los salarios, los precios, la tasa de interés y mantener la estabilidad en los tipos de cambio; todo ello con el único fin de mejorar el desempeño y rentabilidad de la inversión privada (Trejo, 2012). A esta nueva articulación entre el Estado y el capital, analizada desde hace varios años por diversos autores (i. e. Guillen, 2005; Concheiro, 1996) se le llamó desde los círculos oficiales “modernización”, o “cambio estructural” desde el lenguaje académico.

Fue bajo este contexto de cambios internos y externos que durante la década de los años ochenta el Estado mexicano emprendió un profundo proceso de restructuración en todos los órdenes de la economía. En el caso del sector industrial se planteó la necesidad de modernizar las estructuras productivas bajo el siguiente diagnóstico: el desempeño de la pro­ducción manufacturera mexicana se había rezagado frente al avance de otras naciones, lo que se reflejaba en menores índices de eficiencia y productividad, en mercancías de menor calidad y mayor precio y en el deterioro constante de la balanza comercial en este sector. Lo anterior se atribuía principalmente al rezago tecnológico y la conservación de procesos productivos obsoletos, así como a una deficiente organización de la producción que no propiciaba, entre otras sinergias, la integración de cadenas productivas para aprovechar las economías de escala (Cárdenas, 2015). Todo ello –según el diagnóstico oficial– limitaba el crecimiento del sector y su papel como motor dinámico de la economía, e impedía también su inserción a los mer­cados mundiales de manufacturas. Los signos más evidentes de este atraso, se decía, se ubi­caban en el sector paraestatal de la economía y en aquellas industrias excesivamente protegi­das de la competencia externa (de la Madrid, 2004).

De esta forma, se propusieron cambios en el entramado institucional para modificar las pautas de funcionamiento del aparato productivo industrial. En primer lugar, racionalizar la protección reduciendo gradualmente los aranceles y eliminando los permisos y cuotas de importación; en segundo lugar, la estructuración de una industria exportadora, apoyada por un tipo de cambio subvaluado y diversos programas de apoyo financiero, tecnológico y exen­ciones fiscales; y, en tercer lugar, la reclasificación de las empresas públicas en “estratégicas”, “prioritarias” y “no prioritarias”, para someterlas paulatinamente a un proceso de moderni­zación y desincorporación (venta, fusión o liquidación) (Tello, 2007). Al mismo tiempo, se concertaron acciones específicas con el capital privado –como el Programa Nacional de Fo­mento Industrial y Comercio Exterior (PRONACIFE), 1983-1988 y el Programa de Apoyo Integral a Industria Mediana y Pequeña (PAI), 1982-1988– para incorporar y difundir los avances tecnológicos que se estaban dando a nivel mundial y los nuevos procesos de gestión para racionalizar procesos productivos, así como el desarrollo de infraestructura en enclaves regionales destinados a la producción para mercado externo; de esta forma se le dio una atención especial al sector electrónico, automotriz y petroquímico.

A todos estos cambios se les englobó bajo el término de “Reconversión Industrial” (RI), el cual rápidamente se constituyó como un principio clave dentro de la retórica moder­nizadora oficial de los años ochenta. El objetivo de la restructuración básicamente consistía en darle un nuevo perfil al aparato industrial modificando la forma de producir, así como los productos mismos, tendiente a eliminar los obstáculos estructurales que limitaban su rendi­miento y expansión. Esto implicaba la introducción de nuevas tecnologías y formas de orga­nización del trabajo, mediante métodos e inversiones adicionales provenientes del exterior, el cierre de procesos productivos obsoletos y la elevación de la productividad mediante el empleo racional de todos los elementos que concurrían en la actividad productiva. Todo ello con la finalidad de establecer un aparato productivo más eficiente y competitivo, con mayor integración interna y una mejor articulación con la economía internacional (Villarreal, 1988).

