Confiar y esperar. El nacimiento de la burocracia
sindical en la Argentina, 1917-1921

Trust and wait. The birth of the trade union bureaucracy in Argentina, 1917-1921

Eduardo Sartelli |
  1. CONICET - Universidad de Buenos Aires, Instituto Interdisciplinario de Economía Política de Buenos Aires.
  2. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Económicas, Departamento de Economía, Economía Internacional.
  3. Doctor de la Universidad de Buenos Aires con orientación en Economía.
    Buenos Aires, Argentina.

Recibido: 11 -06 -2019 | Aceptado: 26 -07 -2019


RESUMEN
El fenómeno de la burocracia sindical aparece en el campo de las instituciones de la clase obrera, es decir, del movimiento obrero. La forma de conciencia que le corresponde es la conciencia sindical o corporativa. El obrero se referencia aquí a un colectivo, el que resulta de la determinación económica más directa, es decir, de la posesión de una mercancía propia, la fuerza de trabajo. Tarde o temprano, para gestionar su precio y controlar las condiciones de uso, los obreros deben darse instituciones y un personal permanente. Aquí es donde tiene su asiento, en esta necesidad objetiva, la burocracia sindical. Se analiza aquí qué es la burocracia sindical, para tratar luego de establecer su fecha de nacimiento en Argentina, una vía para replantear viejos problemas, como el del ascenso del peronismo, entre otros.

Palabras clave: cadena automotriz, comercio internacional, regulación, Argentina, Mercosur.


ABSTRACT
Over the last decades, the map of regional and multilateral financial actors has shown a great dynamism. In addition to the reform and growth of the existing multilateral development banks, the emergence of new institutions has been gaining increasing attention. This responds to their challenge to analyze changes or continuities in global economic governance. This paper explores to what extent two of these initiatives constitute institutional innovations to the traditional development bank. Specifically, we analyze BRICS’ New Development Bank (NDB) and the Asian Investment Bank in Infrastructure (AIIB) in those aspects linked to their representative legitimacy and resource dependence. Based upon their constitutive, strategic and operational documents, we characterize and compare their institutional models in these two dimensions. We observe some new features in their governance and financial design according to the preexisting multilateral financing map, but also they show different institutional arrangements. This seems to take a more disruptive form in the case of the NDB.

Keywords: automotive value chain, international trade, regulation, Argentina, Mercosur.


La red conceptual: clase, interés, conciencia, reformismo

El concepto de burocracia sindical se encuentra en una red de sentido construida por otros conceptos más amplios. Por empezar, el de clase. Siguiendo a Geofrey de Ste. Croix, sostenemos que clase es una relación social entre personas, mediadas por cosas que encarnan la explotación en la estructura social (1981, p. 43). Una clase es un conjunto de personas en tanto término de una relación establecida con la mediación de un objeto. La función de esa relación es hacer posible la explotación, es decir, establece un antagonismo que se expresa en una disputa por el excedente social. Esa disputa es la génesis del conflicto social, en cuyo decurso los individuos que conforman la clase pueden tomar consciencia de serlo.

Importa rescatar que la clase es un conjunto de personas ya que esta afirmación le da al concepto una carnadura material. Una clase no es una relación, sino el producto de una relación. Por eso puede medirse su tamaño y seguirse su evolución física, lo que resulta un dato no menor a la hora del análisis científico. Por otra parte, enfatizar su naturaleza relacional permite superar el análisis funcionalista de las clases sociales, según la cual, la suerte de cada una de ellas no se explica por la dinámica de ese vínculo, sino por circunstancias externas (ingresos, prestigio, etc.). Por eso mismo, da una base de explicación material al conflicto social, en tanto que se constituye en el centro de la vida social, en el momento de génesis y distribución de las condiciones materiales de existencia. Por último, establece las condiciones inmediatas en que el conflicto se produce y se resuelve.

La vida de una clase se expresa en un proceso permanente de actualización de potencias contenidas en la propia relación que la constituye. Siempre comienza como una existencia individual que debe tomar conciencia de su carácter social. En el caso del capitalismo, se expresa primero que nada en el dominio de la competencia, de la que no están a salvo los obreros, como dice Engels, en tanto el sistema los opone: ocupados vs desocupados, mejores pagos contra mal remunerados, etc. (Engels, 1974, pp. 89-90). Precisamente, para limitar esta competencia aparecen, primero, la corporación inmediata (la coalición de los empleados de un mismo patrón), la sectorial (el sindicato por oficio o rama), la corporación general (la central sindical) y, por último, el gobierno reformista. Volveremos sobre esto más adelante. Baste decir, por ahora, que este movimiento de limitación de la competencia llega recién a su culminación relativa con la conquista del gobierno del Estado por el reformismo. Ese intento por eliminar la competencia sin eliminar el sistema competitivo es lo que caracteriza al reformismo y sella todas sus contradicciones.

El capital ejerce sobre la clase presiones contradictorias. Por empezar, la divide, la atomiza en tantas partes como individuos la componen. Por otro lado, la une al obligar a todos esos fragmentos a sufrir un trato general, una determinación general (la explotación) y un ritmo común (el que deviene de la dinámica de la acumulación del capital). Aun así, ese trato y ese ritmo no son completamente comunes a toda la clase, porque el capital es una realidad heterogénea, en la medida en que en cada ámbito de aplicación y cada magnitud concreta de capital tiene dinámicas parcialmente diferentes. Esta heterogeneidad del capital (que se expresa en la multiplicidad de capitales concretos), provoca también una heterogeneidad profunda de la clase obrera. Así, por cada fracción de capital habrá una fracción de la clase. También, por cada función que el capital convoque a la clase a cumplir, habrá capas obreras correspondientes. La división de la clase se profundizará más al intervenir nuevas determinaciones propias de la vida social, muchas de ellas introducidas o perpetuadas por el capital para incrementar dicha división: el género, ciertas características biológicas (reales o ilusorias), el origen nacional, las costumbres y creencias religiosas, etc. Ese conglomerado de múltiples experiencias disímiles es lo que se constituye en unidad de acción en momentos más bien excepcionales. Eso que tan difícil es una clase, sin embargo, lo es. Sobre esa dialéctica de la clase, el ser y no ser una unidad, se asienta la política de la clase obrera (y de la burguesía).

Otro elemento de la red conceptual en la que aparece el concepto de “burocracia sindical” es el de interés. Las clases se reúnen en torno a intereses de clase. Dicho de otra manera: hay algo que es objeto de deseo común de un conjunto de individuos. Deseo común que brota de una situación común. Esa situación común es la explotación. Los intereses de clase brotan de la explotación y, por supuesto, del lugar en que los individuos experimentan la explotación. Los intereses de clase varían de clase en clase, porque en última instancia están determinados por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, pero siempre pueden dividirse en dos grandes grupos: primarios y secundarios.

Los intereses primarios corresponden al hecho mismo de la explotación: los campesinos feudales querrán la tierra; los esclavos su libertad; los obreros, la propiedad de los medios de producción. Los secundarios presuponen la explotación y representan objetivos limitados a la mejora de las condiciones de existencia en las relaciones sociales dominantes. Otra vez: el campesino buscará una limitación en el monto de la renta; el esclavo, tareas más livianas o mejor alimentación; el obrero, un mejor pago por la mercancía que vende, la fuerza de trabajo. Normalmente, los intereses primarios sólo aparecen en primer plano, como objeto de deseo y como conciencia, en las grandes crisis sociales, es decir, cuando la sociedad en cuestión no puede seguir reproduciéndose como tal. Lo más común, entre los objetivos de los dominados, es el peso sustantivo de los intereses secundarios, que son objeto de una guerrilla permanente. En ambos casos, los intereses terminan expresándose en formas de conciencia y en instituciones.

