El primer auge de la industria de
producción cinematográfica en México (1929-1936): una contribución a la
historia económica del cine
The First Boom
of the Film Production Industry in Mexico (1929-1936): A Contribution to the
Economic History of Cinema
Carlos Alejandro Galván Gómez[i]
Resumen: Por medio de un análisis con
perspectiva empresarial, el presente artículo analiza el auge que experimentó
la industria de producción cinematográfica mexicana a inicios de la década de
1930. Se propone que el auge debe ser entendido dentro del contexto de la
transición internacional al cine sonoro y de efervescencia nacionalista en
México. Del mismo modo, se propone que el auge fue resultado del
aprovechamiento de dichos contextos por parte de la Compañía Nacional
Productora de Películas, así como el entusiasmo generado por su cinta
fundacional, Santa (Moreno, 1932). Los estudios sobre la industria
cinematográfica mexicana han enfatizado el papel de los elementos estéticos y
sociales para entender el desarrollo del cine mexicano, sin embargo, el
presente estudio busca contribuir a esta historiografía incorporando elementos
microeconómicos, así como herramientas de análisis de la literatura sobre
formación de industrias.
Palabras clave: Historia económica;
Historia del cine; Industria cinematográfica.
Abstract: Through a business perspective, this article examines the boom
experienced by the Mexican film production industry in the early 1930s. It is
argued that the boom should be understood within the context of the
international transition to sound film, and nationalist fervor in Mexico.
Similarly, it is proposed that the boom resulted from the ability of the
National Film Production Company to exploit those contexts, as well as the
enthusiasm generated by its foundational film, Santa (Moreno, 1932).
Studies on the Mexican film industry have emphasized the role of aesthetic and
social elements in understanding the development of Mexican ci-nema; however, this study seeks to contribute to this
historiography by incorporating microeconomic elements as well as tools from
literature regarding industry formation.
Keywords: Economic history; History of cinema; Film industry.
Recibido: 20 de enero de 2024
Aprobado: 1 de mayo de 2024
Introducción
La historia económica tiene una deuda pendiente con el
estudio del cine como industria. En los últimos años, los trabajos de John
Sedgwick y Mike Pokorny (2005) y Gerben Bakker (2008b) han contribuido al entendimiento sobre
la manera en que opera dicha industria global, así como la manera en que se
desenvolvió a la par que el capitalismo durante el siglo XX. Sin embargo, aún quedan cuestiones sin resolver en
cuanto al funcionamiento de esta actividad económica en países periféricos,
como lo es México.
En los últimos años, la historiografía
sobre el cine mexicano ha logrado profundizar en importantes aspectos
culturales, políticos y sociales. Muestra de ello han sido los trabajos de
Francisco Peredo Castro y Federico Dávalos Orozco, quienes han logrado mostrar
la popularidad del cine mexicano para las audiencias de la primera mitad del
siglo XX. Del mismo modo, Peredo
Castro ha mostrado la relevancia de la industria de producción cinematográfica
mexicana para la política de Buen Vecino que implementó Estados Unidos durante
la Segunda Guerra Mundial. A pesar de esto, sigue siendo necesario profundizar
en las facetas empresariales e industriales de la cinematografía mexicana pues,
salvo contadas excepciones, el papel de las empresas y empresarios dentro de
la narrativa sobre el cine mexicano ha quedado rezagado a segundo plano,
poniendo énfasis principalmente en las películas.
En este sentido, el propósito de esta
investigación es dar un paso hacia adelante en el estudio de la industria de
producción cinematográfica mexicana. Para ello, se estudió el periodo que va de
1929 a 1936 pues constantemente se ha subrayado la importancia del periodo
debido a que se vivió un auge en la filmación de largometrajes de ficción. Así
pues, en el presente artículo se busca entender dicho auge cinematográfico en
México dentro del contexto de la transición al cine sonoro, un cambio
tecnológico que permitió el crecimiento de la industria nacional. De este modo,
se propone que el auge en la industria se debió, por un lado, a que el cine
sonoro sentó las bases para que el nacionalismo del siglo XX fungiera como un
elemento de diferenciación vertical entre el cine vernáculo y el cine
estadounidense (que ya desde entonces poseía una posición monopólica en el
mercado mexicano). Por otro lado, el auge en la producción cinematográfica
mexicana debe ser entendido en función de la dirección que siguió la Compañía
Nacional Productora de Películas, S. A. Dicha empresa se encargó de definir una
categoría industrial que sentaría las bases para la identidad de la industria,
la cual disminuyó la incertidumbre económica que había en torno a la actividad.
En consecuencia, la industria de producción cinematográfica mexicana se
encaminaría por una senda de crecimiento sostenido en los años venideros. Pero
para poder entender dicho cambio, primero es necesario analizar el panorama
amplio del cine como actividad económica durante las primeras décadas del
siglo XX.
Antecedentes: la producción
cinematográfica en México 1886-1928
En los albores del siglo XX, la producción cinematográfica mexicana era llevada a cabo
por empresarios que se desplazaban a lo largo y ancho del país por medio del
ferrocarril para exhibir sus materiales. Si bien algunas de las películas con
las que viajaban dichos empresarios eran de origen europeo, ellos también se
dedicaban a filmar películas, las cuales eran conocidas como “vistas” y
consistían en la representación de paisajes naturales, acontecimientos de
interés informativo o simplemente el paisaje urbano de las ciudades, con sus
habitantes. Alrededor de 1906, la producción cinematográfica comenzó a
especializarse, pues comenzaron a fundarse empresas dedicadas exclusivamente a
distribuir películas. De este modo, las compañías distribuidoras garantizaron
la existencia de un flujo continuo de insumos para filmación y de películas
listas para proyectarse, lo cual llevó a que, entre otras cosas la producción
cinematográfica aumentara su capacidad productiva (Vidal Bonifaz, 2010).
Así pues, durante esta primera década
la producción cinematográfica en México era próspera. No obstante, la formación
de compañías distribuidoras facilitó la circulación de películas europeas,
sobre todo, las de compañías francesas, las cuales seguían manteniendo un lugar
preponderante en la oferta cinematográfica del país. Con el paso de los años,
las productoras cinematográficas europeas solidificaron dicha posición debido a
experimentaron con la filmación de cintas de ficción las cuales tienen ventajas
productivas por encima de las “vistas”. En primer lugar, era más fácil
estandarizar la calidad de una cinta de ficción, pues al contratar actores y
construir escenarios, los eventos podían ser filmados tantas veces fueran
necesario. En contraposición, los empresarios que buscaban filmar “vistas” de
actualidades debían estar en el momento preciso para filmar el evento en
cuestión. En segundo lugar, y como consecuencia de la facilidad de
estandarización, las cintas de ficción eran más populares, por lo que incluso
aquellas películas que filmaban representaciones de los eventos de actualidades
estaban en desventaja. Finalmente, la producción de cintas de ficción era capaz
de hacerse en masa, mientras que las “vistas” dependían de los viajes de
los camarógrafos. Consecuentemente, en las postrimerías del Porfiriato, la
producción cinematográfica francesa comenzó a dominar el mercado mexicano, lo
cual llevó a un crecimiento de la distribución y la exhibición, mientras que la
producción mexicana quedó rezagada.