No obstante, debajo de esta retórica de modernización, la RI en realidad fue una estrategia diseñada en conjunto con los grupos empresariales más fuertes, tanto nacionales como extranjeros, bajo las condiciones de entonces, ante la crisis y la atonía en el crecimiento de sus beneficios que venía desde los años setenta, para eliminar las trabas institucionales y políticas que impedían la modificación de las relaciones laborales y la disminución de los costos del trabajo. Autores como de la Garza (2006) han establecido una serie de puntos neurálgicos para explicar los objetivos y alcances de la RI, traducidos por los empresarios como una transformación del régimen de trabajo.

En principio, la necesidad de sustituir maquinaria y estructuras productivas obsoletas por máquinas e instalaciones flexibles y de control numérico (reprogramables), principal­mente en la industria automotriz, electrónica y del complejo metalmecánico, que incremen­taran los ritmos de productividad en un contexto de apertura a la competencia externa, im­plicaba un cambio sustancial en las formas de organización del trabajo, las relaciones labora­les y la demanda de fuerza de trabajo.

Con respecto a las formas, el objetivo central fue vencer la resistencia individual y colectiva de los trabajadores a la intensificación de los ritmos de producción, mediante la incorporación paulatina de grupos de trabajadores hábiles pero no especializados, polivalen­tes, bajo regímenes específicos de contratación individualizada con periodos de corta dura­ción –por proyectos–; y la conformación de grupos o círculos de trabajo en líneas asincróni­cas de montaje para superar una de las limitaciones del sistema taylorista del trabajo: la dis­minución del ritmo de las actividades ante faltas del personal obrero (derivado de la separa­ción y especialización de funciones sobre líneas de ensamble sincronizadas).

En lo referente a las relaciones laborales, el objetivo de la RI era revertir las conquistas sindicales que frenaban el desgaste de la fuerza de trabajo (como aquellas que limitaban las cargas de trabajo y evitaban que los trabajadores fueran usados en labores para los que no fueron contratados), promovían su estabilidad (como los méritos por antigüedad) y el avance del salario por encima de la productividad, y que incluso permitían a los sindicatos participar en decisiones relacionadas con la producción. Pero, sobre todo, la ofensiva patronal buscaba cancelar aquellas cláusulas que obligaban a las empresas a informar y pactar con los sindicatos los cambios de tecnologías y formas de organización del trabajo.

Otro objetivo de la RI fue superar la rígida oferta laboral que se presentaba en algunas ramas, debido a la presencia de sindicatos que administraban un porcentaje alto de las nuevas contrataciones, mediante la relocalización de sus actividades a regiones con escasa influencia de la cultura sindical o a través del quiebre técnico de empresas y la liquidación de sus res­pectivos sindicatos para reabrirlas con otro tipo de contrataciones, sobre todo incorporando jóvenes y mujeres sin experiencia sindical. Todo ello tolerado por las autoridades laborales; incluso se comenzó a fomentar el surgimiento de parques industriales en nuevas regiones “no conflictivas” (de la Garza, 2006).

En suma, todos estos cambios auspiciados bajo la RI lo que en el fondo buscaban era romper con el cúmulo de prácticas que determinaban in situ la carga normal, las formas y ritmos de trabajo, aquellas que se encuentran en el corazón mismo del proceso productivo y que en la mayoría de las ocasiones ni las máquinas, ni los manuales, ni los supervisores más adiestrados pueden controlar del todo. Dicho de otra forma, el objetivo de la RI no sólo era transformar el régimen de trabajo para adecuarlo a las nuevas tendencias productivas, y de paso disminuir relativamente sus costos; sino imponer una nueva cultura laboral, tendiente a generalizar y aceptar las formas flexibles del trabajo dentro de los sistemas de producción.

En este sentido, la Reconversión Industrial de los años ochenta y noventa no fue una simple modernización tecnológica para revitalizar las estructuras productivas en un contexto de cambios institucionales que relajaron el aparato proteccionista de la industria construido desde la posguerra; sino que al darse ésta sobre la base de una transformación en la organi­zación del trabajo y la reducción de sus costos, implicó en el fondo un replanteamiento de las relaciones obrero-patronales y las de estos grupos con el Estado.