El otro término que necesitamos instalar, a los efectos de sacar a la luz el de burocracia sindical, es el de conciencia de clase. El hecho de que muchas personas compartan una situación, hace posible que tomen conciencia de esa posición común en la estructura social. Esa conciencia hace más fácil y eficiente la acción y la defensa de los intereses comunes. Obviamente, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas hace posible o no la aparición de la conciencia de esos intereses. Hay, entonces una relación más o menos directa entre acumulación de capital y conciencia de clase: mientras la concentración del capital y su consecuencia, la polarización social no eliminen la posibilidad de que pequeños ahorros se transformen en la base de un pequeño taller independiente, los obreros no pensarán en otra cosa que en dejar de serlo. Ello impide el desarrollo de la conciencia proletaria.

Es posible delinear una gradación de la conciencia desde la clase en sí, la ausencia de todo rastro de conciencia de clase, hasta la conciencia socialista, su grado más elevado. Las formas de la conciencia para sí, es decir, de la clase que ya se reconoce como tal, son dos: la conciencia sindical y la conciencia socialista (Lenin, 1974). Por la primera, la clase se reconoce como corporación, es decir, poseedora de un interés particular del conjunto social, cuya defensa sólo implica una modificación cuantitativa en la relación entre las clases. En la segunda, se reconoce portadora de otro tipo de sociedad, cuya realización requiere la eliminación del actual sistema de clases. Ambas formas de conciencia pueden expresarse en diversos grados y bajo diversos formatos ideológicos, incluso contradictorios con sus fines declarados explícitamente. La primera abarca no sólo la conciencia puramente “sindical”, es decir, la que se expresa en términos de los intereses inmediatos del sector, sino también aquella que comprende los intereses mediatos. Siempre se trata de la clase como corporación, como una parte especial de la sociedad, la realización de cuyos intereses no requiere de una transformación de la totalidad social. Pero en el primer caso, la lucha corporativa prescinde del Estado, se refiere a él como un agente externo al que se le pide “neutralidad”. En el segundo caso, la conciencia sindical se despliega como conciencia política, en tanto comprende la necesidad de “estatalidad” de las relaciones sociales. Nace así la conciencia corporativa política, la que se encarna en partidos más o menos ligados a la estructura sindical, con un programa reformista (el laborismo o el juanbejustismo, por ejemplo). En su período de ascenso, se comportan como fuerzas progresivas, buscando la concreción de los intereses secundarios de la clase. Consolidados en el poder corporativo, se transforman en obstáculos al desarrollo de la conciencia de la clase, construyendo el fenómeno que denominamos “burocracia”. La conciencia socialista también tiene grados de desarrollo, que van desde la expresión simple del antagonismo social hasta la organización del Estado obrero. Es por eso que en su seno pueden observarse desde formas más primitivas, que no identifican con claridad las estrategias, las situaciones y los instrumentos, hasta las más desarrolladas, que conciben sus programas desde el punto de vista de la clase como realidad mundial y elaboran sus políticas desde ese punto de vista, teniendo como objetivo su transformación en Estado. En el primer polo identificamos al anarquismo; en el segundo, al Partido Bolchevique.

También es necesario destacar que, dado el desarrollo desigual de la clase, ambas formas de conciencia (con sus variantes) coexisten permanentemente. Una de ellas resulta, sin embargo, dominante y da la tónica del período en cuestión. Esta situación es la consecuencia del desarrollo desigual del proceso social sobre el que se construyen organizaciones y programas. En un determinado momento, fuerzas reformistas y revolucionarias pueden confundirse en la acción, realizando unas y otras las mismas tareas: la construcción de un partido revolucionario requiere de la acción sindical; la realización de intereses secundarios puede requerir de formas de acción que se confunden con la radicalidad política. Dicho de otro modo: los revolucionarios se ven obligados a asumir las reformas como tarea propia; los reformistas se ven obligados a la acción directa. En ese momento, la única forma de diferenciarlos es por su programa efectivo: qué construyen y para qué. Ello no se afinca sólo en la letra escrita, sino sobre todo en las relaciones que trazan con la burguesía, especialmente con sus fracciones en el poder o en la oposición.

Ello es así porque el desarrollo de la conciencia no opera en el vacío. Es más bien una batalla permanente entre dos polos: el burgués y el proletario (si hablamos de una sociedad capitalista). Como producto de su triunfo, la conciencia burguesa es la forma dominante de conciencia humana. Como resultado de su inadecuación parcial a la realidad, es decir, del hecho de que no es conciencia humana (no representa más que parcialmente los intereses generales de la humanidad) sino conciencia burguesa (representa los intereses generales de la porción dominante de la humanidad), que además se opone antagónicamente a quien no sólo es subordinado para realizar, precisamente, sus intereses parciales, sino que es el portador de aquellas perspectivas humanas universales, de todo eso, digo, brota otra conciencia, la proletaria. Ésta última se desarrollará en lucha con la anterior, a la que portará internamente hasta el final del proceso, el fin de la sociedad de clases. Esa “portación” se diluye con el tiempo, cuanto más avanza la perspectiva proletaria. En tanto ésta deviene cada vez más proletaria, es decir, más universal, supera la conciencia burguesa. Superar quiere decir la asunción de lo que aquella portaba de universal, las conclusiones más generales de la revolución burguesa, con un contenido nuevo. En el desarrollo histórico concreto observamos a la conciencia avanzar arrastrando mayores o menores porciones de la conciencia enemiga, según la situación se lo permita.

Decimos que una clase es inconsciente cuando su conciencia no se reconoce como sujeto, está plenamente dominada por la ideología burguesa. El individualismo es la forma más retrasada de la conciencia, que sólo se reconoce como cuerpo físico con intereses inmediatos. En la conciencia sindical, el componente burgués de la conciencia obrera ha cedido lugar: hay un rechazo del individualismo (que puede adoptar formas muy violentas), pero no se sale todavía del marco de la sociedad existente. Como decíamos más atrás, busca una mejor situación en su interior. Como señalaba Engels, el sindicato es el límite a la competencia, es su tarea específica. Esto implica que no todos los patrones están en contra de los sindicatos e incluso éstos pueden cumplir una función de regimentación de la clase, muy necesaria contra los conatos de aparición de la conciencia socialista. La aparición de la gran industria suele estimular la construcción sindical, los patrones eliminan la discusión por cuestiones menores e incluso se constituyen ellos mismos en reformistas: las reformas ayudan a limpiar el mercado de capitales más débiles, que no pueden hacer frente a las regulaciones estatales. El proletariado fabril mejor pago suele ser el principal soporte ideológico de esta coalición obrero-patronal, dando pie al surgimiento de la “aristocracia obrera”. Surge también con ella, un conjunto de funcionarios de la clase obrera que gestiona los réditos de esta coalición, aquello que Engels llamaba “viejo sindicalismo” y hoy llamaríamos burocracia sindical.