El estallido de la Revolución Mexicana
en 1910 dio un respiro a la producción cinematográfica pues, por un lado, se
dificultó el acceso a las películas y, por otro lado, durante esta época los
cineastas mexicanos comenzaron a enfocarse en filmar diferentes aspectos del
conflicto armado. Así pues, la producción mexicana asimiló los estándares
internacionales de filmación dentro de la tradición de las “vistas” para
documentar los diversos acontecimientos de la Revolución. Por este motivo, la
literatura académica ha llamado al género cinematográfico surgido durante la
década de 1910 como “documental nacional de la Revolución” (De los Reyes, 1988, pp. 52-53).[2]
A pesar de que los cineastas en México
experimentaron con diversos estilos para agradar al público, el consumo de
cintas mexicanas paulatinamente fue quedando rezagada frente a la oferta
internacional. En parte esto se debió a que el gobierno huertista prohibió la
exhibición de documentales de actualidades después de la proyección de La
invasión norteamericana. Sucesos de Veracruz (Toscano, 1914). De este
modo, mientras que la distribución y la exhibición vieron un crecimiento
sostenido a lo largo de esta década (Vidal
Bonifaz, 2010), los empresarios se vieron desincentivados a seguir
produciendo pues sus cintas estaban pensadas para consumo interno, no para la
exportación (De los Reyes, 1988).
Quizá por esta razón, desde 1915
algunos empresarios comenzaron a orientarse hacia la producción de cintas de
ficción para rivalizar con las películas extranjeras.[3] Uno
de los ensayos más importantes de la época ocurrió cuando un grupo de cineastas
aglutinados en torno a la actriz, directora y productora Mimí Derba y bajo el auspicio del general Pablo González
fundaron la empresa Azteca Films en 1917, la cual produjo cinco melodramas y un
documental, de entre los cuales destacan En defensa propia (Coss, 1917)
y El automóvil gris (Rosas, 1917). Al mismo tiempo, German Camus y
Ezequiel Carrasco Ortiz formaron una asociación de la que nace la filmación de
la cinta de ficción titulada La luz (Jamnet,
1917). El éxito de esta cinta les permitió filmar una serie de 8 filmes de
ficción titulada La banda del automóvil (Vollrath,
1919), la cual también fue exitosa, sobre todo porque aprovechó la publicidad
de la cinta de Azteca Films.
Con todo, los cineastas mexicanos
seguirían encontrando dificultades en el camino. A finales de la década la
estabilidad económica y política que había traído el gobierno de Venustiano
Carranza (1917-1920) incentivó a las compañías de producción cinematográfica
estadounidense a entrar al mercado mexicano (Thompson,
1985). Hasta entonces, el mercado nacional era dominado por las
importaciones europeas puesto que estas circulaban a precios más bajos que las
estadounidenses. Sin embargo, durante la Primera Guerra Mundial, las empresas
estadounidenses radicadas en el rancho de Hollywood comenzaron a desplazar a
los productores europeos de sus propios mercados. Gracias a esto, la oferta
estadounidense comenzaría a dominar los mercados internacionales. El caso de
México fue momentáneamente la excepción, pero luego de que se readoptara del patrón oro en 1916 y progresivamente se
sustituyeran los billetes por oro y plata, así como la decisión de Carranza de
cobrar sus impuestos en oro y plata, la hiperinflación y devaluación monetaria
que había habido en México debido a que las diferentes facciones revolucionaras
emitían sus propias monedas quedó casi por completo combatida (Moreno-Brid y Ros Bosch, 2010).
Ese año se estableció una sucursal de Universal
Films y durante los siguientes 5 años llegarían representantes de empresas como
Fox Film, United Artists y Goldwin Pictures (Vidal Bonifaz, 2010). En
este sentido, las compañías mexicanas se vieron forzadas a competir ya no
únicamente con las debilitadas empresas europeas, sino ahora también con las
estadounidenses. Por tal motivo, alrededor de 1919, luego de un infructuoso
viaje a Nueva York para exportar sus películas, así como del escaso éxito que
tuvieron en México, Rosas y Derba decidieron cerrar
Azteca Films
Basado en la cantidad de largometrajes
de ficción filmados en México, en el Gráfico 1 se observa que, a partir de
1922, la producción cinematográfica mexicana entra en crisis y, aunque logró
recuperarse momentáneamente en 1926, permanecería estancada el resto de la
década. De acuerdo con Vidal Bonifaz (2012),
de los 45 largometrajes filmados entre 1923 y
1928, sólo La llaga (Peredo, 1928) tuvo éxito en taquilla. Una posible
explicación a la falta de éxito de las películas mexicanas es que las cintas
estadounidenses eran percibidas como productos con rasgos cualitativos
preferibles. Un elemento fundamental para lograr dicha diferenciación de
producto fue el uso de lo que se conoce como “sistema de estrellas”, el cual se
entiende como una estrategia de los empresarios cinematográficos que consiste
en utilizar el “reconocimiento de” marca de actores famosos para darle
legitimidad a una película (Bakker, 2008a, p. 9).
Los nombres de actores como Mary Pickford y Rudolph
Valentino, que eran sujeto y predicado de revistas, periódicos y libros sobre
cine, figuraban como parte de la publicidad de una cinta. Del mismo modo,
algunas cintas utilizaban a actores mexicanos, como Ramón Novarro, Dolores del
Río, Lupe Vélez y Raquel Torres para apelar al público nacional. En pocas palabras, el
cine estadounidense dominó el mercado mexicano.
Gráfico 1: Largometrajes de
ficción producidos en México, 1916-1928 (en unidades)
Fuente: Elaboración
propia con base en datos de Vidal Bonifaz (2010,
p. 380).
Como se
observa en el Gráfico 2, las cintas estadounidenses llegaron a tener un control
de más del 80% de la exhibición cinematográfica mexicana durante la mayor parte
de la década. Desde esta óptica, la diferenciación vertical de las producciones
estadounidenses implicó barreras de entrada para la industria de producción
cinematográfica mexicana. Los empresarios mexicanos debían llevar a cabo
importantes inversiones para igualar la calidad de las cintas estadounidenses y
el entorno era riesgoso debido a que, incluso igualando los presupuestos de
Hollywood, el éxito de la cinta no estaría asegurado. Consecuentemente, la
inversión en cine de ficción decayó a lo largo de la década. Con todo,
empresarios como Jesús Hermenegildo Abitia lograron
sobrellevar la situación al vincularse con las actividades cinematográficas del
Estado, el cual se enfocó durante el periodo a la realización de documentales
mejorar la imagen del país. De este modo, Abitia
quedó como documentalista oficial del gobierno de Álvaro Obregón, quien
encargaría la construcción de estudios de filmación para la compañía México
Cine o Chapultepec y serían conocidos como los Estudios Abitia
(Vidal Bonifaz, 2010).
Gráfico 2: Origen nacional de películas
estrenadas en la ciudad de México, 1923-1930
(en porcentaje)
Fuente: Elaboración
propia con base en datos de Vidal Bonifaz (2010,
p. 380) y García Riera (1992).
En pocas
palabras, la preponderancia de las películas estadounidenses en el mercado
mexicano, así como la carencia de éxito para las películas mexicanas en la
década de 1920 cubrió de pesimismo las expectativas sobre el futuro de la
producción cinematográfica en México. Los esfuerzos de cineastas como Ausencio
E. Martínez, Miguel Contreras Torres y Gustavo Sáenz de Sicilia prolongaron la
existencia de la industria (De los Reyes, 1988).
Sin embargo, la transición al cine sonoro sería el punto de inflexión que
cambiaría la situación anterior.
Transición
internacional al cine sonoro
La década de 1920 fue una época de bonanza para la
producción cinematográfica estadounidense ya que a lo largo de la década
anterior habían logrado desplazar a la oferta europea de los mercados
internacionales. Los empresarios cinematográficos estadounidenses adaptaron su
comportamiento ante la nueva posición de liderazgo que habían adquirido. A
partir de entonces, Hollywood comenzó a vivir en un constante proceso
innovación y estandarización. Por un lado, los productores incentivaban la
originalidad, creatividad y novedad que tuvieron ciertos escritores,
directores, actores y camarógrafos. Por otro, buscaron establecer ciertos
estándares productivos para que aseguraran que las cintas estadounidenses
tuvieran un nivel mínimo de calidad (Staiger,
1985a).