Pero la RI no sólo se abrió paso en medio de la destrucción de los derechos laborales, sino también aniquilando activos y desintegrando cadenas productivas locales. Como se ha mencionado, una de las condiciones para racionalizar y modernizar la planta industrial fue la relajación del aparato proteccionista. Derivado de ello, a principios de la década de 1990 el gobierno intensificó el proceso de apertura comercial que venía planteándose desde media­dos de los años ochenta, lo que propició, entre otros fenómenos, la conformación de un panorama heterogéneo y polarizado dentro del sector manufacturero del país.

La exposición a la competencia internacional provocó, por un lado, la liquidación paulatina de productores locales en varias ramas –como las de electrodomésticos y juguetes– que venían fortaleciéndose desde el largo periodo de la posguerra, lo que incrementó las importaciones de productos que hasta no hace poco antes se fabricaban internamente. No obstante, al mismo tiempo esa apertura brindó las condiciones para que otras ramas y cade­nas productivas –como la electrónica y la automotriz– se modernizaran e incrementaran sus niveles de participación dentro de la producción total y las exportaciones del sector. Este perfil heterogéneo y polarizado, además, se dio en un contexto de auge y decadencia de al­gunas regiones productivas. Las zonas industriales que despuntaron entre 1950-1980 presen­taron un menor dinamismo frente a las nuevas pautas de aglomeración industrial, que se presentan sobre todo en el norte del país.

 

Consideraciones finales

 

Sin duda, la industrialización es uno de los procesos centrales que distinguen al siglo XX mexicano, pues apoyó la modernización y crecimiento del país, sobre todo a partir de la segunda posguerra. Sus pautas fueron la creciente migración del campo hacia la ciudad, la explosión demográfica, la progresiva urbanización y los cambios en los patrones de con­sumo. Ahora bien, el proceso de industrialización no concluyó en la década de los ochenta, pero sí parece que dejó de ocupar el importante lugar que tuvo, tanto en la economía real como en las aspiraciones e ideas reflejadas en las políticas económicas. Desde entonces, ha seguido un complejo curso, cuando las diferencias en los objetivos y las modificaciones del sector trataron de ajustarse a las tendencias de las transformaciones mundiales.

En 1982 se cerró una etapa de la historia de la industria México, con dos aconteci­mientos importantes: la nacionalización de la banca y la adopción del control de cambios. Los siguientes seis años serían de inflación y crisis. Con el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) se iniciaría una reestructuración de la industria. Entre sus objetivos estaba el saneamiento o el cierre de empresas estatales consideradas ineficientes y/o la quiebra de industrias no estratégicas. De nueva cuenta, también, en la búsqueda de la modernización económica, ahora neoliberal, se trataba de acabar con el exceso de proteccionismo, para lo cual se sustituyeron los permisos previos de importación por un sistema arancelario, con el fin –según se declaraba– de alterar situaciones de privilegio que perjudicaban al consumidor. Por ejemplo, de la Madrid dijo:

 

Tomé esta medida porque estoy convencido de que para salir de esos círculos viciosos es necesario cambiar las técnicas del proteccionismo. Al vincular de manera eficaz la actividad productiva del país a las corrientes comerciales y a los procesos de reconversión industrial que internacionalmente se están poniendo en práctica, estamos promoviendo la modernización necesaria de nuestra planta industrial, a fin de mejorar sus niveles de calidad y eficiencia para competir en los mercados del exterior. (2004, p. 452)

 