Nos queda por definir reformismo. Queda claro que toda reforma presupone la continuidad de la relación social básica que define a una sociedad. En el caso del capitalismo, la relación asalariada. Por “reformismo” no se entiende simplemente cambios en el interior de la sociedad existente, sino más bien cambios que afectan las condiciones de existencia de las clases subalternas, que hacen más “llevadera” la explotación. El hecho de que suelan ser aplicadas por partidos de origen obrero, suele hace creer que todo reformismo presupone esta base, lo que no es cierto. Ello solo vale para el reformismo “laborista” (o “socialdemócrata”).

El reformismo puede proceder de otras capas de la sociedad: de la pequeña burguesía (como el fabianismo inglés o el juanbejustismo argentino); de la burguesía más moderna (el reformismo liberal de las viejas “trade union” de las que hablaba Engels o del “New Deal”) o de las capas más ultramontanas de la clase dominante (el reformismo católico estilo “Rerum novarum” y, hasta cierto punto, del fascismo italiano o la Liga Patriótica Argentina, por no hablar del peronismo). De allí que la conciencia reformista de la clase obrera no tenga necesariamente un vehículo obrero. En general, el reformismo es expresión de una alianza de fracciones de clase, donde la clase obrera busca realizar sus intereses secundarios. El reformismo es, entonces, la culminación lógica del desarrollo de la conciencia corporativa, o como lo hemos denominado más arriba, la conciencia corporativo-política. Obviamente, ello no agota las formas de conciencia, puesto que la forma específica que asume esa conciencia (laborista, liberal, conservadora) determina mucho la suerte de la clase obrera en esa alianza y, sobre todo, la de la burocracia sindical. Una burocracia sindical asentada en un partido de raíces obreras tiene más compromisos con sus bases que una surgida o reconstruida por el aparato del Estado. Además, la burocracia sindical mantiene siempre con el Estado y con las fracciones burguesas a las que está atada, una relación contradictoria e inestable. Veamos, ahora sí, el concepto de burocracia sindical.  

La burocracia sindical

Burocracia es una palabra con mala fama y, sin embargo, la realidad que denota tiene una permanencia ineludible. Desde la tradición weberiana, el término “burocracia” se limita a su definición puramente técnica: estructura y personal que lleva adelante las actividades de una institución. Esta definición no es falsa, sino incompleta, aunque sus limitaciones hacen imposible entender el verdadero sentido de la expresión “burocracia sindical”. Es cierto que toda institución, aún la más simple, necesita una estructura y un personal que se haga cargo de la cotidianeidad de su existencia. Es cierto también que esa estructura y ese personal no son neutrales o simples correas de transmisión: tienen sus propios intereses, su propia racionalidad, su cultura interna, libran sus propias batallas, etc. De allí que la cúpula de la institución, que por ser tal necesariamente realiza una función política, deba contar con dicha estructura y dicho personal para vehiculizar las tareas mediante las órdenes que imparte, que no serán nunca realizadas fuera del tamiz de la burocracia. Ese tamiz puede hacer imposible la orden o invertir su sentido, dando la impresión de que el verdadero gobierno de la institución es la propia burocracia, impersonal y aséptica. Este fenómeno, el de la contradicción entre la dirección y la burocracia, es el que ha dado lugar a tanta bibliografía (y tanta literatura apocalíptica) de inspiración weberiana o no, sobre la “burocratización del mundo".[1] Sin embargo, la burocracia no es ajena a la naturaleza de clase de la institución a la que pertenece. A la corta o a la larga, con contradicciones, la burocracia expresa esos intereses generales.

En efecto, lo peculiar, aunque no exclusivo, de la burocracia sindical es el hecho de ubicarse a mitad de camino de dos clases sociales antagónicas, la burguesía y el proletariado. Surge como expresión de la continuidad de las necesidades organizativas de una corporación cuya función es la lucha por esa mercancía peculiar que es la fuerza de trabajo. Como toda burocracia, tarde o temprano, si ninguna crisis la sacude, termina independizándose parcialmente de su mandante y respondiendo a sus propios intereses. Pero esos intereses de la burocracia se identifican parcialmente con los de la clase enemiga. En efecto, gestionando el valor de una mercancía, el intermediario, la burocracia, puede obtener una ganancia propia por el simple hecho de actuar a favor del comprador y no del dueño. Por esa vía aparecen la traición y el aburguesamiento, palabras que traducen en categorías morales los intereses propios de la burocracia. Como esto no puede suceder sin algún tipo de represión interna del colectivo propietario de la mercancía, la vida de un sindicato burocratizado tiende a volverse muy represiva, creándose dispositivos para controlar a la base y eliminar a la oposición. En estas condiciones, la función de la burocracia se invierte: de instrumento para representar a los obreros contra los patrones, a mecanismo de dominación de los primeros por los segundos.

No obstante, la dinámica de la burocracia no se detiene allí. Su carácter contradictorio hace que nunca pueda abandonar del todo los intereses de sus representados, lo que acarrearía rebeliones peligrosas. De allí que la burocracia tenga que resguardar en todo lo posible su autonomía frente a la burguesía, lo que la lleva, recurrentemente, a conatos, a veces brutales, de independencia. Se establece así no una simple relación entre mandante (la burguesía) y mandado (la burocracia), sino una alianza que, como toda alianza, presupone comunión de intereses y disputa por la dirección. La llegada al poder de una burocracia sindical presupone la conquista del mismo por una alianza estable de burgueses y burócratas que se garantizan el dominio social y se reparten la plusvalía que extraen a la clase obrera. En ese reparto, la porción que corresponde a la burocracia es muy menor y no se encuentra institucionalizada. El burócrata tendrá ingresos muy elevados bajo la forma de salarios y otras prestaciones, pero lo fundamental de su cuota de plusvalía provendrá de la “corrupción” consentida y resguardada por la burguesía. Corrupción es, otra vez, un término moral para designar el mecanismo mediante el cual la burocracia recibe su cuota de plusvalía.

Cuando las condiciones que han permitido la emergencia de esa alianza reformista se degradan, vemos aparecer la lucha entre el viejo y el nuevo sindicalismo, que está expresando una nueva realidad de la clase, bajo formas de renovación del reformismo ya gastado en la gestión de la alianza o de nuevas formas de conciencia revolucionaria. Suele expresarse el conflicto de diversas maneras -“burócratas” o “traidores” versus “honestos” o “combativos”-, pero siempre es manifestación de un cambio en las relaciones de fuerza entre las clases y un agotamiento de las formas que tomaba la alianza. Engels sintetizaba así la relación entre las viejas y las nuevas uniones, en la Inglaterra de 1880 (Engels, 1974, p- 19).

Cuando el movimiento obrero está muy institucionalizado, es decir, el sindicato recibe del reconocimiento estatal su derecho de monopolio sobre la fuerza de trabajo, la lucha no se da entre nuevas y viejas organizaciones, sino en el interior de las mismas, como lucha “anti-burocrática”, por la “reconquista” de la organización o su “democratización”. En realidad, lo que se está expresando con ello no es un deseo de destruir la “burocracia”, porque esto implicaría destruir al sindicato mismo, sino reemplazarla por otra. En la expresión “reconquista” se observa una mayor conciencia de esta situación: se entiende que el sindicato está expresando intereses contrarios al interés general de sus miembros y es necesario “rescatarlo” para que vuelva al camino “correcto”. Lo mismo sucede con la expresión “democracia” sindical: los obreros no buscan un instrumento cuya función sea el respeto a las formas de “participación” libre, sino uno que defienda sus “intereses”, sea cual sea la forma en que se los conciba en cada momento.