La producción cinematográfica
estadounidense estaba inmersa en un constante proceso de “destrucción
creativa” pues, durante la década, se impulsaron importantes innovaciones que
transformaron el panorama de Hollywood. Una de dichas innovaciones fue la
transición tecnológica al cine sonoro, la cual se efectuó a finales del
decenio, pero fue anticipada desde mediados del periodo. Tanto para las
grandes empresas como General Electric, Western Electric y
RCA, como para bancos entre los que se encontraban Bank of
America y Goldman Sachs, el prospecto del cine sonoro
fue de gran interés por las expectativas de ganancia que se preveían (Bakker, 2008a). De tal suerte, Warner Brothers produjo, con el apoyo financiero de Goldman Sachs,
una serie de cortometrajes sonoros que fueron exhibidos en agosto de 1926,
junto con la cinta Don Juan (Crosland, 1926),
el primer largometraje que sincronizaba la música de acompañamiento con la
acción. Ante el éxito de la cinta, se filmó The Jazz Singer (Crosland), una cinta parcialmente hablada y cantada, la
cual fue estrenada en octubre de 1927 con un éxito abrumador pues se trató de
la primera cinta con secciones de diálogos hablados que llegaba a un público
masivo. Consecuentemente, Warner Bros. y las demás compañías de Hollywood
tomaron esto como una señal de que el cine sonoro ofrecía nuevas oportunidades
empresariales, lo cual llevó a que la industria en su conjunto adoptara de
manera general tecnologías para sincronizar imagen y sonido. Para 1929, tras el
estreno de The Lights of
New York (Foy, 1928), la primera película completamente hablada (Thompson y Bordwell, 2019), Hollywood había
transitado casi por completo a un nuevo esquema de producción, ya que el 57% de
los 500 largometrajes producidos en ese año fueron cintas sonoras (Vidal Bonifaz, 2010).
Desde una perspectiva schumpeteriana,
el cine sonoro fue una innovación triple, pues no sólo creó un nuevo método de
producción y un nuevo bien, sino que también una nueva organización industrial (Schumpeter, 1967). A
pesar de su éxito, la transición al cine sonoro impuso una barrera
natural al comercio internacional de películas, ya que antes los intertítulos
que describían la acción y los diálogos eran fáciles de traducir, e incluso se
podían ignorar, ya que las actuaciones buscaban ser por sí mismas parte
principal de la narración. Con el cine sonoro, la lengua hablada hizo evidente
el hecho de que se estaba viendo una cinta internacional y, aunque se podía
ignorar temporalmente el problema por la novedad del invento, esta situación
abrió la oportunidad para que diferentes países desarrollaran su propia
industria de producción cinematográfica sonora.[4]
Los casos más importantes fueron los de Alemania y la Unión Soviética, en donde
se desarrollaron sistemas de sincronización de imagen y sonido, casi
inmediatamente después de que Estados Unidos iniciara su transición al cine
sonoro.
La transición internacional hacia un sistema de
producción cinematográfica sonora llevó a un cambio temporal en la posición
relativa de Hollywood en el mercado internacional. Las cintas sonoras europeas
tenían una ventaja por encima de las estadounidenses en tanto que estaban
diferenciadas gracias a sus especificidades culturales. Al mismo tiempo, en
países como Francia y Gran Bretaña se implementaron medidas proteccionistas,
las cuales ayudaron a disminuir la participación de las películas estadounidenses
en favor de las películas nacionales (Bakker,
2008a). Debido a lo anterior, los ingresos domésticos de las compañías
europeas aumentaron, mientras que los ingresos estadounidenses en Europa
disminuyeron.
Las compañías de Hollywood trataron de responder a
esta situación impulsando inversiones en cintas sonoras destinadas para países
como Francia, Gran Bretaña y Japón. Sin embargo, la oferta alemana resultó una
fuerte contendiente en este aspecto, por lo que los ejecutivos estadounidenses
pronto trataron de encontrar una solución a este nuevo problema. Una respuesta
fue lo que hoy se conoce como doblaje, el cual se intentó en 1929 con algunos
éxitos, pero muchos fracasos por la mala sincronización de voces y movimientos
de labios
Para 1929 se optó por imitar una innovación
desarrollada por los productores independientes, las llamadas “Multiple Language Versions” (“versiones multiidioma”),
las cuales eran reinterpretaciones de películas en el idioma de los países a
los que se iba a exportar la cinta (Poppe, 2021).
En concreto, se volvía a filmar una cinta con actores que pudieran hablar
alemán, francés, español, etcétera, dependiendo de a dónde se vendiera la
película. Tanto Hollywood como las empresas inglesas y alemanas optaron por
esta vía, llegando a filmar cintas como Atlantic (Dupont, 1929) en
inglés y alemán o Melodie des Herzens (Schwarz, 1929) en alemán, inglés, francés y
húngaro. De este modo, varias empresas de Hollywood buscaron establecer una
producción multiidioma sistemática. Entre ellas
estaba MGM, la cual contrató actores y directores para realizar versiones en
francés, alemán y español de sus películas, mientras que Paramount compró el
estudio Joinville (cerca de París) para volver a filmar varias de sus cintas en
hasta 14 idiomas (Thompson y Bordwell, 2019).
A pesar de la buena recepción inicial y el esfuerzo
puesto en las cintas, las versiones multiidioma
probaron ser poco prácticas, pues se conglomeraban demasiados trabajadores en
espera de su turno en el set. Además, el mercado para estas películas era
pequeño y las audiencias estaban acostumbradas a las estrellas (Thompson y Bordwell, 2019). Por tal motivo,
el costo de estas películas era mayor que el beneficio, de modo que los
productores bajaron los costos disminuyendo así la calidad de las cintas. Así pues,
tanto en Francia, Alemania y la Unión Soviética las versiones multiidioma carecieron de éxito. No obstante, en
Hispanoamérica las cosas fueron distintas, debido a que la falta de
infraestructura industrial para la producción cinematográfica nacional forzaba
a que el cine estadounidense fuera consumido con regularidad, incluso las
cintas habladas en español (Mora, 2005).
Origen de la industria de producción cinematográfica mexicana
Rechazo
del cine estadounidense en México
Al inicio de la transición al cine sonoro, la prensa
fue indiferente a las cintas sonoras o tenía una curiosidad limitada. Pero esta
actitud cambiaría con el estreno de Submarine (Capra, 1928), The Singing Fool (Bacon, 1928) y,
sobre todo, The Jazz Singer (Crosland, 1927)
en 1929, las cuales fueron recibidas con enorme entusiasmo (Dávalos Orozco, 2016). De este modo, el
crecientemente popular cine sonoro estadounidense empezó a
ser visto como una amenaza para los intelectuales, pues creían que las
películas de habla inglesa harían que el español se convirtiera en una lengua
muerta (Mora, 2005).
Algunos articulistas, editores e intelectuales como
Julio Jiménez Rueda, Alfonso Junco, Federico Gamboa, Carlos Noriega Hope y
Rodolfo Usigli lanzaron una campaña pública en el periódico El Universal
en contra de las películas habladas en inglés. Entre los argumentos que
ofrecían era que las películas opacarían al teatro, que el español era un
“patrimonio cultural” (Dávalos Orozco, 2016, p.
100) y que el cine hablado en inglés era “una forma de ‘invasión’ [que]
afectaba la idiosincrasia mexicana, por lo que era necesario romper ese círculo
de americanismo cinematográfico” (Villalobos
López, 2015, p. 164). Quizá en respuesta a esto, Emilio Portes Gil
emitió un decreto en 1929 que obligaba a que las explicaciones de las
películas por medio de intertítulos estuvieran en español. Los productores estadounidenses
respondieron suprimiendo los diálogos en inglés, dejando únicamente la música y
los sonidos de ambiente (Dávalos Orozco, 2016).