En 1986, México entró al GATT (por la sigla en inglés del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y el país enfiló hacia lo que se llamaría “modelo de sustitución de exportaciones” en contraposición al de sustitución de importaciones. Dio inicio también un proceso de liberalización acelerada. El mercado exterior sería el objetivo que conquistar y el mercado interno pasaría a segundo plano. El 8 de mayo de ese año, la empresa paraestatal Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey fue declarada en estado de quiebra y 8800 traba­jadores fueron despedidos. Por ejemplo, de la Madrid (2004, p. 572) señaló que “la quiebra de la Fundidora de Monterrey crea un precedente sano, pues demuestra que las empresas públicas que no tengan viabilidad económica también pueden ser liquidadas”. Fundidora sólo era el inicio de un proyecto de ajuste para toda la industria siderúrgica. A tono con lo anterior, declaró:

 

Yo creo que la empresa más conflictiva de todas es Sidermex, no solamente por sus problemas tecno­lógicos, sino por la situación mundial de la siderúrgica. No somos competitivos en términos internacio­nales, y la verdad es que nos resulta más barato comprar acero que producirlo. Pero, si adoptamos la política de cerrar todo aquello en lo que no somos competitivos, creo que podríamos terminar por cerrar al país. (de la Madrid, 2004, p. 574)

 

Lo anterior casi se logró en los siguientes gobiernos neoliberales, ya que, si bien no cerraron al país, sí se perdió parte importante de nuestra soberanía nacional y autonomía financiera y económica, pues se abrió nuestro mercado interno demasiado rápido y fácil al exterior; se entregaron áreas claves al capital extranjero (como el sistema financiero) y se abandonaron otras, sobre todo a partir de 1994 con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá. En forma abrupta, el proceso industrial dejó de ser el objetivo principal de la política económica. Su pasado inmediato –desde los ochenta– está plagado de altibajos y de un sabor a derrota; y su porvenir se volvió incierto.

 

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Contribución de autoría (taxonomía CRediT)

Esperanza Fujigaki Cruz: conceptualización, investigación, metodología, visualización, redacción - borrador original y redacción - revisión y edición.

Adrián Escamilla Trejo: conceptualización, investigación, metodología, visualización, redacción - borrador original y redacción - revisión y edición.

 



[i] Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Economía. ORCID 0000-0003-3491-6570, fujigakife@yahoo.com.mx

[ii] Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Economía. ORCID 0000-0002-7407-8682, adrian.escamilla@economia.unam.mx

El presente ensayo es un balance crítico que integra algunas ideas previamente publicadas por ambos autores en distintos trabajos; es fruto del esfuerzo de investigación realizado en los últimos 15 años en el marco de diferentes proyectos PAPIIT-UNAM coordinados por ambos autores en la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (FE-UNAM).

[iii] Para obtener la tasa de crecimiento anual se usó el método compuesto. Metodología: 1/n [año final/ año inicial] – 1 *(100). En que n = número de años del periodo que se estudia. La tasa de crecimiento anual compuesta de las diversas actividades manufactureras fue la siguiente: Productos   alimenticios, bebidas y tabaco: 6,89%; Textil e indumentaria: 5,76%; Derivados forestales: 6,16%; Productos químicos: 11,92%; Minerales no metálicos: 9,29%; Minerales metálicos: 10,51%; Bienes de capital: 12,98%; Construcción: 7,79%; Electricidad: 11,39%; Otras industrias: 8,69% Cálculos propios con base en los datos del cuadro 1.

[iv] La maquila es la subcontratación hecha por empresas extranjeras para producir y ensamblar partes de un producto final o que posteriormente serían empleados en el proceso productivo de otra empresa. Básicamente, consiste en la búsqueda constante de ventajas comparativas (principalmente mano de obra barata, mayoritariamente femenina), es decir, realizar la producción o ensamblaje de un bien con el menor costo de oportunidad en comparación con otras regiones o países, por ello su constante movilidad. Su unidad básica de producción son centros de trabajo cuya actividad se concentra en el ensamblaje, transformación y reparación de componentes destinados principalmente a la exportación; gozan de un régimen fiscal de excepción, lo cual les permite la mayoría de las veces establecerse sin pagar impuestos e importar insumos sin pagar aranceles.