En la medida en que la “burocracia” ocupa un lugar intermedio, expresa intereses obreros en la burguesía e intereses burgueses en la clase obrera. La combinación de ambos varía según el momento y las relaciones de fuerza entre las clases. La lucha de clases es, entonces, el termómetro de esas situaciones. Esa “burocracia” tiene, por lo tanto, intereses propios cuya defensa suele llevarla al enfrentamiento con sus bases y, a veces, también con la clase que la hace posible, la burguesía. Para ésta última, la burocracia es un instrumento indispensable para el control de una clase activa, porque es una extensión de su propia presencia en la clase dominada. Sin embargo, no es una presencia necesaria y útil siempre: si la burocracia no puede controlar la situación o ella no requiere de la burocracia, la burguesía buscará ahorrarse el gasto que significa su presencia. En esos momentos, veremos a los burócratas esgrimir el lenguaje de la revolución.

La burocracia expresa, entonces, la conciencia corporativa en su momento de estancamiento, tanto en su forma puramente sindical como en la más desarrollada del reformismo. Reformismo obrero y burocracia sindical nacen del mismo proceso y expresan lo mismo. Cuando la segunda se desarrolle a gran escala, exudará necesariamente al primero. No obstante, en ese pasaje hay un progreso hacia la conciencia política que se mantiene, todavía, en el marco de la conciencia burguesa.

Esto nos permite volver sobre la definición de burocracia sindical. No se trata de una estructura ni de un personal. Ni de una capa de la clase. Ni siquiera es necesario que ese personal se apropie de una cuota de plusvalía, puede perfectamente cumplir su función en forma gratuita o limitada a los ingresos válidos por su función de dirección. Lo que define a la burocracia sindical es su función de articulación entre intereses de clases antagónicas. Es la contracara, en el mundo de la economía, de lo que en la política es el reformismo. Esta limitación de la conciencia obrera a su función de capital variable (economía) y ciudadano (política) es lo que define la define: la burocracia sindical es el conjunto de funcionarios de la clase obrera que expresan la conciencia reformista, en cualquiera de sus variantes, en el campo de las relaciones económicas.

El nacimiento de la burocracia sindical en la Argentina

El tema de la burocracia sindical en Argentina está atravesado por la oposición izquierda-peronismo. Para la primera, su existencia ha sido un punto importante a la hora de explicar su escaso peso en la clase obrera desde la aparición del segundo. En general, la izquierda ha defendido la función instrumental de la burocracia sindical, lo que resulta coherente tanto con la pasividad de las bases como con la manipulación y represión de la conducción. El peronismo, sobre todo los intelectuales marxistas que le han dado su apoyo, ha enfatizado la necesaria coherencia entre bases y conducción. Si la primera variante, cuyo epítome puede encontrarse en las posiciones germanianas de gente como Rodolfo Ghioldi, simplifica en extremo el problema enfatizando la heteronomía de las orientaciones obreras, la segunda, cuya expresión menos sutil es la de Nicolás Iñigo Carrera, simplifica, a su vez y de un modo no menos extremo, la dominación social, al convertir las decisiones políticas de la burocracia sindical en simple reflejo de la autonomía de las bases. Si los primeros hablan de traición de la burocracia sindical y los segundos de estrategia de la clase obrera, pareciendo representar posiciones antitéticas, ambos coinciden en la misma mirada populista que supone una clase omnisciente, libre e irredenta. En el primer caso, como la clase siempre es revolucionaria, la emergencia de una burocracia sólo puede entenderse en términos de anomalía externa. En el segundo, como la clase normalmente no es revolucionaria, nada hay de externo en sus orientaciones, finalmente todo es expresión de la estrategia de las bases. Esta discusión, sin embargo, excede los límites de este texto.[2]

Entendiendo las conclusiones del acápite anterior, el momento de nacimiento de la burocracia sindical en la Argentina es aquel en el que un determinado personal político, caracterizado por su limitación a las fronteras marcadas por la existencia de la mercancía cuya venta gestiona, domina una institución que oficia de reguladora reconocida de las relaciones entre burguesía y proletariado. Si bien pueden rastrearse muy tempranamente elementos en este sentido, está claro que hasta el nacimiento de la FORA del IX Congreso, no tenemos nada parecido a una burocracia sindical establecida como dirección del conjunto del movimiento obrero.[3] La emergencia dominante del sindicalismo revolucionario, el corazón ideológico de la FORA IX se produce a mitad de la segunda década del siglo, superando a anarquistas y socialistas (Serrano, 2015). Ellos son los primeros burócratas.

Fue probablemente Hugo Del Campo el primero en remarcar el papel que el sindicalismo revolucionario jugó en el desarrollo de la línea política que, en el seno del movimiento obrero, iba a corporizar aquello que culminó en el peronismo (Del Campo, 1986). Sin embargo, resulta engañoso considerarla como una tradición homogénea a lo largo de 40 años. En realidad, detrás de la continuidad del nombre se esconde una serie de profundas transformaciones, que Del Campo no desconoce pero a las que no les otorga la importancia que merecen. Colocada cada una de estas transformaciones en su lugar, veremos que Del Campo, a pesar de partir de una intuición fructífera, confunde la naturaleza del proceso real que examina.

El original (y verdadero) sindicalismo revolucionario era antiestatal, revolucionario y apartidario. Nace en Europa como consecuencia del adocenamiento creciente de los partidos socialistas de la Segunda Internacional. Se inspira en Sorel y busca, en la acción directa y la ruptura con la política parlamentaria, una renovación de las perspectivas revolucionarias, basando toda su propuesta política en un obrerismo exacerbado que tiene como centro el sindicato. Competidor directo del anarquismo, en cuanto a formas de intervención, pero también del socialismo, como forma organizativa. Su momento de gloria en Argentina llegará durante la Primera Guerra Mundial, en que a través de su dominio de la Federación Obrera Marítima y de la FORA IX, hegemonizará el movimiento obrero.

Del Campo nota que aquí, con la FORA IX, el sindicalismo revolucionario ha dado un paso sustantivo hacia el peronismo, en tanto que sus pretensiones revolucionarias han desaparecido, aunque conservando viejos elementos, como el anti-parlamentarismo y el obrerismo sindicalista. Sin embargo, entre el sindicalismo de la FORA IX y el peronismo media una segunda transformación. En efecto, el sindicalismo revolucionario de la FORA IX, es “sindicalismo independiente”: no concebía la estatización del movimiento obrero como objetivo. Por el contrario, defendía una independencia a rajatablas de las estructuras sindicales respecto tanto del Estado como de los partidos políticos, sean estos o no “de clase obrera”. Demandaban del Estado una sola cosa: prescindencia en los conflictos.

Este sindicalismo independiente es el que, en los 1930 va a sufrir una nueva transformación, signada por la presión que ejerce sobre ellos el ascenso del comunismo y por el creciente poder de la clase obrera en la estructura social. A lo largo de los 1930 va llegando a la conciencia de la necesidad de la conquista del gobierno del Estado, como culminación lógica del objetivo más general de su acción como monopolizador de la mercancía fuerza de trabajo. Sólo el Estado puede garantizarlo. Ha nacido la conciencia laborista, proceso que se expresa en la formación del Partido Laborista, cuya destrucción por Perón provocará una nueva transformación.