En este sentido, las versiones en español de las producciones estadounidenses
fueron la alternativa para exportar cine sonoro hacia México.
La producción de versiones en español
de las películas estadounidenses logró apaciguar parte de estas
preocupaciones. Es de interés subrayar
que, para realizar dichas versiones, las empresas de Hollywood contrataron a
trabajadores que provenían de diferentes países hispanohablantes, pero también
a aquellos que ya habían trabajado en los Estados Unidos. Tanto Fox Films como
Paramount Pictures invirtieron en estrellas hispanohablantes,
incluso para cuando otras compañías dejaron de lado las cintas multiidioma y retomaron alternativas como el subtitulaje y el doblaje. Esto llevó a que no sólo se
contrataran actores y escritores sino también a consejeros técnicos que
ayudaran a crear una “experiencia cinematográfica más cultural y
lingüísticamente auténtica”. De este modo, la producción sistemática de cintas
en español por parte de Hollywood es referida por la historiografía como “cine
hispano”. Vale la pena apuntar que la popularidad del “cine hispano” era
tal que las producciones no solo se limitaban a versiones de cintas en inglés,
sino que también había producciones originales. Por ejemplo, entre 1932 y
1935, el departamento de producciones de Fox produjo dos versiones multiidioma y 22 cintas originales habladas en español (Poppe, 2021).
A pesar de todo, las preocupaciones
nacionalistas subsistían. Prácticamente desde el siglo XIX, en México se
había generado un debate airado en torno a la identidad nacional. Desde el
Ateneo de la Juventud (fundado en 1909) y la Sociedad de Conferencias y Conciertos
(fundada en 1916; conocidos popularmente como los “Siete Sabios”), el debate
entre los intelectuales involucró temas como la historia y la filosofía. Con la
Revolución Mexicana, los intelectuales que habían sido parte de dichas
asociaciones alcanzaron puestos de influencia y, a partir de la década de 1920,
llevaron a la práctica sus ambiciones culturales. Una de las instituciones
creadas durante este periodo fue la Secretaría de Educación Pública que, en
1921, quedó a cargo de José Vasconcelos, un miembro del -para entonces extinto-
Ateneo de la Juventud. Por otra parte, en 1928, Antonio Castro Leal, miembro de
los “Siete Sabios”, asumió la rectoría de la Universidad Nacional dándole peso
a las cátedras de humanidades para promover la discusión en torno a la
identidad nacional.
En este sentido, las películas sonoras
estadounidenses no sólo debían vencer una barrera idiomática, sino también una
barrera cultural para ser aceptadas por el público en su conjunto. Algunos
articulistas, editores e intelectuales como Julio Jiménez Rueda, Alfonso Junco,
Federico Gamboa, Carlos Noriega Hope y Rodolfo Usigli promovieron desde el diario
El Universal una campaña para prohibir la exhibición de películas
de habla inglesa a la cual se sumaron otros periódicos y revistas de la época (Dávalos Orozco, 2016; Mora, 2005). Es difícil
estimar los resultados concretos que tuvo dicha campaña, pero para fines del
presente texto, la campaña nacionalista es relevante pues expresó la búsqueda
de un cine que fuera de la misma calidad de Hollywood, pero que tuviera los
elementos nacionales prototípicos.
Desde esta óptica, el “cine hispano” sufrió los
mismos problemas que las demás producciones de versiones multiidioma.
Aunque entre 1929 y 1932 se filmaron alrededor de 116 cintas de “cine hispano”,
en los años subsecuentes la producción se redujo drásticamente (Dávalos Orozco, 2016). Ante esta situación los
productores de Hollywood acordaron limitar la producción de “cine hispano” para
hallar otras alternativas. Como parte de esta búsqueda se enviaron
representantes para investigar posibles soluciones al problema de la mala recepción,
como el dialoguista Baltazar Fernández Cué, quien
visitó México en julio de 1931. Luego de su recorrido, Cué
concluyó que se debía mejorar la calidad de los artistas (actores y
dialoguistas) en términos de la interpretación, la dicción y los argumentos (De los Reyes, 1988).[6]
Definición de una categoría
industrial: el nacionalismo como oportunidad empresarial
Por “categoría industrial” se entiende al conjunto de empresas que
compiten entre sí (Grupo de Marketing, 2009). En este sentido, si las películas
extranjeras están verticalmente diferenciadas, entonces las películas
nacionales no pueden competir contra ellas, pues son consideradas de menor
calidad. Esa calidad puede ser tanto inherente a la cinta como percibida. La
percepción de la calidad es una extrapolación con respecto a otras cintas que
se consideran parte de un mismo conjunto o categoría. Concretamente, durante la
década de 1910, Francia se destacó por la producción de un género conocido como
“films d’art”. Dado que el espectador
construye la categoría industrial a partir de extrapolar los elementos de
películas que percibe como similares, entonces la categoría industrial en este
caso sería la “industria de producción cinematográfica francesa”, la cual se
identifica como un conjunto difuso pero cohesionado y se espera que las
películas que formen parte de dicho conjunto posean las mismas características
que otros miembros de dicha categoría.
La construcción social de una categoría industrial
entraña una convergencia de las expectativas tanto de consumidores como
inversionistas ya que facilita la comunicación de los agentes involucrados (Gustafsson, Jääskeläinen, Maula y Uotila, 2016).
Una categoría industrial no necesariamente es nacional, pues, por ejemplo, en
Estados Unidos hay una clara distinción entre las cintas de Hollywood y el cine
independiente, el cual está más asociado al cine de arte.
Prácticamente desde dos décadas antes, los
empresarios cinematográficos mexicanos habían querido enfatizar la importancia
nacional de sus actividades. Mimí Derba, por ejemplo,
expresó intenciones de producir películas históricas para mostrar “las
verdaderas costumbres mexicanas y que [estimularan] el ánimo del público
orientándolo hacia las tendencias sociales que nuestra civilización requiere” (De los Reyes, 1988, p. 62). Desde este punto
de vista, es plausible sostener que la diferenciación de las películas
extranjeras ofrecía una oportunidad para los productores nacionales para
desarrollar su propia categoría industrial.
Si bien es cierto que la producción de la década de
1920 estuvo enfocada en rescatar elementos nacionalistas, la mayor parte de
dichas cintas carecieron de éxito, a diferencia de películas como El
automóvil gris, El tren fantasma y El puño de Hierro (García
Moreno, 1927), las cuales incorporaron elementos de la cinematografía
estadounidense. En este sentido, es plausible afirmar que la construcción de
una categoría industrial durante la década de los años veinte fue difícil
debido a la carencia de una planta industrial suficiente para que las películas
nacionales compitieran en calidad con las extranjeras. Por tal motivo, tanto la
prensa como los empresarios cinematográficos creían que en el país no existía
una industria cinematográfica mexicana. A pesar de esto, dichos agentes se
mantenían optimistas, pues se pensaba que “cada nueva película era iniciadora
de la consolidación de la industria cinematográfica nacional” (De los Reyes, 1988, p. 151).
La transición del cine mudo al cine sonoro continuó
con el interés por producir películas que exaltaran elementos nacionales. La
prensa destacó las ventajas que podía explotar el cine mexicano: paisajes
naturales, haciendas y ranchos. El fotógrafo Luis Márquez Romay alababa los
paisajes de México y lamentaba que los “capitalistas” de la producción cinematográfica
fueran egoístas al señalar que se exponían demasiado sin certeza de recuperar
sus utilidades (Peredo Castro, 2016).