En efecto, el ascenso peronista, interpretado como resultado del triunfo final de la tradición del sindicalismo revolucionario, debe ser revisado. De hecho, la concepción del Estado del socialismo argentino, desde épocas en que el sindicalismo revolucionario era todavía anti-estatal, era ya peronista, es decir, reformista y estatal. Para el Partido Socialista, el Estado puede conquistarse no solo en beneficio de la clase obrera sino del pueblo en general. Reformismo, estatismo y populismo estaban más fuertemente afianzados en el socialismo que en el sindicalismo revolucionario de cualquier época. De hecho, la orientación predominante en la segunda mitad de los 1930 era socialista y por esto Del Campo se ve obligado a transmutar a la dirección socialista de la Unión Ferroviaria en sindicalista. En realidad, tal transmutación era innecesaria: es probable que la tradición socialista haya sido más importante para el peronismo que la del sindicalismo revolucionario.

Por último, la llegada del peronismo no significa la instalación de los ideales del sindicalismo revolucionario, ni siquiera de los reformistas, sino en realidad, su desaparición. En efecto, aunque en la lógica de desarrollo de la conciencia laborista lleva a la estatización de los sindicatos, es propio de ella misma el rechazar ese proceso. Mucho más cuando el personal político que lo lleva adelante no es el propio partido laborista, es decir, la proyección misma de la dirección sindical, sino uno completamente ajeno al movimiento obrero. De allí que Perón, habiéndose apoyado en la conciencia laborista, haya debido anularla después para culminar con el proceso de estatización. La estatización supone la eliminación de la independencia del sindicato y de su dirección. Por eso mismo, entraña la regulación por la burguesía en su conjunto de las condiciones de venta de la fuerza de trabajo. En realidad, lo que Del Campo describe como el proceso de desarrollo del peronismo, es la emergencia de la burocracia sindical y su fracaso a la hora estatizarse a la manera laborista. El peronismo es, entre otras cosas, una estatización particular del movimiento obrero, a partir de un personal no surgido de su interior sino de la expropiación de su poder por una potencia extraña.

Una crítica similar podemos hacer de Edgardo Bilsky. Su análisis de las jornadas de enero de 1919, en general excelente, otorga una centralidad a la Semana Trágica que nos parece cuestionable. Bilsky caracteriza el período como “ciclo revolucionario”. Observa correctamente los cambios producidos en la clase obrera en la coyuntura, pero otorga un papel y una importancia desmedida al anarquismo. Si los anarquistas fueron tan importantes durante la Semana Trágica, esto no parece haberles rendido mucho ya que en las siguientes elecciones el PS (que había tenido una pésima actuación en dichas jornadas) crece en votos y la FORA IX sigue hasta alcanzar su punto máximo en 1920, por lo que parece que su desempeño tampoco le mereció la desaprobación de los obreros. Si, como bien señala Bilsky, la Semana Trágica es el último evento insurreccional de la clase obrera y si las orientaciones que frenaron su desarrollo (el PS y la FORA IX) fueron las que crecieron más, ¿no significa esto que la crisis no alcanzó a producir una conciencia revolucionaria dominante?

La forma particular que la crisis produce es la conciencia corporativa a escala nacional, la nacionalización de la clase obrera (correctamente señalada por Bilsky, aunque no valorada en su importancia real). Este proceso, impulsado por las luchas del período, dio pie a la expansión de dos estrategias reformistas y dos revolucionarias. La primera de las revolucionarias reproducía la concepción caótica y falta de organicidad que ya había esbozado el anarquismo durante la primera década. Creció en medio de una doble crisis: por un lado, como consecuencia de la represión del Centenario, dio lugar a una división interna entre quienes querían sostener la hegemonía anarquista en el movimiento obrero al viejo estilo y los que suponían que esas pretensiones eran excesivas y perjudiciales; por otro, como resultado de la Revolución Rusa, generó nuevas divisiones en torno al cuestionamiento, precisamente, de ese carácter inorgánico, desordenado e impreciso de las formas organizativas, la ideología y la acción del conjunto del movimiento. La primera acreció los dominios del sindicalismo independiente, en tanto en la FORA IX se quedaron un conjunto nada despreciable de agrupamientos sindicales anarquistas. La segunda produjo un flujo creciente y constante de personal político que nutrió al emergente Partido Comunista. El crecimiento de la influencia de la FORA V durante la coyuntura que examinamos ocultó, sin embargo, esta crisis terminal, verdadero canto del cisne del anarquismo argentino.

Las dos estrategias reformistas fueron corporizadas por la FORA IX y el Partido Socialista, cuyo desencuentro histórico de algún modo colaboró en el desarrollo del peronismo, pues la alianza entre ambos habría significado la soldadura de los dos personales político-sindicales que hubieran corporizado a la perfección la conciencia política reformista en los dos campos en la que ella se despliega: en la economía y en el Estado. Ambas encarnaban una “apuesta” democrática y no revolucionaria. Que fueran mayoritarias en el período es prueba de que la crisis no llegó a tanto. Bilsky no se da cuenta de esto porque a pesar de la acertada señalización de la relación Yrigoyen-FORA IX y del reconocimiento por los conservadores del nacimiento de una opción reformista en el seno del proletariado, su enfoque de la Semana de enero como evento principal le impide ver el sentido del conjunto de los conflictos del periodo: el reconocimiento del derecho a la organización sindical -no la constitución de una instancia institucional revolucionaria-, al control del proceso laboral -no la abolición de la división capitalista del trabajo-, el límite a la explotación -no la eliminación del trabajo asalariado mismo-, de la neutralidad del Estado en el conflicto entre clases, no su eliminación, etc. Se trata de demandas democrático-burguesas.

El adelantado

Hablar de la FORA IX significa hablar de la Federación Obrera Marítima (FOM) y de su alma mater, Francisco García (Troncoso, 1983). García inicia el modelo de dirigente sindicalista argentino y lo que luego será su continuidad peronista: dueño de un sindicato, a través de él controla al resto del movimiento obrero gracias al lugar clave que su organización ocupa en la economía.

La primera central sindical de alcance verdaderamente nacional, era el resultado de una alianza de tendencias, donde la mayoría la obtienen los sindicalistas, pero en estrecha alianza con la mayoría anarquista que rompe con la corriente que reconstruye la vieja FORA libertaria. Dentro de la FORA IX se van a nuclear, también, socialistas y comunistas. El punto en común, por razones de estrategia o simplemente tácticas, es la negativa a embanderar a la central naciente con alguna corriente política particular (Del Campo,   1986, p. 49).

Esta separación tajante entre acción política y acción sindical no necesariamente significaba exclusión de relaciones políticas. De hecho, se acusa a los sindicalistas de una intensa relación con Yrigoyen:

Las concomitancias de ciertos sindicalistas con gente de otros sectores que no fueran socialistas estaban dictadas por intereses particulares del grupo –no digo de intereses personales porque insisto que, en general, se trataba de gente honrada (...) Y es un hecho conocido que los radicales sabían aprovechar esto y que ciertos sindicalistas supieron también aprovecharlo porque terminaron en trabajadores del Estado, en reparticiones oficiales (Del Campo, 1986, p. 51).