En este contexto, a finales de la década de 1920 se
realizaron algunas de las primeras cintas sonoras en el país, entre las cuales
estaban La boda de Rosario (Sáenz de Sicilia, 1929) y El águila y el
nopal (Contreras Torres, 1929) que son notorias por haber sido filmadas
inicialmente como películas mudas, para luego ser sonorizadas con el fin de
aprovechar el interés que traía el cine sonoro.[7]
Del mismo modo, en los años previos a 1932, se filmaron otras siete cintas
sonoras, de las cuales vale la pena mencionar a Terrible Pesadilla
(Amador, 1930) y a Contrabando (Méndez Bernal, 1931), pues la primera
fue filmada en Puebla y la segunda en Tijuana. Lo anterior significó que el
entusiasmo por el cine sonoro no estaba focalizado en la capital del país, sino
que fue un fenómeno que se extendió a lo largo de la República. A pesar de
esto, ninguna de las producciones tuvo mucho éxito, quizá porque para 1931 sólo
el 16,4% de los 830 cines que había en México contaban sistemas de sonido (De los Reyes, 1988).
En estos años hubo un
importante impulso de la producción cinematográfica de México bajo argumentos
nacionalistas. Así pues, en 1929, el Comité Nacional de Protección a la
Infancia produjo una cinta sonora para promover una campaña de prevención
contra las enfermedades venéreas, mientras que, en julio de 1931, el entonces
presidente, Pascual Ortiz Rubio, decretó un aumento en los aranceles de
importación de las películas extranjeras. Aunque dicho decreto tuvo que ser
suspendido para octubre de ese año porque los empresarios de la exhibición del
país amenazaron con una huelga general, algunos autores ven esto como un
intento nacionalista de fomentar la industria cinematográfica mexicana (Vidal Bonifaz, 2010; De los Reyes, 1988).
Del mismo modo, los
esfuerzos por parte de privados también estuvieron impregnados de tintes
nacionalistas. En ese contexto Gustavo Sáenz de Sicilia junto con su hermano y
Eduardo León de la Barra fundaron la Compañía Nacional Productora de Películas,
S. C. L, que, como su nombre lo indica, tenía pretensiones de desarrollar una
producción cinematográfica nacionalista. Es pertinente mencionar que Sáenz de
Sicilia había sido uno de los fundadores del Partido Fascista
de México e incluso recibió apoyo del presidente Emilio Portes Gil para la
exhibición de La boda de Rosario. Por otro
lado, compartía las ideas de Luis
Márquez sobre la necesidad de hacer cine nacionalista. Concretamente, Sáenz de
Sicilia creía que en el extranjero perduraba una idea de que México era un
“país salvaje, de villanos” (Peredo Castro,
2016, p. 150) por lo que el cine mexicano debía promover una mejor
imagen del país.
Tras el éxito de su cinta La boda de Rosario, Sáenz
de Sicilia y León de la Barra se asociaron con Juan de la Cruz Alarcón, un
importante empresario de distribución y exhibición cinematográfica de Puebla
para fundar en 1931 la Compañía Nacional Productora de Películas, S. A., una
empresa que tenía como intención explicita “superar las limitaciones de los
pobres ensayos sonoros realizados por los mexicanos hasta entonces y estar así
en condiciones de explotar y de aprovechar el vasto mercado del cine hispanoparlante”
(Vázquez Bernal, 2016, p. 59).
De este modo, los empresarios de la Nacional
Productora de Películas se vincularon para enfrentar la competencia de
Hollywood, cuyo monopolio estaba enfrentando problemas debido a las barreras
culturales impuestas por el rechazo del “cine hispano” y del cine
hablado en inglés. Si bien la mayor parte del país podía seguir consumiendo
cintas mudas, se avecinaba el final de esta situación pues, por un lado, en
1930, el 59,26% de la población era analfabeta
En términos generales, tanto la transición
tecnológica al cine sonoro como los discursos nacionalistas abrieron una
oportunidad para que los empresarios mexicanos desarrollaran la producción
cinematográfica del país. Esta oportunidad fue identificada también por
Fernández Cué quien en 1931 lanzó un llamamiento para
que se consolidara la industria de producción cinematográfica en México pues,
en su opinión, el país era idóneo para convertirse en el abastecedor del
mercado hispanohablante gracias a su “proximidad a Hollywood” y a que “una
importante mayoría de extranjeros en Hollywood son mexicanos; y éstos podrían
aportar sus conocimientos y su experiencia a la producción mexicana” (De los Reyes, 1988, p. 117).
La Cía. Nacional Productora de Películas y el éxito de Santa
Para iniciar su producción, la Compañía Nacional Productora de Películas
arrendó los Estudios México Cines, S. A,
que el cineasta Jesús H. Abitia había construido a
inicios de la década de 1920 (Carles, 1976).
Sus actividades fueron ampliamente promocionadas por la prensa, quizá
porque uno de sus socios, Carlos Noriega Hope, era un redactor asociado a El
Universal que desde sus inicios le dedicó ríos de tinta a la promoción
cultural en general y al cine en particular
Si bien desde estos
primeros planes de producción se puede ver una cierta intención nacionalista,
sería su primer largometraje el que cargaba las pretensiones de sus socios.
Tanto Saénz de Sicilia, León de la Barra como Noriega Hope buscaban hacer una
adaptación de Clemencia, una de las obras más reconocidas del escritor
decimonónico Ignacio Manuel Altamirano. No obstante, Juan de la Cruz Alarcón
quería adaptar Santa, novela de fin de siglo escrita por Federico Gamboa
y que ya había sido adaptada a la pantalla grande en 1918 con bastante éxito.
Son vagas las razones por las que en última instancia se optó por la idea de
Alarcón, quizá se haya debido a su importancia empresarial o quizá por el éxito
que ya había disfrutado la trama (Dávalos
Orozco, 2018). En cualquier caso, ambas opciones revelan la pretensión
de utilizar una prestigiosa novela nacional para elevar la notoriedad de la
Nacional Productora de Películas.
Así pues, los socios de la Nacional Productora se
disponen a adaptar la novela para llevar a cabo un largometraje de ficción.
Haciendo eco de lo señalado por Fernández Cué, Sáenz
de Sicilia organizó un viaje a Estados Unidos para importar equipo técnico y
contratar técnicos, trabajadores y artistas mexicanos o hispanohablantes.
Paralelamente, se anunció públicamente el plan de adaptación de Santa,
enfatizando la participación de Agustín Lara en la musicalización del
largometraje (Vázquez Bernal, 2016). A su
regreso de Estados Unidos, Sáenz de Sicilia y León de la Barra trajeron consigo
no sólo a trabajadores mexicanos como Lupita Tovar y Chano Urueta o
hispanohablantes como Antonio Moreno (quien sería director de la cinta), sino
también a técnicos especialistas como Alex Phillips, quien se encargaría de la
fotografía de la película.
Por si lo anterior no fuera
suficiente, la Nacional Productora invirtió $45.000 MXN
en la filmación de Santa, cuando los costos de producción de la década
anterior se habían mantenido en niveles mucho menores. Como punto de
referencia, la película Más fuerte que el deber, filmada un año antes de
Santa, tuvo un costo de $10.000 MXN. De este modo, la empresa arriesgaba
una cantidad poco usual de su capital con la esperanza de que le gustara a un
público que, hasta entonces, había sido por lo general indiferente a las cintas
mexicanas y que había rechazado al cine hablado en español de Hollywood por
considerarlo de baja calidad. A pesar de esto, el estreno de Santa el
30 de marzo de 1932 tuvo un éxito
duradero. Hasta entonces, todas las cintas sonoras filmadas en México habían
permanecido una semana en la taquilla, pero el caso de Santa fue
diferente, pues continuó proyectándose durante tres semanas (García Riera, 1992). En total, Santa recaudó
alrededor de $300.000 MXN, cerca de 7 veces su costo.
El éxito de Santa debe ser entendido dentro
del contexto de ferviente nacionalismo que se describió líneas arriba. En
opinión de Xavier Villaurrutia, Santa fue exitosa porque el público
mexicano no sólo buscaba películas en su idioma sino también que mostraran su
cultura. En este sentido coincide Carlos Monsiváis, pues para él Santa fue
el “mejor símbolo” del melodrama mexicano en general y, en específico, de la
imagen de la mujer como aquella que sufre en silencio, sin reproche y abnegada.
Por su parte Aurelio de los Reyes, ve en Santa la consolidación de los
“anhelos de crear una industria cinematográfica mexicana” porque presentó
continuidades con otras tradiciones artísticas que habían florecido durante el
siglo XX, como el teatro, ya que
se utilizó el mismo acompañamiento musical que el de la tradición teatral y
radiofónica mexicana, como la música salón (De
los Reyes, 1988, p. 123).[8]
Lo anterior significó que la cinta dirigida por
Antonio Moreno tuvo éxito porque, a diferencia del “cine hispano”, representaba
los valores culturales que eran cercanos al público mexicano. Gracias a esto,
ayudó a concretar los anhelos de los cineastas mexicanos en torno a la creación
de un cine que exaltara la cultura nacional. Por consiguiente, tanto las
actividades de la Nacional Productora de Películas como el éxito de Santa
abrieron la oportunidad de establecer una diferenciación horizontal de las películas
mexicanas frente a las estadounidenses (y de otras nacionalidades) y,
adicionalmente, construir una identidad industrial. De esta manera, a meses de
estrenarse Santa, el suplemento “jueves” de Excélsior afirmaba
que “el cine mexicano principia a conquistar palmo a palmo el terreno
conveniente, se abordan orientaciones serias. Sólo hace falta el esfuerzo
decisivo, la inversión de gruesas cantidades de dinero y el cine mexicano será
una realidad completa” (Villalobos López, 2015,
p. 77).
Por si fuera poco, Santa logró tener un buen
recibimiento en Estados Unidos, gracias a que Juan de la Cruz Alarcón tenía
conexiones con distribuidores en el país vecino. La distribución de la cinta
fue estratégica, ya que buscó hacerse en ciudades con una larga herencia
cultural mexicana, de modo que, en mayo de 1932, se estrenó Santa en Los
Ángeles. Debido a su buen recibimiento, cuatro meses después sería llevada a
Nueva York, una ciudad con un grupo importante de inmigrantes puertorriqueños (McKee Irwin, 2013, p. 136).
En este sentido, Santa fue la punta de lanza
de las estrategias de legitimación que llevó a cabo la Cía. Nacional Productora
de Películas, como parte de una estrategia de legitimación que contribuyó a la
definición de una categoría industrial. Al mezclar la tradición nacionalista
del cine de la década precedente con un modelo de producción adaptado del
estadounidense, la Nacional Productora de Películas incentivó la inversión en
la industria, lo cual puede constatarse en el Gráfico 3, donde se observa que luego
del estreno de Santa, el número de largometrajes de ficción filmados en
México aumentó significativamente.
Gráfico 3:
Largometrajes de ficción producidos en México, 1923-1936
(en unidades)
Fuente:
Elaboración propia, con base en datos de García Riera (1993).
En pocas palabras, Santa hizo viable el
establecimiento de una categoría para la “industria cinematográfica mexicana”,
pues permitió promover los elementos considerados como identitarios de la
cultura mexicana a través de una película percibida de la misma calidad que
una estadounidense. Lo anterior satisfacía las preocupaciones nacionalistas del
público y de los empresarios mexicanos, al mismo tiempo que retomaba un modelo
de producción que reducía la incertidumbre para los inversionistas. Por ello
no es de sorprender la constante referencia a dicha cinta como formadora de la
“industria de producción cinematográfica mexicana”.
Pese a todo, es importante subrayar que el
desarrollo de esa industria en el resto del periodo no se puede entender
simplemente a partir del éxito de Santa. Por ello, en las siguientes
líneas se enfatizará que las actividades de la Nacional Productora de Películas
fueron las pautas a seguir por las nuevas empresas de producción
cinematográfica que se incorporaron a la industria, incentivadas por el éxito
de Santa. En este sentido, dicha empresa abrió el camino para la
formación de nuevas empresas, por medio del arrendamiento de sus estudios para
que éstas pudiesen llevar a cabo sus filmaciones. Del mismo modo, el viaje que
realizaron sus socios a Estados Unidos condicionó la trayectoria tecnológica
de la “industria de producción cinematográfica mexicana” en los años venideros.
Pautas por seguir: arrendamiento de la
planta física y trayectoria tecnológica
Durante las primeras tres décadas del siglo XX, las
compañías de producción cinematográfica de Europa y Estados Unidos
desarrollaron conjuntamente la idea de los estudios de filmación. Al inicio,
los estudios servían simplemente para proporcionar las condiciones adecuadas
para llevar a cabo diversos tipos de rodajes, entre ellos los de las películas
de ficción. Con el tiempo se adaptaron para asemejarse a los escenarios
teatrales en tanto que servían para crear escenarios dentro de éstos y, así,
incorporarlos a las cintas. Pero su mayor semejanza fue con las fábricas, pues
ofrecieron un espacio para centralizar los procesos laborales. En este sentido,
los estudios permitieron controlar el tiempo de trabajo, hacer una producción
regularizada y crear una división del trabajo que redujo los materiales y el
costo del trabajo.
En la década de 1910, la producción
cinematográfica internacional empezó a especializar sus labores, de modo que
algunos estudios estadounidenses comenzaron a incluir mayores departamentos.
Por ejemplo, el estudio de propiedad francesa Solax
contaba para 1912 con espacios para “ejecutivos, productores, directores,
artistas, vestuarios, pequeñas propiedades, electricistas, mecánicos,
laboratorios, ventas, publicidad, envíos y contabilidad” (Staiger,
1985b, p. 212). Una vez que la oferta estadounidense desplazó a la
europea a finales de la década, los estudios que se habían establecido en
Hollywood comenzaron a crecer junto con la industria. Anteriormente, los
estudios sólo necesitaban un grupo de personas para sus laboratorios, llevar a
cabo tomas en exteriores, dar servicios de alimentación y prestar la atención
médica necesaria. Pero, a partir de entonces, los estudios iniciaron a
contratar múltiples equipos de trabajo, lo cual llevó a que éstos contaran con
múltiples edificios para albergar los departamentos de construcción,
propiedades, administración, escenarios, guardarropas, escenarios abiertos, casting,
dirección, selección de historias y escritura de guiones, dirección artística,
un escenario oscuro, un lote trasero para sets exteriores, un tanque
para botes y un hospital (Staiger, 1985c).
En México, durante el mismo periodo,
la situación resultaba contrastante pues, debido a que la estructura
industrial estaba estancada, no se produjo la especialización que vivió la
industria de Hollywood. No obstante, algunos estudios como los de Jesús H. Abitia operaron a lo largo de la década. Dichos estudios
contaban con un foro que tenía un techo de cristal y un laboratorio en el bajo
piso (Carles, 1976). Para muchas empresas
de producción, la situación anterior era desalentadora porque debían sufragar
los costos de construcción de un estudio de filmación, pero carecían de la
certeza de que su inversión sería rentable ya que nada les aseguraba que las
películas que grabaran serían del agrado del público mexicano. Por si fuera
poco, incluso si decidían dejar de operar, las empresas no podrían recuperar la
inversión que realizaron en la construcción de los estudios debido a que el
costo de estos estaba hundido.
No es de sorprender que incluso con el
renovado interés que generó el cine sonoro, la producción seguía estancada. De
las dos cintas que se filmaron en 1929, una fue realizada en exteriores y la
otra en un estudio alquilado en Estados Unidos. Al parecer, en la ciudad de
México sólo se contaban con dos estudios para 1930, los cuales les pertenecían
a Eduardo Bautista y Jesús H. Abitia,
respectivamente. Aunque ambos estudios fueron utilizados en 1930 para llevar a
cabo un rodaje en cada uno, ambos detendrían sus operaciones después de estas
filmaciones. En pocas palabras, además de las expectativas pesimistas sobre el
futuro de la industria, los empresarios cinematográficos carecían de la planta
física adecuada para llevar a cabo sus rodajes.