René Stordeur, el sindicalista gráfico que acabamos de citar, señala que Francisco García, el mencionado líder de la FOM,

se apoyó mucho en Yrigoyen, y también en Alvear, a través de su ministro Ortiz. Pero tengo entendido, a través de lo que he escuchado de él que fue un hombre decente, es decir, que no sacaba ventajas de tipo personal: sacaba ventajas para su gremio aprovechando el apoyo de Yrigoyen (...) Los dirigentes marítimos, con García a la cabeza, desarrollaban una política proclive al yrigoyenismo, pero en base a que el yrigoyenismo les había concedido una cantidad de cosas muy importantes.

En la época, esta no es una opinión aislada. Todo lo contrario, Del Campo documenta bien el consenso que existe entre los opositores al sindicalismo revolucionario en este punto. Lo que resulta interesante de la cita de Stordeur, es su esfuerzo por remarcar que se trata de “gente honesta”. Responde al criterio implícito que describe a la burocracia sindical como necesariamente “corrupta”. Es la asunción de la neutralidad sindical frente a la política lo que caracteriza a la burocracia sindical, la limitación a la gestión del valor de la fuerza de trabajo. Esto exige una regulación del Estado de las relaciones contractuales entre capital y trabajo. El sindicalismo se encuentra, entonces, siempre en terreno fangoso a la hora de relacionarse con el poder político. La independencia sindical puede identificarse con el mantenimiento de relaciones casuales, puramente tácticas (“este gobierno es más comprensivo que otros”, “en esta circunstancia específica nos conviene”, etc.), o con una concepción que prefiere una proyección política propia. En el primer caso nos encontramos con un corporativismo limitado al oportunismo político; en el segundo, en el laborismo, es decir, en la conciencia política reformista. Nada mejor, para examinar este punto, que repasar las ideas de Francisco García.

Con motivo del 1º de mayo de 1918, García realiza un esbozo de historia de su gremio. Procede, primero, a una demarcación en el interior del movimiento obrero para señalar por oposición las propias virtudes, polarizando la “ideología” en el extremo opuesto y reservando para sí los “intereses concretos” del proletariado. Este par de opuestos se constituye en el centro del imaginario del sindicalismo independiente:

El año 1906 fue de gran efervescencia en el seno de la clase trabajadora del país. Muchos gremios, y entre ellos el de estibadores, que contaba con una fuerte organización, mantenían latente una intensa agitación que más que por su espíritu de clase se caracterizaba por la influencia de los grupos ideológicos que habían podido mantener su predominio, orientando la acción de las organizaciones que les respondían, en un sentido anti-estatal, dejando relegada a un segundo término la lucha económica que sólo servía de pretexto para llevar a las masas productoras a la acción contra el régimen capitalista cuyo ocaso muchos ilusos creían que había llegado, sin tener en cuenta que para ello era necesario capacitar y disciplinar la acción de los trabajadores, librando su mente a los prejuicios y abstracciones ideológicas de todo orden que dificultan la realización de sus fines de emancipación social. (La Organización Obrera, 1/5/1918)

Surgen aquí cuatro pares de opuestos. Colocaremos entonces, los pares uno debajo del otro, encabezados por sus orientaciones ideológicas respectivas, dejando el de sindicalismo para el papel del enunciador y el del anarquismo (a él se refiere García) para el del enunciado:

Sindicalismo

Anarquismo

Intereses concretos

Espíritu de clase

Lucha económica

Capacitación y disciplina

Emancipación social

Ideología

Grupos ideológicos

(Lucha) antiestatal

Espontaneísmo

Prejuicios y abstracciones

 

Así, el sindicalismo independiente se autodefine como el defensor de los “intereses concretos”, mientras el anarquismo se resume en deseos incumplibles. Estos “prejuicios y abstracciones” no sólo se olvidan de la “lucha económica” sino que, con su “ilusión” en la “(Lucha) antiestatal”, se yerguen en obstáculos para la misma “emancipación social”, que sólo se logrará si domina el “espíritu de clase” frente a los “grupos ideológicos” que pretenden imponer el “espontaneísmo” en lugar de la “capacitación y la disciplina”.

Es necesario traducir las categorías de valor utilizadas por García a términos más estrictamente políticos. El que debamos realizar esta operación de repolitización de la terminología usada es indicativo de una de las características clave del discurso sindicalista independiente: descalificar al oponente sacando la discusión del terreno de la política concreta, negándose de plano a cualquier debate fuera de los límites previamente demarcados por la corporación. Más allá de esos límites, todo es “ideologismo abstracto”. Realizando el ejercicio de reposición discursiva, nos queda el siguiente esquema, en el que cada término del anterior es reemplazado por un equivalente político:

Sindicalismo

Anarquismo

Teoría reformista

Clasismo corporativo

Reformismo

Organización

Evolucionismo

Teoría revolucionaria

Clasismo político

Revolución

Acción

Ruptura revolucionaria

Es obvio que entre uno y otro cuadro, lo que media es un silencio, algo que García no quiere decir, su pasaje al reformismo “se ha desterrado de la Federación toda cuestión de orden político o ideológico, entendiendo que en el seno de los sindicatos los trabajadores se agrupan por afinidad o interés con fines claros y definidos: combatir contra todo lo que se oponga a su emancipación.”

Estos “fines claros y definidos” se identifican con una “emancipación” obstaculizada por los intentos de “ruptura” revolucionaria. Así, “emancipación” es, en realidad, reformismo evolucionista: “únicamente un poderoso ejército proletario, estrechamente unido por intereses de clase, puede obtener que se le reconozca beligerancia, conquistando en los actuales combates parciales, preliminares de la gran batalla final, las posiciones que los trabajadores anhelamos para llegar a la meta de nuestras aspiraciones libertarias.”

Esta postergación sine die de la “batalla final” en nombre de “los actuales combates parciales” pone en primer plano la “capacitación y disciplina”, es decir, privilegia, frente a la “acción”, la construcción de la organización. Surge, entonces, como valor supremo, la “unidad”. Se ha argumentado que el anti-intelectualismo del sindicalismo independiente tenía por finalidad facilitar la unidad. En realidad, no se analiza críticamente el contenido de la “unidad” propuesta por el sindicalismo independiente. La negativa a discutir políticamente encubre la voluntad de “unificar” al movimiento obrero bajo la bandera del sindicalismo, es decir, de un reformismo independiente.

Si la “unidad” bajo esta bandera permitirá el éxito de los “actuales combates parciales”, el instrumento privilegiado para la construcción de la “unidad” es la “solidaridad”, gracias a la cual han obtenido gran prestigio, la FOM y las organizaciones “que (...) han conseguido disciplinar la acción de los trabajadores” en el uso de esa “formidable palanca que ha de concluir con el ignominioso sistema de explotación capitalista”. Esta solidaridad, más que acabar con el “ignominioso sistema”, tiene una finalidad más concreta, la de construir la FORA como institución única del proletariado nacional:

La diatriba, la calumnia, ni la acción infame de los grupos políticos, sectarios o chantagistas, no podrá mancillar jamás la obra que los trabajadores marítimos han realizado, saliendo de los estrechos moldes de la acción corporativa, para estimular a todo el proletariado del país a hacer efectiva la solidaridad de clase, unificando su acción en el seno de la FORA, creando los vínculos de solidaridad indispensables para combatir con éxito contra los enemigos comunes del proletariado.