Al establecerse, la Nacional
Productora de Películas abrió sus puertas como una opción de menor riesgo y
costo. La empresa aprovechó los estudios que Jesús H. Abitia
había construido a inicios de la década de 1920 y que Alberto J. Pani había
vendido recientemente (Vázquez Bernal, 2016).
De este modo, Sáenz de Sicilia, León de la Barra y Enrique Solís arrendaron por
$600 MXN mensuales los estudios que sólo contaban hasta entonces con un foro y
un laboratorio en el bajo piso (Carles, 1976, p.
18). Para fortuna de dichos empresarios, el foro tenía un techo de
cristal, por lo que la iluminación sería un problema minúsculo para sus
filmaciones. Los empresarios modificaron dichos estudios de modo que ampliaron
las instalaciones para incorporar dos foros adicionales, ocho camerinos y un
cuarto de edición, así como laboratorios adicionales. El viaje que realizó a
Estados Unidos la empresa permitió importar equipo técnico para continuar las
mejoras del estudio, pero también permitiría vincularse con trabajadores cuyos
conocimientos y experiencia ayudarían a aprovechar aún más el novedoso equipo
técnico. Sin saberlo, estos empresarios
delinearían la trayectoria tecnológica de la industria en los años venideros.
A pesar del panorama desolador para el cine mexicano durante la década
de los veinte, este decenio sería el periodo formativo de algunos de los
cineastas, empresarios y trabajadores que se incorporarían a la industria
cinematográfica de México en los años treinta. Nombres como Carlos y Jorge
Stahl, Ausencio E. Martínez, Ezequiel Carrasco Ortiz, Miguel Contreras Torres,
Gustavo Sáenz de Sicilia, Cándida Beltrán Rendón, Adela Sequeyro
y las hermanas Dolores y Adriana Elhers figuraron en
algunas de las cintas de ficción que se elaborarían antes de la llegada del
cine sonoro (De los Reyes, 1988; García Riera,
1998).
Es importante destacar que algunos de ellos, como
las hermanas Elhers, Jorge Stahl o Carrasco Ortiz,
llegaron a estudiar o trabajar en la industria cinematográfica estadounidense.
Lo anterior es indicativo de que parte de los conocimientos de realización
cinematográfica que existían en México antes de la llegada del cine sonoro
provenían de Estados Unidos. En otras palabras, desde la década de 1920 hubo
una transferencia tecnológica de Estados Unidos hacia México, la cual fomentó
el desarrollo de la industria de producción cinematográfica de esta época.
Esta situación tuvo continuidad en el siguiente
decenio, pues, debido a la transición al cine sonoro, algunos de los artistas
mexicanos que trabajaban en Hollywood tuvieron dificultades para continuar sus
carreras, específicamente los actores y actrices, ya que el idioma les
presentaba problemas para ser contratados. De este modo, actrices, directores y
técnicos especializados como Chano Urueta, Emilio Fernández, Lupita Tovar, Lupe
Vélez, Dolores del Río, los hermanos Joselito y Roberto Rodríguez, Ramón Novarro,
Mimí Derba, José Bohr, Javier Cugat, Carmen Castillo
y Alfonso Sánchez Tello vieron en las actividades de la Cía. Nacional
Productora de Películas y la construcción de una “industria de producción
cinematográfica mexicana” la oportunidad para seguir desempeñándose en
ese ámbito.
A su llegada a Hollywood, Sáenz de Sicilia, Carlos
Noriega Hope, Miguel Ángel Frías y Eduardo de la Barra, como representantes de
la Nacional Productora, entablaron negociaciones con diferentes trabajadores
como Carmen Guerrero Franco y Chano Urueta. A través de
Guerrero, quien era una actriz mexicana que apareció en la cinta de “cine
hispano”, Drácula (Melford, 1931),
Sáenz de Sicilia pudo contactar al fotógrafo ruso-canadiense Alex Phillips y
ofrecerle un empleo en su nueva empresa. Phillips aceptó en parte porque
recientemente había sido suspendido de su empleo y en parte porque se le había
ofrecido un salario similar al que ganaba en Estados Unidos.[9]
De este modo, Phillips se encargó de conseguir la renta de un equipo de
filmación para llevar a México.
El viaje liderado por Sáenz de Sicilia fue un
éxito. Por un lado, gracias a Phillips, la Cía. Nacional Productora de
Películas pudo conseguir no sólo un fotógrafo sino también equipo de filmación
que se utilizaba en Hollywood. Por otro, pudo hacer que trabajadores con
experiencia en Estados Unidos vinieran a México. En primer lugar, Sáenz de
Sicilia pudo incorporar al rodaje de Santa a actores mexicanos como
Lupita Tovar y a Donald Reed para los papeles principales (Mora, 2005). En segundo, en dicho viaje pudo
incorporar a trabajadores extranjeros que tenían experiencia en Hollywood como
el director español Antonio Moreno, los escenógrafos Fernando A. Rivero y
Mariano Rodríguez y a los técnicos de sonido Joselito y Roberto Rodríguez,
quienes habían inventado un equipo de sincronización de imagen y sonido para
hacer cine sonoro que fue utilizado para el rodaje de Santa (Vázquez Bernal, 2016).
El hecho de contar con trabajadores con experiencia
en el extranjero favoreció la transmisión de conocimientos técnicos y
experiencias empresariales del “modelo de producción cinematográfica
estadounidense”. Nicholas Poppe (2021) ha subrayado
que, durante la década de los treinta, los países latinoamericanos tenían
grandes oportunidades de crear industrias de producción cinematográfica
nacionales, pero necesitaban técnicos y capital extranjero para organizarla.
Aunque quizá Poppe sobreestime la necesidad de
contar con dicho personal y capital extranjeros, lo que es cierto es que la
transferencia tecnológica (bienes de capital, trabajadores y conocimiento)
permitió a la Nacional Productora de Películas iniciar sus actividades y
estimular la inversión dentro de toda la actividad en su conjunto. Lo anterior
se puede observar en términos brutos en el Gráfico 4, donde se observa que el
número de estudios, empresas y largometrajes de ficción aumentó
significativamente luego del estreno de Santa en 1932.
Gráfico 4: Estudios en operación, largometrajes de ficción
filmados y empresas de producción cinematográfica en México, 1929-1936
Fuente:
Elaboración propia con base en datos de García Riera (1992).
De este modo, para julio de 1932, luego del éxito
de Santa, la Cía. Nacional Productora de Películas comenzó a invertir
en la filmación de cinco largometrajes más, los cuales tuvieron un costo
conjunto de $189.000 MXN. La mayoría de estas cintas serían estrenadas el
siguiente año, en 1933, el primer año en el que el volumen de
producción fue mayor de 20. Por si fuera poco, a partir de entonces se
incorporaron nuevas empresas de producción y estudios de filmación. En 1932 se
abrieron los Estudios México Films, propiedad de Jorge Stahl (quien había
iniciado sus labores empresariales como exhibidor en Puebla y luego se dedicó a
la filmación de vistas documentales), los cuales contaban con “tres foros, diez
camerinos, dos gabinetes higiénicos, un salón de juntas, dos cuartos de edición
y un laboratorio” (Vidal Bonifaz, 2010, p. 166).
Del mismo modo, en 1933 se abrieron los estudios de la Industrial
Cinematográfica, la cual se ubicaba en las Lomas de Chapultepec de la ciudad de
México.
Por ello no es de sorprender que, para algunos
investigadores como Aurelio de los Reyes, “en México
la producción industrial la inicia Santa (1932) de Antonio Moreno
después de treinta y seis años del inicio del cine” (De los Reyes, 2016, p. 125). Sin embargo, vale la pena subrayar
que es problemático afirmar que por sí misma Santa haya llevado a cabo
el desarrollo de la “industria de producción cinematográfica mexicana” como una
industria emergente. Tanto el discurso nacionalista de la Nacional Productora de
Películas como la transferencia tecnológica que inició dicha empresa fueron
parte del proceso por medio del cual la industria comenzó un proceso de
desarrollo a partir de la década de 1930. En concreto, la llegada de
trabajadores estadounidenses a México permitió la socialización de sus
conocimientos sobre la forma en la que se producía cine en Hollywood. A medida
que una mayor cantidad de empresas y empresarios entraron en la industria,
también un creciente número de trabajadores de Hollywood comenzó a llegar a
México, atraídos por el auge que estaba experimentando la producción
cinematográfica mexicana.
En suma, las actividades de la Nacional Productora
de Películas fomentaron el desarrollo de la industria, por medio de la
construcción de la identidad de la categoría de “industria de producción
cinematográfica mexicana”. El exitoso estreno de Santa llevó a la
incorporación de numerosos empresarios a la industria, los cuales trataron de
replicar su éxito y, para ello, imitaron a la Nacional Productora de Películas
arrendando la planta física existente para llevar a cabo sus filmaciones. De
este modo, entre 1929 y 1931 hubo una disrupción en la industria de producción
cinematográfica en México pues, durante estos años, se establecieron las
condiciones que permitieron catalizar un desarrollo en esta actividad, el cual
siguió a grandes rasgos la misma trayectoria que un proceso definido como de
emergencia industrial. En palabras de Antonio Moreno, director de Santa
y trabajador con experiencia en Hollywood, para 1931 “el momento era favorable
para crear una industria cinematográfica nacional” (De los Reyes, 1988, p. 121).
Conclusiones
En la década de 1930, la industria de producción
cinematográfica mexicana experimentó un auge repentino. Si bien es cierto que
el cambio técnico que representó la transición al cine sonoro impulsó los
intereses de los empresarios cinematográficos, es importante subrayar los
elementos específicos que condicionaron el cambio en la estructura industrial.
Las actividades de la Nacional Productora de Películas fueron clave para
incentivar la inversión en la industria, pues promovieron un discurso de corte
chovinista en medio de un contexto de efervescencia nacionalista. En este
sentido, el sorpresivo éxito de Santa, su proyecto fundacional, fue más
que suficiente para reducir la incertidumbre en torno al futuro de la industria
y abrir paso para que las películas mexicanas pudieran competir contra las
estadounidenses dentro de una categoría distinta. Adicionalmente, el liderazgo
que tomó la Nacional Productora también se hizo sentir en dos acciones clave:
la transferencia tecnológica que facilitó y el arrendamiento de planta física
para soslayar la carencia de bienes de capital.
Así pues, a partir de 1932 se observa
un crecimiento en la industria, que se aceleró para 1933. De este modo,
en los años subsecuentes continuaría el auge de la industria el cual se
vería reforzado por el éxito en taquilla de cintas como La mujer del puerto (1933),
El prisionero 13 (1933) y El Tigre de Yautepec (1933). Entre
1933 y 1936 se observa un crecimiento promedio anual de 67% en la cantidad de
largometrajes de ficción filmados, 63% de empresas y 21% de los estudios
participantes. Dicho crecimiento solo se vio interrumpido en 1935, pero para
1936 continuó. La expansión que atestiguan estas tres variables es congruente
con la hipótesis del cambio de expectativas sobre el futuro de la industria ya
que, a medida que éstas cambiaron, la inversión en la actividad fue testigo de
un crecimiento inusitado, lo cual llevaría a la construcción de estudios de
producción y a la formación de un mayor número de empresas.
En suma, el auge que experimentó la industria cinematográfica
mexicana debe entenderse dentro del contexto global de transición tecnológica,
así como en el contexto local de efervescencia nacionalista.
En este sentido la explicación del auge, si bien es en buena medida económica
–pues fue necesario revisar las acciones de las empresas y empresarios
involucrados en la industria–, involucra observar elementos discursivos,
ideológicos y culturales. De este modo, para saldar la deuda que se tiene con
el estudio histórico del cine como actividad económica, es necesario mediar
entre una visión macro y micro, así como una perspectiva industrial,
económica, cultural, política y social.
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[i] Universidad Nacional Autónoma
de México. ORCID 0009-0003-5133-8968, alejandrog.historia@co- munidad.unam.mx.
El
presente artículo es producto de la investigación para obtener el grado de
maestro en Economía por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Dicha investigación aborda con mayor detalle el desarrollo de la industria
cinematográfica mexicana a lo largo del periodo 1929-1941 y no pudo haberse
realizado sin el apoyo continuo otorgado por el Consejo Nacional de
Humanidades, Ciencia y Tecnología, así como el apoyo de la Facultad de Economía
y de mis asesores.
[2]
Algunas películas del “documental de la Revolución” ponían énfasis en los
escenarios de naturaleza y acontecimientos reales. Para Aurelio de los Reyes,
un ejemplo es Sangre hermana (1914), el cual fue “una reacción al film
d'art de Pathé y al filme histórico italiano que afirmaba la tradición
cinematográfica mexicana”.
[3] Ese
año se anunció la posible fundación de una compañía de producción, la Compañía
Productora de Películas Cinematográficas, S. A., que produjera “efectivas
vistas de arte, de gran interés y actualidad, que rivalizarán con las
extranjeras” (De los Reyes, 1988, p. 60).
[4] Por
ejemplo, en París se exhibió una versión alemana de The
Blue Angel (Sternberg, 1930) que agradó al público sólo por su
novedad.
[5]
También se optó por sustituir los diálogos por intertítulos como en la época
silente y utilizar narradores para explicarlos.
[6] Para algunos
autores, la mala recepción del “cine hispano” se debió a motivos
nacionalistas, pues los actores provenían de diferentes regiones del mundo
hispanohablante, por lo que la mezcolanza de acentos resultaba desagradable
para el público. Si bien este pudo haber sido el caso de España (Mora, 2005), a partir de su experiencia en
Argentina, Cué concluyó que la nacionalidad de los actores no importaba,
mientras fueran buenos. Del mismo modo, para Aurelio de los Reyes (1988), el
rechazo del “cine hispano” no se debió a xenofobia, sino a que se creía que las
cintas eran de baja calidad. El autor respalda este argumento señalando una
nota del Universal Ilustrado de 1931 donde el autor se abocaba a
criticar las cintas únicamente por utilizar “artistas ínfimos, con argumentos
tontos”. Asimismo, de acuerdo con René Cardona (recuperado por De los Reyes),
el problema de xenofobia yacía en la producción, ya que eran los trabajadores
los que no se ponían de acuerdo en si utilizaría la pronunciación española o
no, y el uso de modismos causaba confusiones al momento de filmar.
[7]
Desde 1917 en México hubo inventores que, a la par de sus análogos
estadounidenses, patentaron sistemas para sincronizar imagen y sonido. Sin
embargo, la fuerte competencia contra las cintas estadounidenses impidió el uso
comercial de esta tecnología.
[8]
El autor apunta que, gracias al sonido sincronizado, la “música cinematográfica
en Santa fue como una obertura y un final a una sesión de canciones de
Agustín Lara y de números de teatro de variedades musicales y de cabaret” (De los Reyes, 1988, p. 123).
No obstante, dicha música estuvo inspirada en la música de salón (como el
fox trot) popularizada en la radio y los clubs de baile.
[9]
Phillips (1974) señaló que se le pagó un aproximado de $200 USD o $400 MXN para
la filmación de Santa y que en Hollywood ganaba 200 dólares semanales.