Cuando García señala que la FOM ha salido “de los estrechos moldes de la acción corporativa” no se refiere a que ha estimulado el desarrollo de la conciencia política, sino que ha emprendido una acción corporativa general, es decir, que abarca a todo el movimiento obrero y no solo al sindicato marítimo. La FOM utiliza su posición especial en la estructura productiva, para realizar esa tarea mediante boicots de apoyo a huelguistas, auxilio financiero, etc., pero, esta solidaridad no es tan desinteresada: implica la aceptación de la unidad bajo sus términos. En manos de la FOM la solidaridad es un arma tanto contra el “capitalismo” como contra aquellas manifestaciones del movimiento obrero que no comulguen con su reformismo:

No ha hecho la Federación inútiles declaraciones rimbombantes, ni ha pregonado métodos de acción infalibles, como tan frecuentemente lo hacen los que viven aferrados a los santos cánones de las cofradías de los distintos grupos políticos, dogmáticos o sectarios, afortunadamente hoy desalojados de las organizaciones donde los trabajadores han alcanzado una mayor conciencia y capacidad para la defensa de sus intereses de clase, conquistando personería para continuar sin la intervención de los lazarillos de todo pelaje...

Estas propuestas “rimbombantes” de los anarquistas solo sirven para estimular la represión estatal, según la concepción del sindicalismo independiente. En una de las primeras actividades de la naciente FOM en 1910:

El proyecto de huelga general y las rimbombantes amenazas de los revolucionarios de ‘doublé’, habían sacado de quicio a la burguesía, y el hecho es que, aparentando un pánico más fingido que real, exacerbando los bastardos sentimientos patrioteros de ciertos grupos de chauvinistas, el gobierno azuzó a los esbirros de todo orden para que estos dieran cuenta de todo lo que representara un valor moral del proletariado. La ola reaccionaria se desencadenó y los que tanto alarde habían hecho de revolucionarismo, se entregaron mansamente, sin un gesto ni una actitud que justificara por lo menos la prédica incendiaria que diariamente habían sostenido, dando lugar a la agitación que fracasó tan lamentablemente.

Si la conclusión del ciclo represivo del Centenario es que la revolución es imposible, se entiende que lo que queda por hacer es utilizar la creciente fuerza del movimiento del obrero para objetivos de menor alcance pero más seguros. Como consecuencia del conflicto la mayor parte de los militantes navales es expulsada. La represión, sin embargo, sirvió para eliminar a los “revolucionarios de pacotilla”: luego de la huelga de diciembre de 1910, lanzada para reconstituir la organización y terminada sin conseguir mejoras de ninguna índole, salvo reinstalar la actividad sindical, queda “purificado el gremio de los malos elementos”.

Este sindicalismo de la FOM (y que caracteriza a toda la FORA IX) es diferente del peronista. Cuando García hace alusión al más lejano antecedente de la FOM, el Centro de Maquinistas Navales, critica fuertemente sus “métodos excesivamente conservadores y legalitarios”, además de intereses puramente corporativos, careciendo de solidaridad de clase. El reformismo sindical de la FOM se caracteriza por la independencia frente al Estado: este no protege a la clase obrera ni es un “dador de dones y mercedes” sino una institución que debe ser neutral. No hay “leyes de protección al trabajador” sino el derecho de los obreros a exigir del Estado su independencia frente a los conflictos, como cualquier ciudadano tiene derecho a exigir igualdad ante la ley. Su reformismo es una demanda democrática en tanto se exige el cumplimiento de la promesa que la ideología liberal y el Estado burgués parlamentario realizan con su sola presencia: la igualdad de derechos políticos. La apuesta del sindicalismo independiente, a diferencia del sindicalismo corporativo del peronismo, consiste en que aquel no cree en que pueda volcar el Estado a su favor, solo puede confiar en sus propias fuerzas:

Adujeron en este sentido los obreros, que no pedían el apoyo del Estado, pues ellos se consideran suficientes para vencer; pero consideran también que el apoyo a los capitalistas era una evidente injusticia puesto que ellos que negaban importancia a la huelga debían luchar con sus propios recursos. Sostenida por los huelguistas la tesis de la prescindencia del Estado nacional en el conflicto marítimo, para que quedará librado al juego de las fuerzas en lucha la vigilancia de los propios intereses, los obreros afirmaban la confianza en sí mismos.

Estas palabras de García, que intentan explicar la posición de la FOM durante la huelga de diciembre de 1916, sirven para concluir: si los anarquistas interpretaban al Estado como un instrumento de clase al servicio de la burguesía, negando toda posibilidad de obtener algo de él o con él, el sindicalismo independiente le ha quitado toda connotación clasista: el Estado puede ser neutral. Esa neutralidad le garantizó el control del puerto de Buenos Aires luego de una gran huelga en la que la pasividad del Estado permitió al sindicato imponer sus condiciones. Pero la historia no termina con este éxito rotundo que constituyó a la FOM.

Ascenso y caída del sindicalismo independiente

Si nos atenemos a la cronología, las primeras huelgas en el nuevo período de crisis señalado por la guerra mundial comienzan a fines de 1915. Sin embargo, es opinión común que el verdadero inicio de la ofensiva obrera se da a partir de la huelga de la FOM de fines de 1916, que tiene un resultado positivo, siendo considerada como fundacional, tanto para el sindicato como para el movimiento obrero en general. La huelga de 1917 confirma la situación provocada por la del año anterior: la FOM domina el puerto y no se puede actuar sin ella. En este mismo año se suma a la FOM otra institución que va a ser clave en la evolución sindical del período, la FOF. En efecto, la Federación Obrera Ferrocarrillera consigue la victoria en una huelga de gran magnitud, que reafirma en acciones sucesivas a lo largo del año, especialmente la huelga general ferroviaria de setiembre de 1917 (Rock, 1977; Vilena, 2018).

El movimiento va a ir en ascenso hasta por lo menos fines de 1919. La expansión, tanto del sindicalismo revolucionario como del anarquismo, será explosiva y se extenderá hasta terminado 1920. Pero desde la Semana Trágica la burguesía ha puesto en marcha su estrategia y ha construido sus instrumentos de combate, la Asociación Nacional del Trabajo y la Liga Patriótica. De allí en más se lanzan ambas a la batalla que el Ejecutivo ha querido evitar o, al menos, no inmiscuirse directamente. A medida que el nivel se va inclinando contra el movimiento obrero, el propio gobierno nacional va a ir sumándose a los provinciales y a las bandas armadas de la Liga, en una tarea de demolición sindical.

Esta oleada represiva fuerza al movimiento obrero a dos jugadas, en cierto modo tardías, especialmente la última: una es la firma de un pacto con la Federación Agraria Argentina (FAA), en junio de 1920, y otra es la huelga general lanzada por ambas centrales obreras (FORA IX y FORA V) en junio de 1921. De alguna manera, ambas pueden verse como puntos de una misma línea: a mediados de 1920, cuando el ataque contra el movimiento obrero no era todavía tan intenso, la FORA IX pacta con la FAA un acuerdo de ayuda mutua. Lo más interesante del pacto, para el tema que abordamos aquí, es la discusión a que dio lugar en el seno de la entidad obrera. Allí Sebastián Marotta defendió el acuerdo porque “(E)n la Argentina, país esencialmente agrario, no puede en manera alguna prescindirse de los colonos y repudiarlos” porque “si esto hiciéramos, contribuiríamos a crear un lastre conservador que pesaría gravemente sobre los intereses revolucionarios del proletariado”, hecho comprobado por “la misma Rusia”.

La segunda carta que juega la FORA IX (junto con la central anarquista) es la de la huelga general, con el objetivo declarado de exigir la detención de las actividades represivas tanto del Estado como de la ANT y la Liga. La huelga es convocada para junio de 1921 y es un completo fracaso (Horowicz, 1995, pp. 57-59).[4] Pero el fracaso no radica aquí, sino del largo proceso de desgaste que comienza con el cambio de actitud hacia la FOF con la que el gobierno precipita su final a mediados de 1918, que se continua ampliada y reforzada con la aparición de las organizaciones patronales y, especialmente después de 1919, con las bandas parapoliciales de la Liga Patriótica y su paulatino colonizar del interior. En efecto, para 1921 y comienzos de 1922 se produce la completa desarticulación del movimiento obrero, golpeando allí donde todavía resisten núcleos importantes: si Jacinto Arauz es uno más de los episodios que examinamos en el ámbito pampeano, otros son las huelgas de la Patagonia, las de La Forestal y, tardíamente, en 1923, las huelgas azucareras de Tucumán.

Así, la mala fortuna de la huelga general de junio de 1921 es el punto más bajo de la línea descendente de la parábola que nace en 1916, con la exitosa huelga de la FOM y que alcanza su punto más alto en la Semana Trágica. Ha culminado allí, en la confesión de impotencia, la aventura de esa fuerza social que comenzó a armarse  con el inicio de la guerra, expresando la nueva realidad de una clase obrera “nacional”.

La contraofensiva burguesa triunfa, logrando desarmarla, domarla y reconducirla, primero jugando la carta reformista propuesta por Yrigoyen. Luego, cuando esa carta parece no poder frenar la movilización que de alguna manera estimula, limitando fuertemente ese reformismo (que de todas maneras nunca fue más allá de la “neutralidad” del Estado en algunos conflictos). Por último, la represión lisa y llana mostró un renovado vigor y pasó a la acción directa y sin intermediarios (sin por eso dejar de contar con la “neutralidad” del Estado primero y su apoyo explicito y decidido después). En este sentido, 1919 constituye el momento de “reversión” de las alianzas. Esta no es solo la derrota de la FOM y del conjunto del movimiento obrero sino también de la misma apuesta que este había jugado: la confianza en la neutralidad del Estado. Las consecuencias de la huelga imponen un descubrimiento (en rigor, un re-descubrimiento) en el campo sindicalista:

Otra hora de prueba  se ha presentado a la clase obrera del país. Cuando se hubiera creído vivir en un sistema garantido por un gobierno imparcial; cuando por actitudes y maniobras habilidosas parecía el Estado colocarse en un plano superior al de los antagonismos de clase; cuando, en fin, habría quien creía que Estado y burguesía formaban dos entidades independientes, una brutal reacción que se preparaba embozada, se desencadena sobre el proletariado, con aspectos variantes de la guerra, pero con esta latente en el fondo de las acciones cuando no se manifiesta en la forma cínica que hoy presenta. Salimos del engaño de las apariencias para ver los antagonismos de clase y las instituciones que los expresan de acuerdo con la realidad económica y social de los mismos. (La Organización Obrera, 4/6/1921, p. 1).

Diríase que la estrategia de la FORA IX podría resumirse en la máxima favorita del Conde de Montecristo: “confiar y esperar”. Confiar en el Estado, esperar que el futuro llegue solo. Más allá de todas las bravatas y grandilocuencias, el sindicalismo independiente de la FORA IX es eso: la acomodación a las relaciones existentes.

Para el anarquismo, el fracaso significa su virtual desaparición de la escena, muchos de cuyos miembros pasan a formar parte de las filas de su sucesor como representante de las fracciones más pobres del proletariado nacional, el comunismo. Pero las consecuencias de este fracaso no solo serán fatales para la clase obrera. El radicalismo mismo, con su propia apuesta, recordará tarde, a fines de la década, las consecuencias nefastas de su tímido reformismo, cuando su caída no genere el menor interés en el seno de la clase trabajadora.

La mejora de las condiciones económicas a partir de 1921-22, permitió la distensión y el afianzamiento de la “pacificación” liguista. Al mismo tiempo, la capacidad de movilización de la clase obrera no pasó desapercibida (a pesar del fracaso, los lazos establecidos con el proletariado del resto del país no se pierden, lo que constituye el mayor logro de la coyuntura, junto con la recuperación salarial de posguerra), como tampoco la nueva orientación reformista mayoritaria en el movimiento obrero. Si ya antes de 1910 (concretamente en 1904, con el proyecto de reforma que significo la frustrada Ley Nacional del Trabajo), la burguesía local empieza a sopesar con cuidado a su oponente, la crítica coyuntura posbélica replantea la situación. La represión permite salir del paso y ganar tiempo, la recuperación económica distiende, pero a mediano y largo plazo es necesario establecer una nueva relación, más acorde a la disposición de fuerzas. En esto, igual que otros aspectos, la crisis de la primera posguerra es un punto de viraje en la historia nacional que no ha sido atentamente considerado. Quedan, como resultado de la coyuntura examinada, sentadas las bases para una nueva relación entre el Estado y la clase obrera: la instalación sólida de una corriente, el sindicalismo independiente, que expresa los límites del corporativismo sindical, al mismo tiempo que la emergencia de la conciencia laborista. En el medio, un personal político que no aspira a revolucionar las bases de la sociedad, sino a conseguir para la clase obrera las mejores condiciones posibles para la venta de su mercancía, la fuerza de trabajo. Ha nacido, en este momento, entonces, la burocracia sindical.


Pies de página

[1] Para un resumen de las posiciones sobre el tema en los clásicos de la sociología y del marxismo, ver Villena (2018).

[2]Para un resumen de la discusión sobre la burocracia sindical en Argentina, ver Villena (2018).

[3]Esta idea ya había sido avanzada, de un modo hipotético por Edgardo Bilsky (2011), que habla de “síntomas de burocratización precoz”, p. 210.

[4] Para la actuación de la FOM en la huelga,  véase Villena (2018).


Referencias
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  • Sartelli, E. (2014).  La cajita infeliz. Akal: Madrid.
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  • http://publicaciones.sociales.uba.ar/index.php/hicrhodus/article/view/1452/1330.
  • Troncoso, O. (1983). Fundadores del gremialismo obrero. Centro Editor de América Latina: Buenos Aires.
  • Villena, C. (2018). Auge y crisis de la Federación Obrera Marítima, 1916-1930.  Tesis para optar por el grado de doctorado, Facultad de Filosofía y Letras,  Universidad de Buenos Aires.
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Cómo citar
Sartelli, E. (2020). Confiar y esperar. El nacimiento de la burocracia sindical en la Argentina, 1917-1921. Ciclos En La Historia, La Economía Y La Sociedad, (54), 157-180. Recuperado a partir de https://ojs.econ.uba.ar/index.php/revistaCICLOS/article/view/1749